Cuando la Segunda Guerra Mundial era inminente: el desconcierto de los comunistas europeos ante el pacto URSS-Alemania nazi

Infobae Cultura publica un fragmento clave en el desarrollo narrativo del libro “Nueva historia del comunismo en Europa del Este”, de Agustín Cosovschi y José Luis Aguilar López-Barajas

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El comunismo, revisitado por historiadores
El comunismo, revisitado por historiadores jóvenes.

A más de treinta años de la caída del comunismo, las ideas acerca de Europa del Este, siguen rodeadas de estereotipos de la Guerra Fría. En su libro Nueva historia del comunismo en Europa del Este, Agustín Cosovschi y José Luis Aguilar López-Barajas proponen una narrativa renovada y más compleja de este período histórico.

Cosovschi y Aguilar delinean la evolución del comunismo desde las primeras luchas socialistas del siglo XIX hasta su derrumbe a finales del siglo XX. En este sentido, según los autores, el comunismo en Europa del Este debe ser entendido en su diversidad y complejidad interna. Los autores destacan que si bien los crímenes cometidos bajo los regímenes comunistas no deben minimizarse, es importante reconocer que el socialismo de Estado no estuvo aislado de las corrientes globales.

"Nueva historia del comunismo en
"Nueva historia del comunismo en Europa del Este"

En su análisis, exploran las realidades de países como Checoslovaquia, Yugoslavia, Hungría, Polonia, Bulgaria y Rumania, así como la dividida Alemania. La diversidad de experiencias sugiere que cada nación moldeó su versión del socialismo de Estado frente a sus contextos específicos y particulares desafíos internos.

Esta obra se presenta como una referencia crucial para entender un proceso histórico tan fascinante como polémico, con repercusiones que llegan hasta el presente, y ofrece una perspectiva necesaria para la comprensión actual del comunismo.

Aquí algunos fragmentos del capítulo sobre la Segunda Guerra Mundial.

Los comunistas y la Segunda Guerra Mundial

A finales de agosto de 1939 los ministros de Asuntos Exteriores del Tercer Reich y de la Unión Soviética, Joachim von Ribbentrop y Viacheslav Mólotov, firmaban un pacto de no agresión. El pacto incluía una cláusula secreta que planeaba el reparto de Polonia entre las dos potencias, que se concretó luego del ataque de los alemanes el 1° de septiembre y de la invasión de los soviéticos por el Este dos semanas más tarde.

Tanto ese acuerdo entre nazis y soviéticos como el ataque sorpresivo a Polonia causaron un gran impacto en el mundo. Los comunistas europeos, por su parte, asistieron sorprendidos a un pacto improbable entre dos enemigos declarados. En especial en Alemania, donde los comunistas habían sufrido de primera mano la represión y el asesinato por parte del poder nazi, la noticia se recibió con estupefacción. Willi Münzenberg, comunista alemán en el exilio en Francia, escribió un sonado artículo de protesta en el que interpelaba al líder soviético: “¡Stalin, tú eres el traidor!”. Aun así, su voz discrepante fue más bien una excepción: la mayoría de los comunistas de Europa central y oriental sufrían una situación de debilidad que no les permitía formular críticas sobre la URSS; ni siquiera los polacos, cuyo Estado había sido invadido por los soviéticos, alzaron la voz de forma significativa. Los comunistas europeos realizaron un ejercicio de contorsionismo para justificar el paso estratégico de los soviéticos. Aunque altos cargos de la Comintern hubieran sabido de la intención de pactar con los nazis, el proceso se llevó en estricto secreto; ni siquiera su secretario general, Dimitrov, sabía de la cláusula secreta para la invasión de Polonia hasta que se ejecutó.

La tumba de Joseph Stalin.
La tumba de Joseph Stalin. (EFE/EPA/MAXIM SHIPENKOV)

Algunos comunistas alemanes pensaron ingenuamente que el pacto con los nazis los devolvería a la normalidad dentro del Reich, y que incluso podrían celebrar reuniones y realizar una labor política como partido. Pronto se dieron cuenta de que estaban en un error: Stalin ni siquiera contestó a las cartas enviadas por Ernst Thälmann, el líder comunista alemán que se encontraba en prisión desde 1933. El dirigente soviético era consciente de que velar por el KPD era una maniobra poco estratégica e incluso accedió a la petición de Hitler de extraditar a Alemania a decenas de comunistas y judíos que se encontraban en cárceles soviéticas cumpliendo penas tras las grandes purgas. La comunista alemana Margarete Buber-Neumann, prisionera en la Unión Soviética, vio azorada cómo un comando del NKVD la sacó de su celda sin previo aviso, pero no para devolverle la libertad, sino para entregarla a la Gestapo, episodio que relató con consternación en sus memorias. A cambio de entregar a comunistas alemanes a Hitler, Stalin presionó a Alemania para que intercediera con Hungría, país aliado de los nazis, a favor del líder comunista Mátyás Rákosi, que llevaba más de una década en prisión. Rákosi fue liberado y marchó a Moscú, donde permanecería durante el resto de la guerra. En aquellos meses llegaron a la capital soviética los últimos exiliados comunistas de Europa central y oriental que buscaban escapar del avance de Hitler. En torno a Stalin se formó entonces una camarilla de comunistas leales como Walter Ulbricht (Alemania), Rákosi (Hungría), Bolesław Bierut (Polonia) o Klement Gottwald (Checoslovaquia), los únicos en quienes el líder soviético confiaría años más tarde, una vez que la guerra hubiera acabado y el socialismo buscara instalarse en Europa del Este.

 José Luis Aguilar López-Barajas
José Luis Aguilar López-Barajas (izqu) y Agustín Cosovschi (der) ofrecen una visión compleja del comunismo

Mientras tanto, la ocupación del este de Polonia era brutal y revelaba algunas de las tendencias más inhumanas del régimen soviético. La región ocupada tenía unos 200.000 km², era más rural y menos desarrollada que el promedio del país, y contaba con una población de unos 13.000.000 de habitantes, étnicamente mixta, compuesta principalmente por polacos y ucranianos y en menor medida por judíos, bielorrusos y campesinos de identidad nacional mayormente indefinida. Los años anteriores habían dejado marcas profundas en la memoria de las minorías, sometidas a diversas formas de asimilación forzosa y de discriminación por parte del Estado polaco.

En este contexto, la entrada del Ejército Rojo tras la invasión alemana, una operación que Moscú justificó públicamente como destinada a proteger a la población local frente a la invasión nazi, fue en muchos casos bienvenida por judíos, ucranianos y bielorrusos como una revancha por las presiones asimilacionistas polacas. Sobre todo, algunos percibieron la llegada de los soviéticos como una garantía de seguridad ante la amenaza alemana: donde estuvieran ellos, se decía, no estarían los nazis. Incluso algunos polacos resignados la aceptaron como una alternativa a fin de cuentas preferible a la anarquía que se estaba desatando tras la ofensiva alemana en el Oeste.

Hombres polacos observan impotentes cómo
Hombres polacos observan impotentes cómo un pelotón de fusilamiento nazi elimina a sus compañeros prisioneros. (Foto de © Hulton-Deutsch Collection/CORBIS/Corbis vía Getty Images

No obstante, los soviéticos establecieron allí un régimen de terror. El sistema estaba basado en gran medida en el libreto que el estalinismo había escrito años antes para la Unión Soviética. La ocupación puso en marcha requisiciones, la redistribución forzosa de la tierra, elecciones fraudulentas y un vasto aparato de represión política. En el bosque de Katyn y sus alrededores, en la primavera de 1940, 20.000 oficiales polacos fueron ejecutados y enterrados en fosas comunes. Stalin intentó atribuir a los nazis el asesinato en masa, pero pronto se supo que tenía indudable autoría soviética, y eso dificultó el entendimiento de Moscú con el gobierno polaco en el exilio.

Además de la acción coordinada contra la élite del ejército polaco, en la dimensión social, las autoridades soviéticas no dudaron en alentar distintas formas de venganza entre grupos antagónicos, autorizando, o al menos tolerando, asesinatos y actos de violencia de unos contra otros. Así, en la Polonia ocupada por la URSS se instaló un régimen de caos, falta de transparencia, incompetencia administrativa, corrupción y arbitrariedad en el que las fuerzas del orden ejercían un control omnímodo. Con cierta similitud respecto de lo ocurrido en la Unión Soviética en años anteriores, los ocupantes establecieron un sistema que sembraba cizaña e incentivaba a los ciudadanos mismos a asumir un rol activo en la destrucción de su propia comunidad sobre la base de la delación, la arbitrariedad, el nepotismo, la violencia y el ajuste de cuentas. Esta forma perversa de ejercer el poder, que implicaba una privatización de la vida pública y de la violencia, contribuía a la atomización social y aseguraba la fuerza del poder soviético sobre la comunidad ocupada.

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Tras más de una década de represión, faccionalismo y sucesivos golpes de timón que en más de una ocasión desembocaron en el desgaste y el aislamiento político, los comunistas encontraron en la Segunda Guerra Mundial un terreno en el cual poder revertir la situación de años anteriores. La disciplina organizativa de sus partidos y la convicción de sus cuadros, sumadas a una astuta política de frentes populares que aunaba nacionalismo y marxismo, así como el apoyo militar decisivo proveniente de la Unión Soviética, daban vuelta el equilibro político de Europa central y oriental en su favor.

Tropas de Alemania y la
Tropas de Alemania y la Unión Soviética realizan un desfile en conjunto tras derrotar y repartirse a Polonia (Bundesarchiv)

El 9 mayo de 1945, Gueorgui Dimitrov escribía de nuevo en su diario: “¡Día de la victoria! ¡La guerra en Europa ha terminado!”. Entonces Dimitrov esperaba recibir al polaco Władysław Gomułka. Desde hacía varios meses, llegaban a Moscú los líderes partisanos de toda Europa para reunirse con Stalin y con los principales dirigentes soviéticos. En la nueva Europa, Moscú y el comunismo cumplirían un papel central, ocupando la mitad del continente. La violencia de la guerra era la partera de un mundo nuevo; un mundo imposible de imaginar apenas unos años antes, cuando la llama del comunismo ardía únicamente en Moscú y los comunistas del centro y el este de Europa pasaban sus días, sus meses y sus años luchando por respirar bajo el peso de la represión y la proscripción.

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