El 14 de agosto de 1994, a los 89 años, el gran escritor Elias Canetti traicionó su principio más preciado: murió.
Canetti sigue vivo en su obra, por supuesto, pero no es el tipo de inmortalidad por la que tanto luchó. Fue un hombre que bautizó cada una de sus memorias con el nombre de los órganos de los sentidos –La lengua liberada (1979), La antorcha en mi oreja (1982) y El juego de los ojos (1986)–, y la fama póstuma, desprovista de cartílago, no le interesaba. Tampoco le tentaba la otra vida imaginada por los cristianos. Era un judío no religioso, pero se mantuvo fiel al materialismo de su tradición, insistiendo en que ansiaba “la vida eterna aquí y no en otra parte”. ¿De qué servía la conciencia sin su envoltorio? “Sin el cuerpo, el alma es una burla”, se burlaba.
Estas dos rotundas protestas aparecen en The Book Against Death [El libro contra la muerte], una cautivadora recopilación de notas de Canetti. Los apuntes que componen el volumen son eruditos y a menudo alegóricos, pero el rechazo de Canetti a la muerte no era una metáfora. “El objetivo totalmente concreto, sincero y constante de mi vida es la consecución de la inmortalidad para todo ser humano”, escribió, y lo decía en serio.
Su vehemencia fue en parte una respuesta a los terrores de los que fue testigo como participante a regañadientes del siglo XX. Nacido en 1905 en Ruse, Bulgaria, en el seno de una familia judía sefaradí que había pasado por España, Italia y Turquía, tuvo una educación itinerante propia de su época y lugar. Su infancia olía a sanatorios (en los que a menudo se alojaba su madre enferma), médicos vieneses (venerados en su comunidad por su brillantez) y veranos en pintorescos lagos alpinos (los Canetti se alojaban a todo lujo en los grandes hoteles de la vieja Europa). Creció en Bulgaria, Inglaterra, Suiza, Austria y Alemania, y ya de adulto hablaba ladino, búlgaro, inglés, francés y, sobre todo, alemán, lengua en la que escribió las obras maestras que le valieron el Premio Nobel de Literatura en 1981.
Sin embargo, la muerte lo persiguió allá donde fue. La primera y más formativa fue la inesperada partida de su padre cuando tenía 7 años, un golpe del que nunca se recuperó. ”La muerte de mi padre fue el centro de todos los mundos en los que me encontré”, escribió en sus memorias. Sentó las bases emocionales para la posterior desolación de las dos guerras mundiales. Canetti capeó la primera con relativa comodidad como escolar en Viena y Zúrich, y la segunda como eminencia literaria en el exilio inglés. Su culpa de superviviente es un tema frecuente en The Book Against Death. “Qué vergüenza, qué vergüenza que yo haya sobrevivido a todas las víctimas”, se lamenta. “¿He hecho lo suficiente, he justificado el hecho de haber sido sólo un testigo, no una víctima?”.
Pero, en última instancia, la oposición de Canetti a la finitud no era ni puramente personal ni puramente política. Era disposicional, casi primitiva. The Book Against Death avanza un argumento de vez en cuando, pero en su mayor parte es un largo chillido.
Canetti es un escritor peculiar, difícil de clasificar o incluso de caracterizar. Su única novela, Auto de Fe (1935), es una fábula de pesadilla sobre un bibliófilo. Es un libro brutal y desorientador, que recuerda a los escritos de Franz Kafka (a quien Canetti admiraba) y Samuel Beckett (hacia quien se mostraba más ambivalente). Pero su logro más famoso, el monumental Multitudes y poder (1960), es una obra idiosincrásica de antropología poética que no se parece a nada en la literatura universal. Canetti cita leyendas y rituales de una asombrosa variedad de culturas en su intento de demostrar que las multitudes son el antídoto contra el miedo primordial de la humanidad al tacto. Muchas de sus conclusiones son dudosas. ¿Es realmente cierto que las multitudes son fuerzas igualadoras que arrasan con toda jerarquía, o que crecen prácticamente por sí mismas, o que quienes sobreviven a los demás saborean la victoria sobre los muertos implícita en su propia supervivencia? Sin embargo, la verdad o falsedad literal de las afirmaciones de Multitudes y poder no viene al caso: independientemente de su verosimilitud, tiene la severa y cautivadora autoridad de un mito o un texto religioso. Las memorias de Canetti son otra cosa. En sus chispeantes recuerdos de una Europa pasada, inventó un género más ligero para sí mismo.
Si hay algo que une a estos proyectos dispares es el respeto de su autor por la obsesión. Inicialmente, pretendía que Auto de Fe formara parte de una serie de ocho libros sobre monomaníacos, y su propia fijación monomaníaca fue siempre la injusticia de la mortalidad. Durante 65 años, esta afrenta le preocupó. Comenzó a recopilar las notas que más tarde se reunirían en The Book Against Death en 1929 y sólo dejó de hacerlo cuando sucumbió a su tema.
Canetti describió en una ocasión su polémica contra la muerte como “el único libro que nací para escribir”, pero también es un libro que no pudo terminar, ni siquiera empezar adecuadamente. Finalmente, decidió empezar anotando todo lo que se le pasaba por la cabeza. “Grabaré los pensamientos contra la muerte tal y como se me ocurran, sin ningún tipo de estructura y sin someterlos a ningún plan tiránico”, escribió. Tenía la intención de organizar sus reflexiones en un documento más convencional algún día, pero nunca tuvo la oportunidad. The Book Against Death fue recopilado por sus editores y su hija tras su fallecimiento.
Los resultados son heterogéneos. Algunas de las meditaciones de Canetti abarcan varias páginas; otras son rápidos aforismos. Muchas son directas. “Solo quiere que le besen cuervos muy viejos”, reza una entrada particularmente misteriosa. Canetti relata a veces su vida personal en el libro –escribe con nostalgia sobre su primera esposa, fallecida en 1963, y no puede resistirse a algunos comentarios alegres sobre el nacimiento de su hija–, pero también incluye ficciones breves y grotescas. En una de ellas, imagina “un pueblo formado por individuos que tienen bolsas parecidas a las de los canguros, en las que meten a sus muertos marchitos y los llevan consigo”. Otra viñeta es tan estrambótica como encantadora: “Después de la lluvia, salió en busca de caracoles. Habló con ellos; no se apartaron de él. Los tenía en la mano, los observaba y los ponía a un lado donde ningún pájaro pudiera verlos. Cuando murió, todos los caracoles del vecindario se reunieron para formar su cortejo fúnebre”.
Los amantes de la literatura en lengua alemana estarán encantados de descubrir que Canetti no escatima chismorreos sobre sus colegas: The Book Against Death contiene pullas al novelista austriaco Thomas Bernhard y al novelista alemán (y también premio nobel) Günter Grass, a quien Canetti describió como “un completo idiota” con “aires dictatoriales”.
Sin embargo, a pesar de su diversidad formal, los fragmentos de The Book Against Death coinciden en gran medida en su contenido. Aunque están ordenados por años, no tienen una trayectoria real. Las preocupaciones de Canetti al final de su vida eran las mismas que en su juventud. Las deidades que permiten la mortalidad eran sus antagonistas perennes. “Dios mira cómo muere una persona tras otra”, escribió. Años después, seguía echando humo: “Me he acercado a cien dioses, y he mirado a cada uno directamente a los ojos, lleno de odio por la muerte de los seres humanos”.
No es difícil entender por qué Canetti es tan elogiado como intelectual. Sus memorias están llenas de relatos apasionados de su lectura omnívora, y en The Book Against Death es capaz de referirse a un artículo académico sobre elefantes en un suspiro y a los escritos del filósofo alemán Walter Benjamin en el siguiente. “Rara vez alguien se ha sentido tan a gusto en la mente”, escribió Susan Sontag con aprobación.
Sin embargo, The Book Against Death sirve para recordarnos que la mente de Canetti estaba firmemente incrustada en su carne. Incluso escribir le parecía una especie de calistenia: “”Escribe porque todavía respiras y tu corazón, que probablemente ya está enfermo, todavía late», se decía a sí mismo cuando envejecía. La vida que tanto amaba era una carrera de apetitos. “Su casa son todos los lugares donde ha comido”, escribió. “Sus amigos son todas las personas que le han dado algo de comer”.
En consecuencia, no era la iluminación espiritual sino la banalidad cotidiana lo que no podía soportar perder. Ninguna línea destila mejor el tierno espíritu de The Book Against Death que ésta: “Sobre todo, cuando esté muerto, lo que echaré de menos: las voces de la gente en un restaurante”. Canetti no se preocupaba por el estado de su alma, sino por el destino de todos los detritus que componen una vida: “¿Qué será de todo lo que se ha amontonado dentro de ti, tanto, tanto, un enorme stock de recuerdos y hábitos, preguntas aplazadas, respuestas congeladas, pensamientos, emociones, sentimientos tiernos, penurias, todo ahí, todo ahí, qué será de todo ello en el momento en que la vida se extinga dentro de ti? El tamaño desproporcionado de esta reserva, ¿y todo ello para nada?”.
“¿Cómo se conservará? «¿Sería posible amar más?» se pregunta Canetti. “Revivir a un muerto mediante más amor, ¿es que nadie ha amado nunca lo suficiente?”. En una de sus fantasías recurrentes, logramos abolir la palabra muerte, con ello la idea de la misma, y con ello la cosa misma. (Para Canetti, escritor hasta la médula, nombrar era talismán.) “¿Puede hacerse viable algún lenguaje que no conozca la palabra ‘muerte’?”, se preguntaba. La sociedad ideal, propuso más tarde, sería aquella “en la que la gente desaparece de repente, pero nadie sabe que ha muerto, ya que no hay muerte, ni siquiera existe una palabra para designarla”.
Por supuesto, Canetti no podía abolir la palabra ‘muerte’ más de lo que podía abolir el fenómeno: aparece cientos de veces en el mismo documento en el que soñaba con su abolición. En 1971, admitió: “Podría ocurrir que algún día me rindiera a la muerte. Pido perdón a quien pueda oírlo”. Veintitrés años después, sufrió la derrota a manos de su némesis, pero no creo que cediera.
“Le gustaría morir mientras escribe”, reza una de sus notas de 1986. “Antes de terminar del todo, le gustaría completar una frase, exhalar antes de la siguiente y morir exactamente entre las dos”. Y eso es exactamente lo que hizo. Su última entrada no contiene ningún reconocimiento de que la muerte sea siquiera posible. “Ha llegado el momento de volver a ordenar las cosas en mi interior. Sin escribir me deshago. Siento cómo mi vida se disuelve en especulaciones muertas y aburridas cuando ya no escribo lo que tengo en mente”. Luego vino la luminosa frase final, llena de esperanza: “Intentaré cambiar eso”. Como si tuviera tiempo.
Si la muerte implica fijeza, la vida exige movimiento. The Book Against Death rechaza la finalidad permaneciendo para siempre en la cúspide de la transformación. Esperará su revisión final hasta el fin de los tiempos. No puede salvarnos a todos, como anhelaba Canetti, pero hay en él una pequeña porción de inmortalidad. Un libro inacabado es lo único que conozco que nunca muere.
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The Book Against Death [El libro contra la muerte]
de Elias Canetti, traducido del alemán por Peter Filkins
Fuente: The Washington Post.