Cuando me preguntan desde cuándo estoy con este “temita en la cabeza”, la respuesta es siempre la misma: no lo sé. Puedo decir cuándo fue el primer diagnóstico, pero nunca sabré cuáles de mis actitudes o acciones previas obedecieron a un trastorno que estaba ahí, sin que nadie lo note.
Un argentino suelto en Varsovia, a las tres de la mañana de un día de semana, intenta recuperar el aire y contener el lagrimeo para evitar que esa fisura emocional se convierta en una catarata de llanto. Lo consigue, tibiamente, y sin la necesidad de ese amuleto en forma de pastilla que lleva en el bolsillo “por las dudas”. Ese soy yo, el que escribe estas líneas, y que varias horas después enviaría sus percepciones a un cuaderno. Y ese cuaderno, con el paso del tiempo, pasará a nutrir una parte de un libro un tanto inclasificable, pero ya hablaremos de etiquetas.
Varsovia es un sueño. Es difícil de explicar para quien no la conozca, pero efectivamente es un lugar que parece salido de un cuento. Llegar a su casco histórico mientras el sol comienza a descender hace que el otoño resalte aún más el colorido de un lugar que nunca pensé que podría visitar. La cantidad de eventos que presencié en escasas horas hizo que me replanteara mucho mi cuadro psiquiátrico. En la cena conocí a Phan Thi Kim Phúc, una señora muy sonriente que iluminaba todo con su presencia. Todos la conocemos: es la niña del Napalm, la muchacha que quedó inmortalizada en una foto tomada por Nic Ut. Increíblemente, Nic estaba sentado a su lado.
Cuando todos fueron a dormir, yo salí a caminar rumbo al Ghetto. No era difícil de encontrar: prácticamente todo el casco histórico de Varsovia fue “el Ghetto”, una ciudad convertida en un campo de concentración masivo para los judíos durante la ocupación nazi. Allí, mientras recorría calles con noctámbulos que fumaban y reían en la puerta de los bares, no podía dejar de pensar en la interdimensionalidad temporal: imaginar cómo eran esas mismas calles, con esas mismas casas en los tiempos de la resistencia, cuando Adolf Hitler dio la orden de convertir la ciudad “en un lago”. Al regresar al Hotel Bristol no pude pegar un ojo de solo pensar que esa habitación alguna vez fue pisada por un hijo de puta: durante la ocupación nazi, en ese hotel funcionó la comandancia de Varsovia y por allí pasaron Ludwig Fischer, Josef Meisinger y Heinz Reinefarth, por nombrar solo a algunos de los responsables de las peores masacres vividas por la humanidad.
De la memoria de una guerra por la noche llegué a las consecuencias de otra por la mañana, una desatada tras la invasión rusa en Ucrania. No hay forma de prepararse para un centro de refugiados de guerra, ni pastillas que ayuden a sobrellevar la presencia de miles de personas con sus vidas radicalmente modificadas de un segundo a otro por un evento que no decidieron, no planificaron ni tenían en mente. Cuando conseguí tomarme un minuto en el avión de Solidaire que trasladaba a esas 250 personas rumbo a Canadá, agarré mi cuaderno y leí la última entrada.
No hizo falta mucho para que comenzara a contradecirme con una avalancha de pensamientos sobre cómo hacen los demás para sobrellevar su salud mental en momentos de crisis extrema, o si es cierto que los trastornos psiquiátricos son lujos burgueses, excentricidades de sociedades aburridas y sin conflictos que amenacen la vida. Obviamente, es una forma de autoflagelación, porque podía contarse a dedo cada uno de los refugiados cuyos comportamientos gritaban un estrés post traumático o una depresión galopante.
Cuando la editora Carolina Di Bella me tanteó para saber si estaba interesado en contar mi experiencia de paciente psiquiátrico, ella pensó en alguna de mis escasas publicaciones al respecto. Creí que había hablado mucho sobre el tema, pero fui a enumerar lo dicho porque, claro, no iba a perderme la posibilidad de sumar la neurosis obsesiva a mi currículum mental. En total, sumando escritos, podcasts y posteos en Instagram, acumulo siete publicaciones y una participación en la serie documental Hache de Jorge Lanata. Redondeamos en ocho. Nueve, por si se me escapó alguna. Muy poquito para una década transcurrida desde mi primer diagnóstico.
Dicen que no se debe escribir en caliente. No sé quién es el autor de esa frase, cuestionable desde todo punto de vista, pero casi nunca la he aplicado. “En caliente” tiene un sentido literario hermoso cuando a un texto se le llama “urgente”. Ahí pasa a ser algo maravilloso, una obra de coraje, o el adjetivo que más sea de nuestro agrado, pero no deja de ser el eufemismo de “en caliente”. Diario de un Roto es un texto urgente. O sea: fue escrito en caliente. Al menos la mayor parte de él. Tan “en caliente” que se cocinó en muy poquito tiempo y tardó aún menos en editarse y publicarse, como si nadie quisiera que se enfríe. Y es una curiosidad que no deja de ser, quizá, el mayor signo de nuestra época: que alguien hable de lo que todos saben, pero nadie quiere mencionar.
Hay un diario personal. Es cierto y no fue un recurso literario utilizado en algunos capítulos del libro. Desde mi adolescencia utilizo cuadernos de tapa dura y 194 hojas. Ese, el del lomo azul. Ya son varios, algunos se extraviaron con sus anotaciones y otros saltan aleatoriamente de un año a otro. Podría decirse que he sido pragmático con eso de la memoria selectiva y, sin embargo, a veces me gustaría contar con diarios de momentos cruciales.
Fui a bucear a esos diarios pero no para transcribirlos, sino para redescubrirme. Por eso la anécdota de Varsovia del inicio. Fue lo primero que abordé para el libro y es una de las pocas cosas que no se encuentran de forma cronológica. Mis libros anteriores fueron escritos por temas. Esta vez, fue todo de corrido, como corresponde a algo que se escribe en caliente, con la única excepción de Varsovia, que es una transcripción literal de mi diario.
Y si no se preguntó todavía por qué “en caliente” o “urgente”, se lo contesto de todos modos. He llegado a un punto de mi vida en el que me cuesta, y mucho, lidiar con mi propia existencia como para, encima, tener que consumir de forma permanente propuestas de soluciones mágicas y subestimaciones de padecimientos ajenos. Y cuando uno cree ya haberlo visto todo en terapias imposibles de corroborar de manera científica, aparece alguien que cruza toda esperanza de lo imaginable y consigue un nuevo negocio en el que el producto es el incauto que cae en sus garras.
Nunca transcurren más de un par de semanas sin que me entere de algún suicidio. Y estoy seguro de que no encuentro más porque no los busco. Personas que apenas pueden con sus vidas y tipos que le llaman trastorno a una emoción, maestros de la magia y de la dictadura del autocontrol, de conocerse a uno mismo, de poder sanar. Un mundo en el que todo avanza, a veces a lugares que nos cuesta aceptar, pero en el que la salud mental sigue siendo el mayor de los tabúes por más que parezca estar lleno de gurúes. Porque la salud mental es salud, y los profesionales de la salud no egresan de cursos dictados en jardines que huelen a incienso.
Que se hable mucho sobre un tema no quiere decir que haya una solución a la vista. Desde que varios artistas han decidido exponer sus malestares mentales, no faltó quien anunciara el fin del tabú. Ese tabú está tan vigente como siempre, acá, en el país con mayor cantidad de psicólogos por habitantes en todo. Pregunta simple, respuesta incómoda: dos currículums para un puesto laboral. Uno dice que se encuentra bajo tratamiento psiquiátrico, el otro no dice nada. ¿A quién contratamos? Y eso que el primer caso tiene un garante de capacidad, del otro no sabemos nada.
Es interesante que, en tiempos de ruptura de etiquetas, deconstrucciones y demás cosas, Diario de un Roto sea un dolor de cabeza para ser acomodado en las librerías. Las que lo colocan en “novedades”, no tienen mayores problemas. Las que dedican las vidrieras y primeras mesas a otros géneros, no logran tener un criterio unificado. Una lo ubica en Psicología, cuando no soy psicólogo. Otra lo pone en “Autoayuda”, como si fuera un chiste de alguien que me espió mientras escribía en caliente. Perdón, de forma urgente. Y es entendible. La venta de libros no deja de ser un negocio. Y si las cuentas la pagan soluciones mágicas, decretos al universo, golpeteos de dedos en la sien y aprender a perdonar a ancestros que no conocimos, eso es lo que debe venderse.
Mientras escribía me atacaban mis propios cuestionamientos. ¿Qué pensarán mis padres? ¿Qué dirán mis seres queridos? ¿Alguien se sentirá tocado? ¿Por qué debería disculparme por contar quién soy y qué me pasa? Lo único que me tranquilizaba era pensar en esas personas que no saben cómo lidiar con sus propios seres queridos. Y también en que el dolor debía servir para algo. Porque sí, no hay palabra que describa mejor un trastorno mental que “dolor”. Por algo nos atienden médicos, ¿no es cierto?
También ocurrió algo fantástico: mi vida siguió como siempre. Eso quiere decir que tuve momentos estables, momentos malos y otros realmente terroríficos. Si logré plasmar algo de esos vaivenes, me doy por pagado. Y si alguien encuentra este libro y descubre en sus hojas que le sirve, que se siente identificado, que puede ver que no es un alienígena suelto, que puede comprender mejor a su pareja, a sus hermanos, a sus padres, a sus hijos o a sus amigos, sentiré que valió la pena exponer mi cabeza al escrutinio público.
Y que valió la pena hacerlo en crudo, en caliente. Urgente.