Fui, vi y escribí: La muerte es una francotiradora

“Lleva una vida aprender a no ser joven”, dice a los 82 años la protagonista de una novela conmovedora. Este artículo reproduce el newsletter de Cultura: lecturas, cine, teatro, arte, música e historias que despiertan entusiasmo y, por qué no, fascinación o perplejidad

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"Sol de mañana", de Edward Hopper.
"Sol de mañana", de Edward Hopper.

Hola, ahí.

Es raro cuando el mundo arde a tu alrededor y sin embargo lo ves de reojo o a través de un vidrio esmerilado. Y a veces pasa.

Es lo que sucede cuando estás hundido en tu propio pesar; cuando nada importa más que el dolor íntimo y el de los que más querés. Seguís viendo, leyendo y escuchando, pero se impone una distancia inusual con el resto del universo. Una distancia que te aleja de los hechos y las personas pero que, a la vez, te permite por momentos pensar por fuera de la ciénaga en la que a veces deriva la coyuntura política.

Y, entonces, lo que usualmente te enfurece, se ve patético. Y lo que en días normales te abruma, te parece el colmo de la ridiculez.

Leonel Curia tenía 65 años. (Foto: Rocío Curia)
Leonel Curia tenía 65 años. (Foto: Rocío Curia)

Nuestro Gran Pez

Desde hace unos días el mundo que arde ya no lo tiene a Leo, como ya no lo tenemos nosotros, su familia. Leonel Curia era el hermano mayor de mi amor y mi casi hermano durante treinta años; el padre poeta de sus hijos, el tío narrador de los míos, capaz de colmar la imaginación de todos los chicos del mundo con monstruos inquietantes y delfines brillosos que nadarán para siempre en la bañera.

Leo era la pasión en persona y era también el hombre que amaba demasiado, como lo describió la mujer que más lo conoció y, acaso, la que más lo quiso. Peronista de Avellaneda, cocinero superior, hincha incorregible de Independiente, era nuestro Big Fish, el Gran Pez que siempre procuraba hacer y hacernos la realidad más hermosa.

Se fue cuando todavía tenía cuerda para rato y sin dejar de soñar con un país y con un club, en la metáfora y en la realidad. Con recuperar el club o con fundar uno nuevo, como el Román de Luna de Avellaneda, la película de Campanella que desde hace veinte años le daba letra para diálogos memorables con su amigo Claudio Minghetti, quien cuando Leo le preguntaba: “¿Cómo se hace un nuevo club?”, le respondía con una sonrisa, igual que Eduardo Blanco en la película: “Y, habría que averiguarlo”.

Escena de "Cómo se hace un club nuevo", de "Luna de Avellaneda", película de Juan José Campanella.

A quienes lo llamaban romántico y buscaban persuadirlo de que las cosas habían cambiado, les respondía como el personaje de Darín: “Que cambien de nuevo”. A los que aseguraban que los argentinos debíamos recuperar la dignidad, los corregía: “Yo no tengo que recuperar mi dignidad porque todavía no la perdí”.

Cuando algunas de las cosas que lo abrumaban comenzaban a estar en orden y los planetas apuntaban a alinearse, una noche se fue a dormir y no volvió a despertar. A la hora de su partida dejó todo en orden, hasta las lentejas en remojo para el guiso que no fue. Un banderín en el que comulgan el Rojo y Perón, con escudo, la imagen del general y los dedos en V, lo acompaña en su viaje.

Nuestro Leo querido, nacional y popular se durmió como Maribel. Y, desde acá, aunque esté distante, vamos a cantarle toda la vida.

Necesitamos creer que con el alma nos ve mejor.

"Centro blanco", de Mark Rothko.
"Centro blanco", de Mark Rothko.

Preguntas sin respuestas

La muerte cercana siempre te hace preguntas sobre tu vida pero también trae reflexiones acerca de cómo será la hora de tu muerte. Y es que, salvo la muerte elegida, nunca sabemos cómo y cuándo llegará el momento de dejar de ser, de estar, de desear. El aturdimiento por la muerte querida revuelve las preguntas pero nos sigue dejando sin respuestas.

Sabemos que la muerte puede alcanzarnos en cualquier momento, pero también pensamos en lo hermoso que sería vivir todo lo posible y de buena manera después de terminar de trabajar. Nos deseamos un futuro sin obligaciones y con calidad de vida; la cabeza da vueltas alrededor de los mejores planes para aprovechar ese plus que el sistema te deja a mano, un plus cada vez más breve porque la edad para el retiro se extiende cada vez más.

"Splash", de David Hockney.
"Splash", de David Hockney.

Recuerdo lo bien que se los veía a los jubilados europeos que viajaban por el mundo veinte años atrás. Pese a que era gente grande, había algo de vitalidad envidiable en ellos, con sus mochilitas a la espalda y sus zapatillas todoterreno. No era sobrevida lo que transmitían, era vida madura y disfrutable después de haber entregado al capital los años productivos. Duró poco: aquellos que pudieron aprovecharlo fueron muy afortunados.

Por eso, para los que no vamos a capitalizar este tramo de la vida de ese modo —somos la enorme mayoría de la humanidad— lo que resta es planificar lo que viene en la medida de nuestras posibilidades. Por mi parte, diseño tramos de futuro en mi cabeza y cuando me imagino anciana, concentro todo el deseo en ver crecer a mi nieta, en disfrutar belleza y en leer y escribir varios libros más. Algo de esa modesta programación a futuro, aún sin la ambición extensa que permite la juventud, me brinda calma.

"Ruth", de Adriana Riva, tiene una protagonista de 82 años que mantiene una curiosidad vital que no le impide reflexionar sobre la edad y sobre la muerte.
"Ruth", de Adriana Riva, tiene una protagonista de 82 años que mantiene una curiosidad vital que no le impide reflexionar sobre la edad y sobre la muerte.

La curiosidad vital de Ruth

Ruth tiene 82 años, piensa mucho y tiene un humor inagotable. Es médica, ella dice que dejó de serlo pero nadie deja de ser médico; tiene dos hijos grandes —uno la llama desde el auto, el otro, cuando pasea al perro— y dos nietas, toma clases de arte por zoom y va a la ópera. A contramano de la época, que todo lo reinterpreta, Ruth cree que no hay que facilitarles la cultura a los niños, pelea contra las versiones adaptadas de los clásicos e insiste con fomentar el saber.

Ruth quedó viuda hace diez años y aún recuerda a diario a su esposo. Con sus hijos, la distancia es pronunciada no por falta de amor ni cuidados sino porque los intereses no pueden ser los mismos. Es judía con orgullo y también con decepciones y, aunque va perdiendo destrezas poco a poco, sale mucho de su casa y va a la ópera con amigas. Muchas veces la salida termina en una cálida cenita afuera.

Toma mucho café, hace listas, resuelve crucigramas, lee sobre sus artistas favoritos —como la sueca Hilma af Klint, pionera del arte abstracto—, y casi no se ocupa de la limpieza de su casa a la espera de que Blanca ordene su desorden, como lo hace desde décadas atrás. Son mujeres que se conocen mucho pero se hablan lo indispensable.

Los 80 años pueden ser castigo para el cuerpo y también para la cabeza. Para Ruth, las tres de la tarde es la hora fatal, aquella que tiene que sortear para no hundirse en el sopor. Tiene amigas mayores, ya recluídas y que transmiten relatos en los que los hijos pasaron de ser cuidadores a carceleros. Pero tiene, también, otras amigas que comparten su voluntad por seguir activas, curiosas y enérgicas.

Obra de la artista sueca Hilma af Klint (1862-1944), pionera de la pintura abstracta.
Obra de la artista sueca Hilma af Klint (1862-1944), pionera de la pintura abstracta.

A esa edad, la amistad puede ser una lista compartida de lamentos pero también el consuelo amoroso y risueño o un juego de acertijos, un quiz sobre lo que alguna vez fue conocido o memorizado y que con el tiempo terminó deslucido como la piel o la vista.

La enorme e inolvidable Ruth es una construcción. Es el personaje principal y la narradora de la novela que lleva su nombre y su creadora es Adriana Riva, autora de La sal (Odelia, 2019), una hermosa novela que tiene en el centro muchas preguntas sobre la maternidad y los vínculos, a partir de un singular viaje que emprende una mujer joven y embarazada de su segundo hijo con su madre.

Ruth, la novela (Seix Barral), arranca con una cita de Chantal Akerman, una que dice “me gusta escribir lo que pasa aunque no pase nada, pequeñas nadas”. Más allá del prejuicio que nos lleva a pensar que una mujer de 80 años solo puede entregarnos decadencia o angustia por la proximidad de la muerte, las “pequeñas nadas” que componen esta novela de Riva son luminosas e inteligentes reflexiones sobre la vida, la maternidad, el amor, la vejez y la belleza, entre otros temas mayores.

Hilma af Klint en su estudio.
Hilma af Klint en su estudio.

Van algunas:

“Desde que murió mi marido, vivo en la cocina. Es el único lugar de este departamento donde me siento cómoda. Duermo y miro películas en mi cuarto, pero el resto del día me la paso sentada junto a la heladera, en camisón, estudiando movimientos artísticos, obras, mapas, palabras, fechas. Es mi manera de matar el tiempo, porque el tiempo se resiste a matarme”.

“¿Puede un color nombrar las tres de la tarde? Por el momento me alcanza con una onomatopeya: ahjjjj”.

“Aún hoy no sé qué es la muerte, salvo la parte intrínseca casi diaria, de la vida. (...) Como médica clínica vi morir a muchas personas. Muertes clínicas, hechos fatales, incluso casos de estudio, pero no me costó ni una hora entender que fue la muerte de mi marido la que inició la mía. Desde que él no está, me volví diminuta para el mundo…”.

“Cada vez me siento más extranjera entre la gente”.

“Mi nieta aprende y yo desaprendo. Estamos en las antípodas de la vida”.

“A veces tengo la sensación de que la vida es entrar por una puerta giratoria con minifalda y toca y salir con implantes y biaba”.

“Lleva una vida aprender a no ser joven”.

“Es difícil morir en el momento adecuado”.

“Mi judeidad no se aferra a ningún Dios, sino al recuerdo, al orgullo, al saber. Quisiera explicarlo con mayor claridad, pero con los años la claridad se enturbia”.

“Después de los ochenta, no se vive por una razón, simplemente se vive”.

“Me reconforta pensar que todo el arte ya se hizo, pero que no hay un artista igual a otro. A veces pienso que ya viví suficiente y a veces que aún me falta muchísimo por descubrir”.

El pintor Mark Rothko, junto a una de sus pinturas (Foundation Louis Vuitton)
El pintor Mark Rothko, junto a una de sus pinturas (Foundation Louis Vuitton)

Los libros que nos esperan

Muchas veces me preguntan cómo hago para leer tanto (una pregunta rara, tan rara como la de si ya leí todos los libros que están en mi biblioteca) y otras veces me preguntan algo más interesante que es cómo elijo los libros que leo.

La verdad, no sé si hay una regla en eso. Me mandan muchos libros, muchísimos, y la selección se va dando por diferentes criterios. En el caso de los autores que conozco por haberlos leído, la llegada de un nuevo título es una suerte de promesa. En el caso de los que nunca leí, depende. A veces son deudas conscientes que intento saldar, a veces es puro desconocimiento y entonces es igual al caso de los autores inéditos.

Con los autores más nuevos, suelo guiarme por recomendaciones que muchas veces hacen en sus redes grandes lectores (pienso en Horacio Convertini, en Claudia Piñeiro, en Virginia Cosin), otras veces las editoriales cuentan con muy buenos lectores entre sus editores y en sus áreas de prensa, quienes a través de sus mensajes consiguen atraerme. Otras veces es un diseño de tapa, un título, un texto de contratapa. Una foto. Una nota en un diario o una revista extranjera que me deja a la espera de una traducción. Ahora que lo pienso, siempre hay algo de promesa en la lectura.

"Autorretrato", de Leonora Carrington.
"Autorretrato", de Leonora Carrington.

En el caso de Ruth, se trata de una novela que esperaba y creo que es porque en su momento me había sorprendido y encantado La sal, por lo que la recomendé mucho. En la tapa, además, una mujer grande pero que viste como alguien que tiene muchas ganas de estar viva está de espaldas a la cámara y frente a una pintura de Mark Rothko, un artista que me gusta mucho. Si la edición de una nueva ficción de Adriana era una promesa lectora, el título breve y cercano —mi mamá contaba que habían querido llamarla Ruth, con th, pero que no habían aceptado ese nombre en el Registro Civil y por eso se llamó Fanny— y la calidez de la tapa me hicieron tirarme de cabeza.

Pero, además, la novela llegó como lectura en días especiales y de ausencias, cuando lo que necesitamos es imaginar un futuro posible en el que aún haya tesoros por descubrir. Una vez que terminé de leerla, emocionada por el texto, por el tono y por la potencia de su protagonista, le mandé a Adriana un mensaje por Whatsapp. Tenía sospechas pero quería confirmaciones. ¿Cómo pudo conseguir una escritora nacida en 1988 cincelar esa voz maravillosa de la narradora en primera persona, que la dobla en edad? ¿Quién o quiénes eran sus fuentes?

"George Gershwin", de Isamu Noguchi (1929).
"George Gershwin", de Isamu Noguchi (1929).

Después de intercambiar un largo rato sobre el mundo y la humanidad, sobre sus hijas y mi nieta, le pregunté qué la había llevado a pensar un personaje como Ruth y si había alguien en especial detrás de esa mujer chispeante e irónica, que no se deja doblegar por la melancolía.

Esto me respondió:

“Detrás de Ruth está mi madre. Pensé que no iba a confesarlo, pero siendo esta la primera pregunta que me hacen sobre el libro, esta es la primera respuesta que doy. Nunca fui buena guardando secretos. Mi madre, en términos literarios, es mi única historia.

Hace poco leí una entrevista en la que Siri Hustvedt decía que si su madre, que murió a los 96 años, no hubiera vivido una década más que su padre, su relación con ella habría sido diferente. Yo empecé a escribir sobre mi madre cuando murió mi padre. Supongo que escribo sobre ella para no perder por goleada.

Ruth tiene mucho de mi madre, pero traté de que tuviese poco de mi madre en tanto madre. Es decir: Ruth tiene mucho de Ruth, siendo Ruth una mujer mayor, viuda, judía, curiosa, amante del arte, la ópera, el café. Quería escribir sobre la vejez con sus achaques y sus aciertos, porque en la vejez hay audífonos y operaciones de cataratas, pero también muchísima luminosidad”.

"No me gusta mi cuello", de Nora Ephron (Libros del Asteroide).
"No me gusta mi cuello", de Nora Ephron (Libros del Asteroide).

La gracia brutal y luminosa

A Nora Ephron hay que leerla siempre. SIEMPRE.

Si estás feliz, porque disfrutás con su lectura un buen momento, si estás muy triste porque te ayuda a reír por su humor agudo, ácido, atropellador. Reírse o sonreírse en ciertos momentos puede ser un esfuerzo equivalente a subir el Aconcagua.

En estos días de duelo en los que cuesta tanto salir del agujero negro de la pena, leí algunos de los textos de No me gusta mi cuello, publicado por Libros del Asteroide. Fundamentalmente me seduce su modo de contar, lo bien que escribía, no puedo evitarlo. Y siempre sucumbo cuando habla de amor y desamor, como cuando reconoce que “es mucho más fácil olvidar a una persona si te engañas hasta convencerte de que en realidad nunca la quisiste tanto”.

Frívola encantadora, inteligente hasta la maldad, Ephron escribió sobre la muerte cuando la cercaba y lo hizo sin perder un gramo de ingenio y realismo.

“Cuando cruzas el umbral de los sesenta, las posibilidades de morir —o de contraer una horrible enfermedad que te acabe matando— se disparan. La muerte es una francotiradora. Ataca a personas que quieres, a personas que te caen bien, a personas que conoces: anda por todas partes. Podrías ser la siguiente. Luego resulta que no. Pero aún así podrías serlo. (...) Mientras, tus amigos se mueren, y además del vacío, el dolor, la culpa, te sientes absolutamente inútil. No puedes hacer nada. Todo el mundo se muere”.

La gracia brutal con la que describe en qué consiste aprender a dejar de ser joven (“A veces creo que no tener que preocuparse nunca más por el pelo es el lado bueno secreto de la muerte”) y el modo en que discute con aquellos y aquellas que tratan de convencerse y convencernos de que la edad trae sabiduría y por eso es algo buenísimo (“¿No les molesta tener que prescindir, por culpa de las arrugas en el cuello, del noventa por ciento de las prendas que podrían comprarse?”) me hacen mucho bien.

La recomiendo mucho: su obra es literatura, entretenimiento y, por qué no, terapia para tiempos duros y de altísima calidad.

Autorretrato de Hilma af Klint.
Autorretrato de Hilma af Klint.

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Ahora sí, te digo chau. Las imágenes de este envío son de obras de artistas nombrados en la novela Ruth, de Adriana Riva, tapas de los libros mencionados y un retrato de mi cuñado Leo (que me llamaba “cuñataí”) que hizo hace unos meses su hija, Rocío Curia.Mi mail es hpomeraniec@infobae.com.

Aunque aún no respondí los mensajes, quiero agradecerles a todos y a cada uno de quienes me escribieron la semana pasada. Me despido con un hermoso poema de Enrique Lihn que me envió a propósito de mi duelo Gonzalo García-Campo Almendros, un lector de estos correos y fiel oyente de Vidas prestadas, el podcast que conduzco desde 2019.

Hoy murió Carlos Faz

Porque un joven ha muerto

pido que me demuestren, una vez más, el valor de la vida,

antes de que este cielo de octubre me haga bajar los

ojos hacia una tierra en ruinas

y el canto de los pájaros y el canto de los niños se confundan

en un mismo lamento en lo alto del coro

y las flores de octubre sean los incensarios que me envuelven

con su perfume húmedo y oscuro.

Tú y yo lo conocíamos,

no tenía el deseo de morir ni la necesidad, ni el deber de morir,

era como nosotros o mejor que nosotros:

un hombre entre los hombres, alguien que día a día hizo lo suyo:

reflejar el mundo,

amar a la mujer, intimar con el hombre,

dar cuerda a su reloj,

transfigurar el mundo.

Obsérvense sus cuadros;

he aquí los espejos que retienen el aire del ausente, su imagen en imágenes,

lo que de él permanece despierto en su vigilia absoluta de objeto,

en su fácil vigilia;

allí todo está en orden, en un orden secreto que no irrita,

en un orden que asombra: caprichoso y exacto, hostil y delicado,

vivo, vivo,

luminoso como una sola estrella

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Espero que pases una buena semana y que el sol siga saliendo para todos. Hasta la próxima

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