En 2016, los liberales bienintencionados buscaban cierto tipo de libro. Necesitaban un manual sobre ese enigma, la clase trabajadora blanca, pero la guía que imaginaban estaba sujeta a varios requisitos. Por un lado, tenía que hacerles sentir magnánimos y amplios de miradas por preocuparse siquiera por el grupo demográfico al que responsabilizaban del asombroso éxito político de Donald Trump; por otro, tenía que ser llamativamente campechano, un reflejo de sus románticas ideas preconcebidas sobre escopetas y acentos gangosos en el campo. Por encima de todo, este libro no podía exigir demasiado. No podía contener teoría política ni, Dios no lo quiera, economía. En sus momentos de mayor ambición intelectual, podía aventurarse a hacer un poco de psicología, tal vez algunas estadísticas sencillas, pero nunca podía alejarse del territorio seguro y sentimental de la apelación emocional. En resumen, los liberales de derechas querían un emisario del corazón que les asegurara que Trump no los obligaba a cambiar de vida ni a reexaminar su política.
En este cuadro entra J.D. Vance, un recién graduado de la Facultad de Derecho de Yale con un don para decirles a los liberales lo que querían oír. Vance procedía de la ciudad de Middletown, Ohio, en rápida desindustrialización, y se presentaba como un experimentado susurrador de Make America Great Again (MAGA), la consigna que supo blandir Donald Trump. Aunque criticaba el nacionalismo de Trump se presentaba a sí mismo como un intérprete de las lenguas rurales que los cosmopolitas no hablaban. En su exitoso libro de memorias de 2016, Hillbilly, una elegía rural, explicaba que “Mamaw” era el apodo cariñoso que usaba para referirse a su abuela y que “holler” es el término regional para referirse a una hondonada entre las colinas.
Hillbilly, una elegía rural causó sensación, no tanto por sus supuestos méritos como por haber aparecido en un momento propicio. Provocó varias críticas excelentes, incluidas refutaciones en el New York Review of Books, el New Republic y el Guardian, pero en su mayor parte fue amado. En casi todos los medios de comunicación tradicionales, incluido éste, fue aclamado como una explicación elocuente y matizada del encanto de Trump, por lo demás desconcertante. The Wall Street Journal lo describió como “unas hermosas memorias” que se duplicaban como una obra de “crítica cultural sobre la América blanca de clase trabajadora”. The Economist alabó: “No leerá un libro más importante sobre Estados Unidos este año”. En el New York Times, donde recibió dos reseñas elogiosas, fue elogiado como “una guía de referencia civilizada para unas elecciones descorteses”.
Ocho años después, Vance se ha vuelto descortés, y nuestra política electoral aún más descortés. El escritor Irving Kristol caracterizó a un neoconservador como “un liberal que ha sido asaltado por la realidad”; Vance es un liberal que ha sido asaltado por la perspectiva del poder. En 2016, llamaba a Trump “el Hitler de América” en mensajes privados a un amigo; ahora, es el compañero de fórmula del ex presidente y su defensor más adulador. Pero las señales de su eventual giro fueron legibles desde el principio, al menos para quienes se preocuparon de leerlas.
En cierto modo, la fijación liberal en la clase trabajadora blanca -y, por tanto, en los campesinos y sus elegías- siempre fue errónea. Trump no fue elegido exclusivamente por los Apalaches blancos pobres. Como señaló Sarah Jones en New Republic, los enclaves ricos también desempeñaron un papel destacado en su victoria, pero estos lugares recibieron mucha menos atención mediática, probablemente porque eran menos curiosos para la élite urbana. Aun así, los Apalaches han soportado su buena dosis de injusticias, y el impulso de comprender su difícil situación era (y es) admirable.
El problema, por tanto, no era que los liberales esperasen aprender sobre las penurias en el holler, sino la forma en que lo hacían. No puede haber un emisario único para los más de 80 millones de personas que componen la “clase trabajadora blanca” en todo el país (no todos ellos tienen vínculos con los Apalaches, que es una región muy heterogénea). La fuerza de la personalidad no sustituye a la investigación. En su reciente libro Elite Capture, el filósofo Olufemi O. Taiwo advierte del fenómeno homónimo, por el que miembros privilegiados de grupos oprimidos se convierten en portavoces de esos grupos y, al hacerlo, los cooptan. Por ejemplo, los miembros de la “burguesía negra” que tan a menudo son el rostro de los movimientos por la justicia racial no hablan en nombre de la mayoría de los negros estadounidenses. En palabras de Taiwo, quienes tienen “poder y acceso a los recursos que se utilizan para describir, definir y crear realidades políticas -en otras palabras, las élites- son sustancialmente diferentes del conjunto total de personas afectadas por las decisiones que toman... Como parte del grupo más cercana al poder y a los recursos, suelen ser la parte cuyos intereses se solapan menos con los del grupo total”.
Éste es uno de los problemas de la política identitaria, con su manía de elegir enviados: Los miembros de un grupo marginado que gozan de suficiente tribuna pública para hablar en su nombre no suelen ser representativos. Vance, licenciado en Derecho por la Universidad de Yale y con un lucrativo trabajo en la empresa de capital riesgo de Peter Thiel, no es el típico campesino, y no hay garantía de que defienda los intereses de sus compañeros menos afortunados. Pero en 2016, no tuvo reparos en generalizar de forma poco generosa a partir de sus limitadas experiencias.
Porque observó a conocidos que usaban teléfonos móviles que él creía que no podían permitirse, concluyó que muchos apalaches de clase trabajadora gastaban habitualmente por encima de sus posibilidades; porque uno de sus vecinos de Middletown decidió no trabajar y luego se quejó en Facebook de las políticas económicas del presidente Barack Obama, afirmó que muchos montañeses estaban desempleados por pereza. Hay varias disciplinas académicas dedicadas a recopilar datos fiables sobre por qué la gente está de hecho sin trabajo, pero Vance desdeñaba los intentos de un estudio más riguroso.
Prefería gesticular tímidamente sobre lo que le parecía de sentido común, insistiendo en que sabía lo que era “no porque lo diga un psicólogo de Harvard, sino porque lo siento”. Al menos, el psicólogo de Harvard podría haber hecho una encuesta. No es de extrañar que haya todo un género de artículos –y, de hecho, varios libros enteros– dedicados a demostrar que Vance no habla en nombre de todos los apalaches.
Hillbilly..., por tanto, nunca fue una incursión sociológica precisa. Siempre fue una representación, una ostentosa muestra de autenticidad hogareña. En su incisivo correctivo What You Are Getting Wrong About Appalachia (Lo que se está entendiendo mal sobre los Apalaches), la historiadora (y también montañesa) Elizabeth Catte describía a Vance como “alguien con ideas remanidas sobre la raza y la cultura [que se hace] famoso vendiendo estereotipos baratos sobre la región”. Los personajes armados de Hillbilly Elegy son caricaturescos, al igual que su prosa. Por ejemplo, la primera línea. “Me llamo J.D. Vance”, comienzan las memorias, “y creo que debería empezar con una confesión: La existencia del libro que tiene en sus manos me parece un tanto absurda”. Es esta afectación –y no los vagos argumentos de Vance– lo que provocó la fascinación inicial de los lectores.
Perdiendo puestos de trabajo y esperanzas
Después de todo, el contenido de Hillbily... no es gran cosa. El libro es un puré de reminiscencias y especulaciones mal fundadas sobre una parte del país que “lleva décadas perdiendo puestos de trabajo y esperanza”. La familia de Vance es de Jackson, Kentucky, un pueblo cuyos habitantes “saludan a todo el mundo, se saltan de buena gana sus pasatiempos favoritos para sacar de la nieve el coche de un desconocido y, sin excepción, paran sus coches, se bajan y se ponen firmes cada vez que pasa una comitiva fúnebre”. A pesar del encanto de la pequeña ciudad de Jackson, los abuelos de Vance, Mamaw y Pawpaw, fogosos pero adorables, se trasladaron a Middletown, donde Pawpaw consiguió un lucrativo trabajo en Armco, una empresa siderúrgica.
Aunque la pareja consiguió cierta estabilidad, la madre de Vance, Bev, no. Durante una breve etapa como enfermera, se convirtió en una de las muchas estadounidenses de su grupo que se volvieron adictos a los opiáceos con receta. Las figuras paternas entraban y salían de la juventud y adolescencia de Vance mientras Bev entraba en una espiral, a veces violenta. Su deterioro reflejaba el de Middletown: A medida que Armco se encogía, el otrora bullicioso centro de la ciudad se reducía a una manzana de restaurantes de comida rápida y casas de empeño. Vance hace todo lo posible por parecer humilde cuando se trata de vencer a las adversidades. Cuenta cómo se alistó en los Marines, cómo se las arregló para salir adelante, cómo destacó en la universidad y cómo entró en la Facultad de Derecho de Yale.
Hillbilly Elegy es una entrada en el panteón de los relatos de superación, una especie de apéndice del género de autoayuda. Vance llega a admitir un amor “cursi” por Estados Unidos, el “mejor país del mundo”, y nos dice que “cada vez que aprendía a hacer algo que creía imposible... me acercaba un poco más a creer en mí mismo”.
En el fondo, se trataba de un discurso conservador al uso, plagado de las consabidas contradicciones. Vance reconocía la escasez de empleo en Middletown, pero atribuía la situación de los Apalaches a una cultura de “impotencia aprendida” e insistía en que muchos de los habitantes de la ciudad “eligen no trabajar”. Afirmó que “nuestros hábitos alimentarios y de ejercicio parecen diseñados para enviarnos a una tumba prematura” apenas unas páginas después de señalar que la comida rápida es el único alimento disponible en muchos pueblos de los Apalaches. Cuando los pobres piden “tarjetas de crédito con intereses elevados y préstamos de día de pago”, les reprocha su “comportamiento irracional”, sin despreciar a las instituciones financieras depredadoras. Incluso debatió si su madre era responsable de su adicción –y determinó que las circunstancias de nadie le dan “una tarjeta moral perpetua para salir de la cárcel”–, pero no mencionó a los gigantes farmacéuticos que inundaron deliberadamente la región de analgésicos.
Para el Vance de Hillbilly Elegy, las teorías de la conspiración eran otra forma de eludir la responsabilidad. “No podemos confiar en las noticias de la noche. No podemos confiar en nuestros políticos. Nuestras universidades, las puertas a una vida mejor, están amañadas contra nosotros. No podemos conseguir trabajo”, se burló. “No se puede creer en estas cosas y participar de forma significativa en la sociedad”. En su lugar, aconsejó a los campesinos que se pusieran los pantalones y solicitaran los puestos de trabajo que no existían.
Según pasan los años
A primera vista, parece que Vance ha cambiado de opinión. Los telediarios, los políticos y las universidades son precisamente los villanos a los que desde entonces se ha dedicado a denostar, y no muy sutilmente. (“Las universidades son el enemigo” es el título de un discurso que pronunció en la Conferencia Nacional del Conservadurismo en 2021).
En algunos momentos, Hillbilly... se lee como un artefacto de interés meramente arqueológico. En un 2016 tan remoto que apenas puedo recordarlo, Vance lamentó el “extraño sexismo” de la “cultura hillbilly”; cinco años después, acudió al programa de Tucker Carlson para llamar a los demócratas “un montón de señoras con gato y sin hijos.” La Mamaw de Hillbilly... practicaba una “fe profundamente personal (aunque estrafalaria)” y no podía hablar de la “religión organizada” “sin desprecio”; la semana pasada, cuando Vance la elogió en el escenario de la Convención Nacional Republicana, se había transformado póstumamente en “una mujer de una fe cristiana muy profunda”.
Quizá lo más importante es que Vance fue en su día un defensor del conservadurismo laissez-faire a la antigua usanza de la variedad del Instituto Cato. En 2016, el bloguero conservador Rod Dreher escribió que “una de las contribuciones más importantes de Vance a nuestra comprensión de la pobreza estadounidense es lo poco que la política pública puede afectar a los hábitos culturales que mantienen a la gente pobre”. Ahora, Vance ha abrazado el populismo nacionalista del movimiento MAGA, que pinta la pobreza como el producto de las fronteras abiertas y los tejemanejes globalistas.
Tal vez la transformación de Vance sea genuina; tal vez esté calculada. Sin duda es conveniente que su trayectoria ideológica se alinee tan estrechamente con la del Partido Republicano. Como señaló el periodista Simon van Zuylen-Wood en un clarividente artículo publicado en este periódico en 2022, el Partido Republicano lleva mucho tiempo arrastrándose hacia el “posliberalismo”, una orientación política “escéptica ante las grandes empresas, nacionalista respecto al comercio y las fronteras, y coqueta con el primer ministro húngaro Viktor Orbán”. (Dreher, por su parte, se ha convertido en un defensor tan ferviente de las tácticas intervencionistas del hombre fuerte Orbán que emigró a Hungría).
El posliberalismo pretende reescribir no sólo la ley, sino toda la vida ética estadounidense, y en cierto modo es una extensión natural del pesimismo sobre las soluciones políticas que impregnaba Hillbilly Elegy (y el correspondiente libertarismo que dominaba el Partido Republicano no hace tanto). Si la cultura es la culpable del declive de los Apalaches, se podría concluir que la política, tal y como se entiende tradicionalmente, no puede arreglar lo que nos aqueja. Otra posibilidad es concluir, como parece que ha hecho Vance, que los remedios políticos habituales no son lo bastante intrusivos o autoritarios.
Hillbilly... anticipaba el tono autocomplaciente que Vance adoptaría al concluir su pacto fáustico. Desde el principio, practicó el arte de tenerlo todo: En 2016, se autoproclamó un hombre común, aunque la existencia del mismo libro en el que fingía modestia desmentía sus pretensiones. Ahora que es un político con la misión de seducir a un público que detesta a los políticos, su estrategia es prácticamente la misma. Sigue reivindicando su condición de outsider haciendo de su simpatía un espectáculo, incluso cuando se convierte cada vez más en un insider. También en este caso se trata de una actuación que rivaliza y quizá supera su actuación de sencillez hogareña en Hillbilly....
“Seré un vicepresidente que nunca olvide de dónde viene”, aseguró Vance a los asistentes a la Convención Nacional Republicana. Estallaron en vítores. Me pregunto cómo se las arreglarán esos seguidores cuando se den cuenta de que es precisamente ganando como él y ellos han perdido. El costo de su éxito electoral es que se han convertido en lo que más desprecian: ahora son el establishment.
Fuente: The Washington Post.
Foto: Jabin Botsford/The Washington Post y AP/ Ben Gray.