Mi Grinberg inolvidable
“Me cuesta considerarme un inadaptado. No reconozco en mí, ni en mis estados de ánimo, la desidia ni la violencia con que las revistas de actualidad caracterizan a los jóvenes que se apartan de los caminos trazados. ¿Es tristeza dejar aparecer, sin enfrentarlo, esto de mí que percibe lo trivial? Tendría que llamarlo de otro modo... ¿Rebelión? Si no escribo siento que esa fuerza se me escapa, desaparece, deja de ser, se pierde. Al anotar la mantengo viva, me ayuda a recordar quién soy.” 15.5.63.
En la puerta del cine Lorraine hay un quiosco de revistas. Abajo están las de política, sobre la derecha las literarias. Algo me atrae en el grabado de un hombre o una mujer, o dos mujeres, o vaya a saber qué alegorizan esos trazos negros sobre cartulina rosada de Eco Contemporáneo. Parece una versión pobre del Selecciones, al lado hay otra pila con números anteriores. Abro y leo al pasar “El peso del mundo es amor, bajo el fardo de soledad, bajo el fardo de insatisfacción”. Allen Ginsberg.
Otro día me la llevo, no tengo los treinta pesos, le digo al señor que atiende. Detrás de él aparece un muchacho y me la vuelve a poner en la mano. Llevala, mañana la pagás. ¿Cómo sabés que voy a volver? Hace días que te veo por acá.
Hojeo la Eco de atrás para adelante. Necesito entrarle de a poco, por las cartas y colaboraciones más cortas agrupadas al final. Hoy es el día siguiente, estoy estirado sobre el sillón del living. Ataco directamente una nota sobre la generación beat, quiero conocer los chimentos, En el camino todavía está sobre mi mesa de luz. Antes de terminar los primeros párrafos, me levanto y busco un lápiz para subrayar.
Comprendo mejor mi propia disconformidad, lo que se oculta tras las fachadas del éxito y las facilidades materiales que habría que lograr para ser feliz, me cago en ellas. Admiro a los bohemios europeos que entre guerras quedan huérfanos de ideales. Con los beatniks es diferente: desertan del Sistema en el momento de mucho esplendor. Hope, dice Kerouac con desprecio. Beben, se drogan, intercambian parejas, no quieren trabajar, conviven con delincuentes comunes. Si fuera por ellos se la pasarían viajando de aquí para allá. Dejan que todo les resbale.
Comparto su actitud. No se consideran beats como abatidos o vencidos, sino beatificados en el sentido de necesitar despojarse de todo lo innecesario para quedar receptivos a cuanto les pueda surgir desde esa desnudez de la personalidad. Ignoro cómo se ligan sus costumbres con eso que Kerouac llama búsqueda espiritual. No están de acuerdo, se apartan. No quieren que ningún político les coma el coco. No pueden ni les interesa adaptarse a los criterios psi de salud, no quieren títulos, ni un trabajo estable, ni ser parte de nada más que de lo que vaya surgiendo. Tampoco yo puedo decir en qué creo, más bien busco algo en que creer.
Miguel Grinberg figura como editor responsable de Eco Contemporáneo y publica tres cartas que les envía el año anterior a Kerouac, Ferlinghetti y Allen Ginsberg. No quiere que se confunda su voluntad de hacer con transar con el sistema. Dos frases que subrayé: “Fe en el acto de rebelión previo a la acción constructiva”, y “Ampliación del área de conciencia”. Tengo que conocer a este tipo.
Llego a Lambaré 1080 a las 10 de la mañana, me meto por un patio de baldosas rotas. Al fondo, frente a un retrete sin puerta, sube una escalera de cemento casi negra por la humedad —la mufa, asocio—, y llega a un rellano. La puerta de chapa está abierta.
—El que tiene que llegar, llega —sentencia Grinberg, lo reconozco en el acto.
—Escribí estos... no sé cómo llamarlos —digo a los pocos minutos.
Hay otros tres muchachos. El que llaman Giorgio sin duda es Dal Masetto, el que viene publicando cuentos largos, densos, en los últimos números.
—Cuidate de éste, es contagioso. —Grinberg señala con el dedo a uno de bigotes manija, que no para de moverse y hacer muecas. Vignati, de él leí un artículo, Los Latifundistas del Ocio.
Hay un cuarto tipo, muy ensimismado, que ordena una valija con ropa y víveres y me ignora, Marlon.
Estamos parados frente al ventanal de hierro. Faltan algunos vidrios. Un calentador eléctrico intenta hervir el agua de un jarrito. La carpeta donde traje unas hojas escritas a máquina descansa donde la dejé al llegar. Del armario abierto asoman carpetas y ropa hecha bollos. Cama revuelta, fotos y recortes pegados en las paredes, estantes con libros.
—Hoy toca encuadernar —dice Grinberg y pone un paquete pesado sobre mis brazos—. Vos aprovechá la Olivetti —le ordena a Marlon.
En mesas de trabajo del otro cuarto hay varias pilas de pliegos impresos con páginas del mismo número 4 que tengo en casa.
—Lo fundamental es que quede justo un ángulo sobre otro, lo sostenés con una mano y con la otra marcás. Primero por la mitad, después otra vez por la mitad y a la tercera queda listo el pliego. Ponelos con esta madera arriba para que se vayan aplastando.
Dal Masetto, Grinberg y yo doblamos, Vignati lee una carta en voz alta. Alguien le recrimina haberse referido a muchos que andan por La Paz y otros bares de Corrientes como si él no fuera uno de ellos.
—¿Y qué son si no bastardos intelectuales? —dice él con cara de yo no fui.
—Nunca te perdonarán haberlos profanado —le responde Grinberg, el primero en doblar doscientos cuadernillos. Su pila se sostiene derecha, impecable, la de Dal Masetto, más baja, no tanto. En la mía se notan los pliegos en los que me distraje, Grinberg se me acerca, los retira con mala cara y vuelve a doblarlos correctamente. Después toma uno de cada pila y lo calza en un abrochador gigante, en vez de ganchitos tiene un rollo de alambre y una manija larga. Clinch, clinch, golpes secos.
Grinberg me lleva al cuarto donde quedaron mis escritos.
—No sé bien qué son —digo.
—Registros de tus percepciones —dice y en vez de seguir leyendo, me muestra una carta en la que Allen Ginsberg le pide disculpas por la demora en responderle, está en Tánger.
Cuarenta revistas por paquetes, atadas con un hilo grueso y tiras de cartón para que no marque el papel. Caminamos una cuadra con dos paquetes cada uno. En la estación de subte nos dejan pasar sin poner cospeles. ¿Cuántas te repongo, Cacho? Diez. Miguel las saca, vuelve a atar el paquete, cobra más de doscientos pesos en billetes chicos.
—¿No te firma nada?
—No. Usamos la boleta anterior.
Subimos al subte, bajamos en la siguiente. Repetimos la misma escena en casi todas las estaciones. En Pueyrredón, a Miguel se le terminan las revistas y vamos sacando de mis paquetes. Las últimas se las entregamos al quiosquero frente al Lorraine.
—¿Volvemos a buscar más?
—No —dice Miguel—. Ya cubrimos lo de hoy, comamos algo en el San Martín —y una vez sentados frente a frente, grita—: Bienvenido al clan, maiboi. Sos un mufado como todos nosotros.
—Todavía nunca toqué el fondo del pozo.
—La mufa no te lleva al pozo, como anda diciendo por ahí Miguel Brascó, sino a tus propias ciénagas, a tu zona fértil. Lo que importa es lo que construís con tu propio barro —pontifica Grinberg.
En la librería Pigmalión todavía quedan seis Eco sobre el mostrador. Le avisan que llegó el libro de Suzuki que pidió. No paga ni cobra.
Otra mañana.
—Quedate por ahí —dice Grinberg, la vista clavada sobre el papel que asoma del carro de su Olivetti—. Revisá lo que quieras... termino esto...
El corno emplumado, El techo de la ballena, Pájaro cascabel, Casa de las Américas, Poesía-Ahora... Algunas revistas son como libros, otras pliegos de cartulina doblados en cuatro u ocho, con grabados y dibujos, algunas bilingües. Las extiendo sobre la cama, una a una voy abriéndolas, todas tienen un espíritu de lucha por un hombre nuevo, aluden a otros estados de conciencia y escriben Creación con mayúscula. Un texto puede ser una poesía de corrido, cualquier disposición es válida, todas parecen decir algo importante. El ritmo de escritura de Grinberg es desparejo: por momentos sus dedos sacan chispas. En una pausa, gira la silla y me dice:
—Publico casi todo lo que me llega por correo o me traen... política de puertas abiertas, ya ves.
—¿Sin importar lo que diga?
—Naaaa.
Al salir me da una copia muy borrosa de su artículo. —Tenés para divertirte, ¡ja!
“Nunca escribiré como ellos, me falta pasar por sus tocadas de fondo, hacerme mierda de verdad. Difícil que pueda llegar a ese dolor del que les brotan las palabras. Mis heridas no se notan, no dan ni para un cuento, nada de lo que viví me atrae, ni de la tradición judía, ni de la historia de mis abuelos, ni de mis padres, ni siquiera de mi infancia. Ni hablar de todo lo relacionado con la patria.
No estoy enojado con el mundo, ni rabioso, ni lleno de rencor. No estoy resentido. No desprecio las comodidades que me dieron los viejos. Todo se me está volviendo tristeza, frustración, escepticismo. Nada de lo que le dejé a Miguel tiene más que ver conmigo ahora.” 24.12.63
La única vez en que me propongo no decir nada, solo pintar el fin de un romance fugaz, comenzado y cerrado en el Vapor de la Carrera, me salen tres o cuatro páginas que rechazan mi categorización de bueno o malo. En el desenlace de “Por los bordes de la noche”, más que destrozado por lo ocurrido, el personaje sigue igual que cuando subió al vapor. Lo envío al concurso de El Escarabajo de Oro y obtengo una mención compartida (o sea, último de los seleccionados). Recibo una carta tipo firmada por Abelardo Castillo y Liliana Heker.
Nunca lo publican. Cuentos, las revistas literarias solo incluyen los de famosos, Cortázar, Haroldo Conti, Enrique Wernicke, Humberto Constantini, Andrés Rivera, Juan José Manauta... Y de los nuevos que ya publicaron libros. A los nuevos, incluso los que pisan fuerte, como Miguel Briante, Antonio Dal Masetto o Eduardo Barquín... los agrupan ocasionalmente. De poemas hay más oferta que demanda.
—Si sos un recién llegado, tenés más chances de publicar escritos que no sean ficción —me aconseja Barquín—. Algo sobre algún autor, algún suceso, analizá una obra de teatro...
Del cruce entre un pedido de escribir “sobre” algo y el fenómeno emergente de Los Beatles nace mi primer texto escrito “para ser publicado” en Eco.
Si bien resulta más fácil y puedo apoyarme sobre algunos datos reales y solo se trata de ordenarlos y explicarlos un poco, hago cinco o seis versiones hasta que le muestro la última a Grinberg.
—Muy ampulosa —sentencia antes de dar vuelta la primera página—. No hace falta ensalzarlos tanto. Ni usar tantas metáforas. Alcanza con contar lo que hacen... Reescribámosla.
Como el tema y ellos mismos (y el título, La mística de Los Beatles) le gustan, al toque carga papel en la máquina y comienza el primer párrafo con el nombre de la película Anochecer de un día agitado.
—Agreguémosle oraciones —dice, sin darle mucha importancia.
Yo largo una idea, o un dato, y él lo traduce a un lenguaje llano, o le adosa algo de su cosecha. En el papel va quedando lo mismo, pero contado de otra manera. Escribimos sobre la película que se nos proyecta en nuestra mente.
—¿Vale todo?
—Todo lo afín.
Los Angry Young Men, la Nouvelle Vague, Piazzolla, la Bossa.
Nova, Castro, el escándalo Profumo... Entramos y salimos de Los Beatles, describimos escenas de la película, contamos gags inadvertidos, diálogos (el abuelo: “Yo peleé en la guerra por ustedes”. Lennon: “Debió perder”...). El brazo del Wincofón llega al centro del disco y una mano, de Grinberg o mía, automáticamente lo reubica en el borde. Tenemos cuatro hojas cuando dice “Cerremos”, y escribe: “Debemos dar nuestro amor únicamente a seres fértiles”.
Después del punto final, me mira de reojo y dice algo que deja una impronta en mi conciencia:
—Algún día vamos a poetizar el periodismo.
—¿Con nuestras palabras?
—Con nuestras visiones. La visión es la misión.
* Este texto se nutre de fragmentos que pertenecen al libro Prosa canibal (Ed. Interzona). Este domingo 18 de agosto a las 18 hs. en Naesqui (Charlone 1400, Villa Ortuzar, C.A.B.A.), con entrada libre y gratuita, Juan Carlos Kreimer recordará el momento y el personaje autor de las fotografías de rock argentino y el poeta Daniel Amiano, curador de la muestra, contará la historia de cada una.
[Fotos rock nacional: Miguel Grinberg / gentileza Naesqui]