Cuando le conté a una amiga que después de diez años desde la primera edición de este libro, había aceptado reeditarlo en una nueva editorial, pero a condición de reescribirlo, me miró con júbilo, pero enseguida preguntó: “¿y reescribirlo está bien?”. Yo me había dado una respuesta simple a la condición de reescritura que consistía en escribir una nota a la edición en donde, palabras más, palabras menos, dijera: he reescrito el libro. No tanto por simple honestidad, sino porque creo que la belleza es más probable en la fragilidad de los procesos creativos, que en las pretensiones de perfección. Y porque quizá, la vanidad bien entendida puede alimentarse de esa fuente de belleza mucho más que de la voluntad de esconder las enmiendas. Quizá por eso, la inocencia de la pregunta de mi amiga tuvo la magia de algunas frases: la capacidad de ser muchas al mismo tiempo, como los versos. Gracias a su pregunta se agolparon en mí, otras preguntas: ¿Será el mismo libro después de la reescritura? ¿Cuánto sería lícito reescribir sin que se convierta en otro libro? ¿Qué lo convertiría en otro? ¿Por qué se justifica volver a editarlo si voy a reescribirlo? Preguntas que transformaron aquella nota sencilla en este prólogo que buscará responderlas y para eso, necesito contar algunas cosas.
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Empecé a escribir estos cuentos hace quince o diecisiete años, en una época de frontera, en la que se estaba terminando lo que ahora llamo la prehistoria de mi vida. El filósofo y sinólogo francés François Jullien considera que la primera vida es aquella en la que todavía se puede eludir la muerte; mientras que, en la segunda, fruto del efecto de algún golpe concreto de la realidad, la muerte no solo es una posibilidad cierta y real, sino algo a lo que se mira de frente. Si esto fuera un diálogo, Imre Kertész, coincidiría sin vueltas: “La creación, si merece tal nombre, surge del vientre de la muerte”. No viene al caso explicar por qué la frase de Kertész describe a la letra el efecto de aquel primer golpe, alcanza con decir que fue algunos años antes de que empezara a escribir estos cuentos, y que fue el responsable de que me desbarrancara de aquel monte de mi primera vida. Pero en aquella época de frontera, escribir era todavía un perturbador querer escribir que no encontraba ni el espacio ni el tiempo suficiente porque la escritura todavía convivía con la culpa, la vergüenza, los deberes morales y familiares y la tensión de pretender, como decía mi madre, estar en la misa y en la procesión. En aquella frontera, escribir era un placer clandestino, un amante con el que quería irme a vivir.
En un texto que se llama “Salto en paracaídas”, Georges Perec dice que la elección es el problema de la vida entera y lo grafica con una experiencia en la que efectivamente tuvo que saltar en paracaídas. Para eso, para dar el salto, es indispensable empezar a tener confianza en cosas que resultan completamente ajenas, hay que confiar en el paracaídas por una razón sencilla: es todo lo que hay. “Literatura o nada”, le escuché decir una vez, en aquel tiempo fronterizo, a Alberto Laiseca. Eso me permitió darme cuenta de que ya estaba arriba del avión, con el paracaídas puesto y que solo faltaba —en palabras de Rilke—, confesarme a mí misma que habría muerto en el supuesto caso de que me fuera vedado escribir.
Los personajes de estos cuentos necesitan irse de la vida que tienen, y cuando alguien necesita irse y no sabe cómo o no encuentra la salida, fantasea con la muerte propia o ajena. Eso me pasaba en aquella frontera hasta que acepté que se trataba de saltar.
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Recuerdo la noche en la que se me ocurrió la idea para el primer cuento de este libro, “Dormitorio”, que antes se llamaba “En el piso” y ahora preferí cambiar porque más que un título, me resultaba un subrayado. Fue en una escena típica de matrimonio: ambos en la cama, antes de dormir, cada uno en la suya. No recuerdo si yo leía o vagaba con la mirada por los nudos de la madera del techo, cuando de repente, me empecé a reír sola, primero contenida y después con ruido, porque en mi cabeza estaba ocurriendo la escena del cuento. Me divertí tanto que me costó regresar para explicar, al que era mi marido y me miraba azorado, qué era lo que tenía en mente, y si bien lo hice, no pudo compartir la risa, mucho menos entender lo que estaba pasando porque quizá yo misma lo entendí mucho después: había atravesado un umbral. Había encontrado mi primera forma, rudimentaria sin duda, de transformar mis fantasías de muerte en una salida: la escritura, una nueva forma de jugar, un lugar donde irme a vivir.
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Hace diez años, cuando se estaba por publicar este, mi primer libro, me tatué la palabra agua en el cuello. Supongo que habré pensado que la palabra no solo representaba al libro, sino que condensaba algo de lo que conté en los párrafos precedentes, pero ahora que puedo leerlo otra vez, me doy cuenta de que una palabra, más que una rúbrica, siempre es un deseo.
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La primera lectura es prospectiva, dice François Jullien, porque está a la espera de un después, aferrada a lo más sobresaliente, siempre apurada por dar vuelta la página. La relectura, en cambio, no es impaciente, sino degustadora, meditativa, no reproduce ni duplica la primera lectura, sino que la despliega. Tal como la segunda vida de la que habla el mismo autor y a la que me referí hace algunos párrafos, la relectura es una continuidad que obtiene su virtud del recorrido. Es la consciencia de la muerte o de las limitaciones, lo que multiplica la potencia, porque ya no se despilfarra energía en disimular los surcos del tiempo, sino que se escribe sobre ellos. Ya no se trata de la ilusión de escribir un libro genial, sino del interés de escribir la mejor versión posible y ofrecer ahí, alguna posibilidad de belleza. Por eso, no quise publicar los cuentos desnudos, oxidados, porque lo que no tiene la calidad necesaria nunca alcanzará la belleza de lo antiguo. Cuando me encontré con mi escritura de aquella época fronteriza, me di cuenta de que era necesario ese despliegue del que habla Jullien, porque si bien había tenido ideas sutiles, estaban escritas con trazos gruesos, propios de aquel tiempo de comienzos del aprendizaje. Quizá en algunos cuentos todavía quede algo de esos trazos, pero pienso que ahora son, en todo caso, la mejor versión de ellos mismos. Por eso creo que lo que hice con este libro es una tarea de restauración. Me gusta esa palabra porque solo se puede restaurar cuando se está dispuesto a frotar con cuidado cada palabra con la intensión de captar el reflejo de luz que la ilumine, pero sin más garantías que la paciencia y la voluntad de volver a poner en pie algo valioso, con una única ilusión: descubrir algún nido de belleza. Lo bello, dice Byul Chul Han, está en lo secundario, nunca en lo principal sino a su lado, un poco desviado, casi como una intuición. Ese valor, esa intuición, se la debo a Corina Vanda Materazzi que, con su propuesta de reeditar este libro, me hizo ver y leer y probablemente escribir, cosas que no tenía previstas, tal es la tarea amorosa del editor, por la que estoy muy agradecida.
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Este libro, aún reescrito, siempre será el primero, porque la materia prima con la que está construido es producto del corazón de mis intereses, preocupaciones y experiencias de aquel tiempo y si bien, ninguna historia es autobiográfica, quizá es el más autobiográfico de todos los que he publicado hasta ahora. Sin embargo, gracias a las virtudes del tiempo, regresé a estos cuentos como quien es llamado a ordenar una casa ajena, pero que en otro tiempo fue propia, por momentos con el tedio que puede generar que esa casa sea de los padres cuando uno ya hizo su vida en otra parte. Escribí, como en un propio palimpsesto, una palabra sobre otra, un verbo sobre otro, muchos silencios sobre frases innecesarias. Fue imprescindible también, reelaborar la puntuación con una forma más acorde a las necesidades narrativas. Me encontré con las frases de las que había estado enamorada, y dado que habían perdido su encanto, fue sencillo borrar párrafos enteros y crear elipsis donde antes no había podido. Porque no alcanza con decir “pasan quince días” para que el tiempo narrativo avance. Al releer el cuento “Agua del mismo caño” me di cuenta de que al escribirlo no contaba con esa forma de marchar que es la novela, entonces me encontré con transiciones arrebatadas en las que había intentado resolver con palabras lo que se construye con movimiento. De haber sido una idea de hoy, probablemente habría escrito con ella, una novela, quizá por eso pienso que el resultado tiene ese largo aliento.
En los cuentos de Eduardo y Marta quise conservar el humor, algo que, si bien creo que no he perdido del todo, se ha transformado o ha migrado en mi escritura hacia la ironía o la desmesura. Despojarlos del humor habría excedido las facultades de la restauración. Si bien cambié el nombre a dos de los cuentos, en ningún caso, ni en los cuentos de Eduardo ni en los otros, saqué o agregué personajes, modifiqué el narrador o el punto de vista, o alteré el contexto de las escenas o las acciones. En mis talleres suelo preguntar cuando alguien anda perdido con un cuento: “¿qué es lo que querés narrar?”. Recuerdo muy bien mis razones para cada cuento, y aunque admito que ya no son intereses actuales, me ocupé de mantener en pie esa voluntad narrativa y dotarla de relieves todas las veces que pude.
Cambié el orden de aparición de dos cuentos y “Cinco vueltas” pasó a ser el último, como debería haber sido siempre, ahora no me explico un criterio diferente. Decidí eliminar un cuento que se llamaba “De civil” por dos motivos. Encontré insalvable la primera persona que lo volvía forzado e inverosímil, y si bien la primera intención fue reelaborarlo en tercera persona, en medio de mis cavilaciones en busca de la forma, me di cuenta de que había algo irremediablemente efectista en ese cuento que resultaba una larga excusa para llegar a la frase final. Lo que ahora no admito es que un cuento tenga una única voluntad deliberada y que eso, además, sea cierto regodeo en el horror.
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Siempre digo que mis libros son lugares de los que me fui. Ese trabajo de escribir una palabra sobre otra, de volver a caminar por los surcos de la que fui en aquel tiempo fronterizo, abrió una zona en mi propia madriguera, así llamo a mi estudio, el lugar en el que escribo, en la que viví momentos a los que puedo aludir mejor con palabras de Kafka:
“En la desesperación del cansancio corporal quise algunas veces desistir de todo, me revolcaba sobre la espalda y maldecía la madriguera, me arrastraba hacia fuera y la dejaba abierta. Podía hacerlo porque ya no quería volver más a ella, hasta que horas o días después retornaba arrepentido, casi elevaba un canto por hallarla ilesa y con franca alegría comenzaba de nuevo a trabajar”.
Ahora que estoy llegando al final, que estoy escribiendo este prólogo, que para el lector es una bienvenida, pero para mí, una despedida de este libro, siento la alegría de irme una vez más. Irse. A veces pienso que ese es el gran meollo de la vida, aprender las formas de irse. Irse es una palabra pequeña y parece fácil. Este libro da vueltas sobre eso, sobre personajes que no encuentran la salida. Pienso que quizá no sea paradójico, que solo si yo me despido, el lector pueda encontrar un lugar.