Hay artistas contemporáneos que tienen sus obras en grandes museos, pero son muy pocos los que tienen uno dedicado exclusivamente a ellos y menos aún en vida, como es el caso del neerlandés Marius van Dokkum.
“Deberías ser ilustrador”, le dijeron Van Dokkum en la la Academia Cristiana de Artes Visuales de Kampen, donde se formó, cuando estudiaba para aprender las técnicas necesarias para poder “contar historias” en papel y donde comenzó a darle forma a su original estilo, pleno de humor.
El humor, en general, no ha tenido una gran aceptación en la cultura desde la mirada academicista intelectualoide. Si quitamos el cine, que por razones evidentes es donde mejor puede desplegarse (regla que no siempre se cumple, claro está), no sucede así en otras disciplinas.
Así, las obras que tienen el humor presente suelen considerarse “menores”, como si esta manera de comentar la realidad fuera menos trascendental en la vida cotidiana que, por ejemplo, el drama. Cuando, en realidad, es el humor, la comicidad, lo sardónico, el condimento que hace posible revivir las experiencias difíciles y readapartlas para continuar, o por lo menos así lo planteaba un tal Freud, Sigmund, no Lucian, que lo consideraba como “la manifestación más elevada de los mecanismos de adaptación del individuo” (El chiste y su relación con el inconsciente, 1905).
Recordemos como en la literatura argentina por décadas hubo un rechazo canónico a la obra de Osvaldo Soriano, que manejó el humor como crítica de la argentinidad como pocos y que, por ende, se lo llamaba como “popular”, a modo de agravio. Pero volvamos a la pintura.
Puede ser una casualidad o no que Van Dokkum (Andijk , 1957) provenga de un país con una extensa tradición humorística en el lienzo desde el siglo XVII con Jan Steen y los hermanos Adrian e Isaak van Ostade, a quienes considera como esenciales en su formación e inspiración, como también a maestros como Rembrandt y Hans Holbein, y los más actuales Sierk Schröder, Henk Helmantel, Maarten ‘t Hart.
En esa línea tampoco hay que olvidarse a otros nombres que generaron desde el humor una mirada más cálida de las clases bajas de la sociedad como Pieter Brueghel el Viejo, el principal pintor flamenco del siglo XVI, o Frans Hals y ya en el XVIII el británico William Hogarth, que realizó varias series que se mofaban de las clases más pudientes, como Matrimonio a la moda. También estuvieron aquellos que llevaron al lienzo, a veces de manera caricaturística, otras a través de retratos muy profundos, a aquellos que trabajaban de generar risas, como los bufones de las cortes europeas (e incluso en Argentina).
Y es que como muchos de sus antecesores Van Dokkum se convirtió en un contador de historias nato, que en sus obras busca generar una mirada sobre la sociedad contemporánea muchas veces a través de alguna anécdota o un detalle, en el que fusiona un realismo algo boterístico en sus formas y con cierto ojo parecido al de Norman Rockwell, pero exacerbado.
Sus obras se centran en escenas cotidianas, muy reconocibles más allá de las latitudes, desde personas andando en bicicleta, niños jugando en un parque, la fila del supermercado o ancianos luchando para entender una computadora, como es el caso de Mantenerse al día.
Es con su toque, a veces algo surreal, exagerado, convierte lo mundano en extraordinario, en una escena digna de un filme humorístico, como lo hacía Charles Chaplin, y a la vez abre una ventana a observar lo absurdo que puede ser todo si pudiéramos tomar cierta distancia para observarnos.
Así, detrás de esa aparente simpleza, casi un costumbrismo siglo XXI, el artista logra transportar al espectador a un territorio en el que lo ilusorio y lo reflexivo se mixturan otorgando una obra que, detrás de su liviandad a prima facie, posee una potencia que nos puede conectar con lo afectivo, con la memoria, con la propia historia.
“Un museo donde la gente se ríe a carcajadas, donde completos desconocidos conversan delante de un cuadro y donde los niños disfrutan del arte tanto como los adultos. Eso es único”, expresa la página de bienvenida del museo.
Y es al menos curioso cómo Van Dokkum llegó a tener su propio espacio, sin haber invertido una moneda o haber creado una Fundación para mirar su propio ombligo o siquiera tener un solo premio internacional.
El artista comenzó de manera tímida realizando dibujos y en 1992 produjo su primer cuadro humorístico, que se convirtió en una tarjeta comercial. Esto le abrió la puerta a trabajar en libros infantiles, de los que lleva ya siete publicados, bajo el título Opa Jan, el personaje principal.
Fue en esa época en que se le acercó un galerista, entusiasmado con su obra, pero la relación comercial terminó en estafa: “Esta persona me robó cuadros en su día y los revendió, de los que no recibí dinero alguno. Después de eso, decidí no vender obras de humor”, cuenta en el documental que se hizo sobre su obra, Rembrandt del Veluwe (2018).
A partir de allí, decidió no vender más obras, por lo que son muy pocos las piezas con su firma que se encuentran en manos privadas: “Me molestaba tanto que se metieran con mi obra que me la quedé yo mismo”. Y añadió: “Al final he tenido suerte, porque ahora tengo tantas obras que podría llenar un museo con ellas”. Eso sí, las reproducciones de sus trabajos tienen una muy buena (y amplia) clientela.
En 2015, van Dokkum expuso en el Museo Harderwijk, con un éxito de convocatoria inusual. La sinergia con el público y la ciudad fue tan fuerte que comenzó a buscar un espacio donde poder mostrar sus cuadros de manera permanente, hasta llegar a la antigua Sala de Montaje de la Universidad de Harderwijk, pero al tiempo quedó pequeña. Finalmente, tras una profunda renovación, se instalaron en una sala especial del propio Museo Harderwijk.
Van Dokkum creció en el seno de una familia cristiana “sinodal” y fue a través de la religión que tuvo su primer contacto con el arte, cuando a los cuatro años vio en una biblia infantil una escena de la crucifixión realizada por el ilustrador Cornelis Jetses. “Recuerdo haberle preguntado a mi madre: ‘¿Quién es este hombre?’ ‘Ese, respondió ella, es el Señor Jesús’. En retrospectiva, esta es una de mis primeras experiencias conscientes con la fe”, dijo en una entrevista con la publicación neerlandesa eo.
Aquel impacto abrió su mente a los relatos, comprendió entonces el poder que podía generar una sola imagen y, fue aprendiendo que detrás había muchísimo para contar: “Fui a una escuela primaria cristiana, la Dr. Escuela A. Kuyper. Las historias bíblicas que escuché allí también me atrajeron. En sexto grado tuve una maestra, que era una hermosa narradora”.
¿Es Marius van Dokkum un artista exitoso? La respuesta dependerá a quién se le realice la pregunta. Sin dudas, en un mundo en que el intercambio económico mueve las pulsiones y deseos de muchos, el hecho de que este hombre no venda un sólo cuadro configurará un profundo fracaso. Creo que si le preguntaran a él, mirará hacia ese pequeño museo, y no dirá palabra, sólo se necesitará una mirada para conocer la respuesta.
Fotos: Museo Marius van Dokkum