Nadie puede decir que Marcia Schvartz sea una conformista. Creadora de un estilo inconfundible, en su figuración y cromatismo, a lo largo de su carrera se ha obsesionado en diferentes etapas que van desde sus “morochos” y múltiples retratados a los escenarios de una ciudad algo decadente, a las indias, las cerámicas, los paisajes (e historias) del Delta del Tigre a sus “textiles truchos” del Norte del país.
Gran parte de esa diversidad puede visitarse en la muestra Soy otras, de W—Galería, en la que se recorre en más de 70 obras desplegadas a lo largo de todo el espacio -salas, antesalas, pasillos y hasta en el descanso de las escaleras- su producción multidisciplinar desde los 80 hasta la actualidad.
Marcia Schvartz (Bueno Aires, 1955) comenzó su producción en los ‘70, luego de autoexiliarse por amenazas regresó al país con la democracia como referente de la llamada “nueva imagen” y, a partir de allí, se convirtió en una de las protagonistas más destacadas, no sólo desde los bastidores, sino también participando de debates y performances que buscaban cambiar un sistema anquilosado del arte. Con su personalidad políticamente incorrecta, recibió a Infobae Cultura para recorrer Soy otras y recordar algunos puntos de su carrera.
Como decíamos, las cuatro salas de San Telmo están organizadas por núcleos temáticos: retratos, cerámicas, instalaciones, y una sala dedicada a su serie Norte negro. También por primera vez se exhibe su archivo personal, testimonio de sus colaboraciones y procesos y, como periódicos y revistas con crónicas de los encendidos debates que se dieron, por ejemplo, en el Rojas post dictadura.
Acompaña la exhibición la nueva publicación Río mío, un exhaustivo recorrido por las obras que ha hecho sobre y en distintos puntos del río Delta, de Tigre, con texto e investigación de Roberto Amigo. Algunas de las obras del libro formaron parte de Caraguatá y Esperita, puesta del 2023 en Museo de Arte Tigre.
En la primera sala se encuentran los retratos. Desde su serie de “Los morochos” en los ‘80, Schvartz innovó en la figura masculina para romper con el estereotipo del “macho latino”, presentándolos en situaciones cotidianas, con esa impronta tan personal, en la que conviven rasgos de la nueva objetividad y el expresionismo alemán y en la que juega con los límites del realismo.
De aquella época se puede observar a El barba, un óleo sobre tela del ‘86, muy cerca a una de sus indias, serie en la que ingresó en los ‘90 y que críticos y marchantes “abominaron”, junto a una serie de piezas más actuales en la que utiliza, en otra de sus marcas creativas, diferentes materiales: de la técnica mixta, pastel tiza sobre lino o lápiz pastel sobre algodón, como sucede en toda una serie de cuerpo entero de los que “fueron alumnos con los que la relación perduró”.
“Entonces la idea un poco era agarrar esa frescura, que tienen la vida por delante y no están reventados. Están así a la expectativa, era un poco lo que quería agarrar y me parece que salió”, dijo la artista cuyas obras se encuentran en Museo Nacional de Bellas Artes, el Malba, el Museo Sívori, el Museo Reina Sofía (Madrid) y recientemente la Tate Modern (Londres), entre otras.
En el segundo nivel su costado más sardónico se presenta en un jardín de instalaciones que conforman un ecosistema de su mirada y experiencias en el mundo del arte, desde el representante del Estado, a la crítica de arte y gestores, como también se expresa su mirada política, sin dejar de lado la crítica social, en piezas como Rezo obsceno y La zorra (2012), Secretario de Cultura de El Impenetrable (2011) o Beauty & Arts (2022), cada una con muchísimo detalles, objetos, posturas, que dejan en evidencia su pensamiento.
“El artista también siempre tuvo la posibilidad de, a través de dibujos o cosas, denunciar algo. Es una práctica que está como perdida. Los últimos fueron los de la revista Humor”.
Sobre una de las paredes se extiende Berniadas —la referencia es evidente— realizado en 2001 “cuando empezaron los cartoneros” y que pasó por una muestra del Museo Sívori. “Hace mil años que no lo montaba, tenía todo guardado en bolsas y esperando el momento para mostrarlo”, cuenta sobre esta pieza de 8,5 metros de largo de acrílico sobre madera que se encuentra rodeado de hojas, de revistas, bolsas, papeles y otros deshechos de su taller que eligió puntualmente.
Con respecto a Boquita, el origen del mal (2019), instalación que ya pasó por el CCK y la Casa del Bicentenario, comenta que si bien no tiene “cultura futbolera”, le “gusta el fútbol” y que la pieza discurre por dos lados: “todo ese mundo que rodea al fútbol, la pelotudez del análisis o la mujer de tal futbolista, algo que no tiene la emoción del partido” y que tiene “totalmente narcotizado” a una parte de la sociedad.
Esta suerte de Buda de los bajos fondos, “un barrabrava”, que escucha desde su cama en continúo el mismo partido —el de la final de la Intercontinental entre el club de la ribera y el Real Madrid— está rodeado por otros símbolos, un platito de la SIDE, fotos del ex presidente Mauricio Macri y, entre otras, varias revistas con vedettes del showbusiness de otras épocas, “muy amigas de algunos poderes”. “El fútbol siempre tapa todo”, sentencia.
En el centro de la sala se encuentra Déjenme pintar (2020), un collage repleto de facturas de servicios públicos, cartas documento, recibos e impuestos que ahoga a Schvartz que parece gritar o salir asfixiada desde abajo buscando aire.
Por otro lado, en las salas del subsuelo se localizan las esculturas y los “textiles truchos” que fue realizando a través de distintas visitas al noroeste del país.
Un cuadro de la serie Norte negro, en la que trabajó con pintura asfáltica, se encuentra rodeada de cerámicas, algunas esmaltadas otra con la áspera textura del paisaje de la región, de flor de palo borracho, alelí, ukumara y khak’ lhikyu, por nombrar algunas.
De sus tantas visitas por el NOA, comenta, dejó “una cabeza de barro, como que emerge de la tierra”, realizada junto a Flor Califano, en el Centro Jallpa Kalchaki, de San Carlos, un pueblito cercano a Cafayate donde estuvo por un mes trabajando y de la que se puede ver una réplica en bronce en la jardín de la galería.
En la última sala, el cardón, las lanas con tintes naturales, la arena y pequeñas ramas se convierten en los elementos de un paisajismo preciosista, por momentos de tonos vibrantes, en otros tan oscuro como una noche que se cierra sobre un baqueano en el monte.
“Los llamo ‘tapices truchos’ —dice— porque todo está pegado. No es un tapiz, en el que el artista se pone a tejer. Me muero si tengo que hacer eso. El arte no deja de ser también apropiación cultural. La lana es un material increíble, yo las tiño, las pego, la mezclo con cerámica, con piedras, con espinas, con cachos de cardón”, explicó.
—¿Cómo es tu relación con los retratos?, ¿cómo abordás la materialidad de cada uno?
—Me encantan. Hay varias cosas que me encantan, el paisaje también, me tira el norte, la cerámica con la que me sale una cosa medio botánica. Pero el retrato me apasiona. Hay cosas que las pensás antes y otras que después que lo hiciste y decís “es por ahí”. Pero tampoco tenés certeza. Por qué querés poner un color y por qué otro y cómo surge la luz… son todas cosas medio mágicas que tienen que ver con la pintura o en este caso, con un dibujo.
Hay veces que elijo la superficie, como estas que son de lino, pero todo tiene que ver con la casualidad. Es un quehacer, uno se va acomodando también por lo que se va cruzando en el momento. Hay muchos factores. Uno de los factores es vivir acá, que por ahí no conseguís una cosa, no aparece la otra. Entonces, yo quiero ser pintor o artista plástico y este país también te obliga a este tipo de cambios, incluso con los materiales. Abajo hay una obra, Norte Negro, de una serie que hice con pintura asfáltica en el momento del menemismo, en pleno quilombo y porqué era lo que conseguía, así que cerraba.
—Ya es algo que se ha remarcado mucho sobre tu obra, que hay una cosa del personaje popular que al que te gusta interpelar.
— Laburo desde los años 70, de antes de irme, con personajes en una pizzería en Constitución o una madre esperando el colectivo con un hijito. Es algo que llevo puesto.
— Y eso lo trabajabas a través de fotografía. ¿Cómo hacías?
— Nunca me gustó. O sea, ya estás laburando sobre algo gráfico. Si tenés suerte te queda un Gorriarena. Si no estás de suerte es una cagada total. Yo no tengo nada que ver con ese lenguaje. Lo respeto, hay artistas que lo han usado muy bien. Hago un mini boceto, puedo mirar una fotografía por algo en particular. Creo que la perspectiva, todo, son cosas muy íntimas del pintor, del lenguaje de cada uno. Entonces ya estás usando el lenguaje de otro, el lenguaje de una supuesta realidad. El fotógrafo también altera esa realidad. Entonces ya estás laburando sobre la realidad alterada de otros. Eso es lo que pienso. Yo tampoco tengo ninguna verdad. No me gusta, que cada uno haga lo que pueda, lo que quiere. Hay que atreverse a dibujar, a pintar sin ningún bastón.
—¿Y crees que en el arte de hoy, quizás de las nuevas generaciones, hay un atrevimiento a no usar bastón?
—Sí, hay una pendejada bastante avanzada. Sí, sí. No los conozco bien porque estoy un poco retirada de ir a inauguraciones y cosas así. He visto por ahí a alumnos míos, que están muy bien lo que hacen, como Cartón pintado, que también me gusta. Hay otra gente que no me acuerdo el nombre y que me gusta lo que pintan.
—Hay toda una serie de artistas jóvenes, en sus 30, que tienen una estética y es inevitable hacer una conexión con vos.
—Eso es un honor. Hay que ver qué hacen después con eso.
—Incluso desde la composición de los personajes, más populares, hay una mirada que no solo remite a vos, sino también en la composición, el uso de colores vibrantes.
—Eso no me gusta tanto (ríe).
—Bueno, pero habla también de la influencia en artistas que quizás no son alumnos tuyos, como que formaste una escuela de alguna manera.
—Claro, un alumno no es solamente el de la clase.
—¿Qué te sucede cuando vas a muestras o eventos artísticos con lo que ves?
— Yo estoy muy agradecida a todos, pero cuando vas a ver un premio, por ejemplo, hay un montón de pibes. Bueno, no tan pibes. Vos te parás delante de ciertas cosas. Si te gusta la pintura, claro. Y otras seguís de largo. Hay mucha copia, también mucha chantada.
—¿Creés que siempre fue así o es más un tema de la actualidad?
—Cuando empecé en los años 70 a mandar premios inmediatamente se me acercaron tipos que vieron lo que yo estaba haciendo. Suárez, Distéfano, Gorriarena, que siempre me apoyaron o García Uriburu, que me compraba obras y dibujos. Cuando ves un artista joven que está muy comprometido con lo que está haciendo y tiene gente que los apoya, pasa un poco eso. Tenés que mover tu obra para que te vean. Eso siempre fue así.
—¿Es más difícil mover la obra para que te vean o encontrar tu propia voz como artista?
—Esto es muy largo y bastante difícil. También hay muchos que la pegan con algo y después siguen toda la vida haciendo lo mismo. Y da lástima, venía bien y de golpe algo gustó y vamo y vamo y vamo.
—Como que se va lo seguro una vez que encontraste tu espacio.
— Y encuentran ahí algún nicho donde vender. Acá hay distintos tipos de coleccionistas, digamos de compradores. A lo largo de los años ves como a artistas que daban para más, pero bueno, la vida, las cosas que pasan. Tampoco es fácil.
—Claro, la vida económica de un artista es irregular. Imagino que cuando te haces un nombre y tenés cierta circulación deben aparecer dudas con respecto a qué hacer, ¿en algún momento te encontraste en ese cruce, con ese conflicto?
— Me pasó muy fuerte cuando empecé con la serie de las indias, que había mucha gente que me apoyaba fuerte y dejó de hacerlo. Me decían ‘ay, viste cómo pinta tal’ y no sé qué y abominaron lo que yo estaba haciendo. Me decían que me copiaba de Gauguin, cosas totalmente estúpidas, y estoy hablando de gente importante del mundo del arte y también de críticos. El racismo acá es tremendo. Estuve diez años pintando a las indias, los ríos, con esos personajes dados vuelta. No podían entender cómo había podido hacer eso y encima algo latinoamericano. Una marchante me dijo en la cara que a mi público todo lo que sea latinoamericano no les interesaba.
—Ahora se dio un poco vuelta todo eso, lo latinoamericano, lo que remite a los pueblos originarios, a las tradiciones ancestrales, en la última Bienal de Venecia hubo mucha presencia de esas voces. Un poco te adelantaste a eso, cuando no era lo que se buscaba.
— Me alegro un montón. Hace 20 años me hicieron un vacío. Quedé sin galería, quedé sin nada. La gente estaba medio horrorizada. No fue pensado. Tuvo que ver con una casa en Tigre, donde empecé a mirar la naturaleza, al río, todo y me salió eso y yo feliz, feliz. Fue toda una investigación a lo largo de 10 años.
—No te entendieron en ese momento.
—La verdad, hay muy poca gente que entienda de pintura que le guste la pintura. Hay mucho snobismo y también mucha especulación con si se puede vender o no. Es un mercado que depende de la guita. Entonces se piensa “expone acá así todos van a verlo”, atrás de todo eso hay intereses, influencias.
— ¿Cómo te has llevado con ese mundo a lo largo de tu carrera?
—A las patadas al principio. Y después vas entendiendo cómo funciona. El otro día leí una cosa que me gustó bastante: un tipo que decía que si las artes plásticas no se hubiesen metido en el mundo de las finanzas no existirían más. Y tiene razón. O sea, lograron, no sé quiénes, meterlo a precio dólar, que se metan los cuadros en cajas de seguridad. Entonces hay un montón de gente que pinta porque quiere que su cuadro esté en una caja de seguridad. El museo ya no es el objetivo máximo. Si no existiera eso, habría un montón de gente que se dedicaría a otra cosa. Sí, es un pensamiento maligno, pero los pendejos piensan mucho en si van a vender, de qué van a vivir, mucho más en la plata, que en mi generación era como una mala palabra.
—Te gusta trabajar en series, un poco como que te obesionás con un tema y le das todas las vueltas que podés, ¿es importante la obsesión para la creación?
— Sí, hay cosas que te disparan, una especie de locura y empezás y seguís y seguís y seguís. Estoy segura que la obsesión es importante, hablo por mí, claro. Hay algo del artista con su producción, sea escribir o pintar, que necesita sacarla adelante. Hay cosas, igual, que empiezan a aparecer y por ahí cierran después de varios años.
—Tu obsesión, este juego constante con la materialidad en los “textiles truchos”, la indagación, ¿hay algo como de volver a ser niña cuando trabajas con estas obras?
—Sí, sin dudas. Los textiles tienen mucho de juego, te llevan a un lugar muy diferente que el de la pintura, donde se genera como otra tensión, porque estás pensando más, es otro lugar. La selección de las cosas que voy a usar, que están todas desparramadas por todos lados, las telas, los caracoles, las maderas, pensar en esa composición, tiene mucho de juego y también unirlo. Es algo que me hace muy feliz, feliz, feliz.
*”Soy otras” de Marcia Schvartz, en W-Galería, Defensa 1369, San Telmo, de martes a sábado de 12 a 18 hs, hasta el 14 de septiembre. Entrada gratuita.