Hace frío y es frío de julio y de este sur, pero es un frío de julio menor, quiero decir, hace menos frío que hace unos días, cuando hasta el pensamiento se volvía hielo.
Es momento de escribirte y parpadea un sol húmedo en la terraza.
Vengo pensando en este envío y tengo décadas de historia haciendo tam tam en mi cabeza porque la literatura esta semana vino por mí. Y no es porque haya estado leyendo más libros que otras veces, no. A veces alcanza con uno solo.
Hola, ahí.
Un Aira doméstico
Pero antes de hablarte de libros quiero contarte sobre un video breve que circuló en las redes y que algunos vimos en estos días más de una vez. Son menos de diez minutos y se trata de una entrevista a César Aira en su casa, durante el último verano.
CÉSAR AIRA, EN SU CASA, ¿me leíste?.
Un Aira de jean y camisa celeste, pelo gris y barba larga y blanca. Un Aira que ante la cámara de la TV sueca se recuesta en su cama a la manera de un forzado Onetti (sábanas a rayas celestes y blancas, sin acolchado) mientras acaricia un cuaderno rojo de espiral y explica que nunca le tuvo miedo a la página en blanco, que en todo caso eso “es una invitación a escribir” y que el peligro hoy es la pantalla, lo que llama “la página llena”.
En la web, dice, “ya están todas las imágenes, todos los libros, toda la música y las películas. Ya está todo hecho”. Y entonces, después de hacer ese comentario de presente apocalíptico, el ahora traducido y premiado Aira, el que cada octubre aparece en las apuestas por el Nobel, convoca a una pequeña revolución, la de “recuperar la página vacía”.
Aira en su dormitorio pequeñito y de muebles sencillos, con pilas de libros en cada espacio posible. Con paredes con humedad y cajas de cartón apiladas en un rincón. Aira en su silla gamer frente a la PC, con dos lapiceras Lamy de colores, a un costado del escritorio, y, al otro lado, un frasco de Eau Sauvage y la caja verde del complejo vitamínico cuya publicidad te asegura “el impulso que tu mente necesita”.
Un Aira que cuenta que escribe al modo distractivo y juguetón en el que caminan los chicos porque “a cada momento me voy desviando”. Alguien que aconseja suspender la escritura con una idea ya concebida para continuar al día siguiente. Un hombre que asegura que nunca pasa un día sin escribir.
Alguien que ya perdió la cuenta de cuántas novelas lleva publicadas, un escritor que en 1991, cuando todavía daba entrevistas a medios argentinos, me anunció en el bar en el que por entonces se instalaba a trabajar que estaba “escribiendo corto, cada vez más corto”. Y lo explicaba así:
“Cien páginas me parece un número ideal. Es, también, un modo de simplificar. No creo que vuelva a escribir cosas largas porque, incluso, algunos proyectos de novelas que tenía, como narrar la vida de una persona, veo que en cien páginas se lo puede hacer perfectamente. Además cien páginas simplifican también la vida del escritor, porque el inconveniente de escribir novelas largas es que cuando uno comienza a escribirlas no sabe si va a salir bien y dedicarle un año a algo que no valga la pena es como para terminar con la carrera de cualquiera. En cambio, 100 páginas, a tres páginas por día, se terminan en un mes. Y un mes uno puede sacrificarlo, ¿no?”
Aira está feliz. En medio de la nota (y del regalo de sus risas) recibe el llamado de su tía de más de 90. Y recién entonces se disculpa, atribulado, y dice que es el día de su cumpleaños. Que cumple 75, “un gran pequeño número, tres cuartos de siglo”. Y cuando su interlocutor se disculpa por haberlo interrumpido en un día tan especial, le responde que no hay problema, porque igual “iba a estar acá, solo”.
Felicidad sueca
En esos minutos de sonrisas, Aira habló también del tema de la calidad literaria. En realidad, subestimó esa idea y la consideró una esclavitud y dijo que uno nunca puede ser buen juez de lo que escribe. Recordé que en la nota del 91 habíamos hablado de algo parecido. Fue cuando le pregunté por su idea acerca de que el futuro de la literatura estaba en la “literatura mala”.
“Lo que tiene de bueno la literatura mala es que opera con una maravillosa libertad, la libertad del disparate, de la locura, y a veces la literatura buena es mala porque para ser buena tiene que cuidarse tanto, se restringe tanto, que termina siendo mala”, dijo. “Termina siendo aburrida o, directamente, no vale la pena leerla. Es como ese poema que está en Ferdydurke, de Gombrowicz, que tiene esos versos tan correctos, y en lo que se llama Mi traducción, el personaje repone como: ‘Los muslos, los muslos, los muslos, los muslos, los muslos, los muslos, etcétera’. Algunos de esos libros de Marguerite Yourcenar, Octavio Paz o Milan Kundera, que se suponen buena literatura, podrían traducirse interiormente como: ‘Estoy bien escrito, estoy bien escrito, estoy bien escrito, etcétera”, y eso es todo. Y uno querría otra cosa, ¿no?’.
—¿Vos decís que esos libros funcionan como de acuerdo a un ‘deber ser’ de lo que es la buena literatura?
—Exactamente. Una buena literatura es buena en relación con normas establecidas. Si la función de la literatura es inventar normas nuevas, no podemos limitarnos a seguir obedeciendo. Hay una cosa que les suelen decir a los escritores ya maduros y es: “Vos, aunque te lo propongas, no vas a poder escribir mal”. Yo he estado buscándole la vuelta a eso, a ver si, sin necesidad de degradarme, puedo llegar a escribir mal. Pero ocurre que el asunto es más complejo, porque hay que pensar que para un lector sofisticado, hoy en día lo inesperado también es algo qué está esperando. Otro lugar común de los escritores argentinos es el de preocuparse por hacerse traducir en el extranjero. Eso no significa absolutamente nada, es la nada, es un pedazo de vacío que nos tiran por la cabeza.
(Hoy no parece pensar así, Aira. Las traducciones le importan, las lecturas del extranjero le importan, basta ver su alegría en el momento en que le entregan cuatro de sus novelas en edición sueca…).
Poesía, canción y rezo
La poesía me queda grande, enorme. Por momentos me paraliza. Leo poesía, siempre lo hice y en mi formación no faltaron las lecturas sobre el género, pero nunca hice reseñas de libros de poemas, no sabría cómo hacerlo. Es como si me sintiera socia de otro club, el de la narrativa, que incluye la ficción pero también todas las formas del ensayo, memorias, diarios, biografías y autobiografías.
A lo largo de los años y sin pensarlo demasiado conseguí escribir sobre cine, sobre teatro, sobre artes visuales, como si hubiera algo de la literatura que me formó que me ayudara a hacerlo. Pero con la poesía me pasa como con la música: me alcanza, me emociona, me conmueve, pero nunca sé qué decir ni cómo hacerlo.
La poesía me paraliza, digo, y eso se traduce en que no tengo discurso para conversar o debatir sobre el tema y en que tampoco conseguí generar una retórica o mimetizarme con alguna ya existente para pensar, para opinar, para decir algo. Para hablar de poesía me faltan las palabras, es eso. Me inhibe el género y me inhiben también algunos poetas, sobre todo varones y mayores, muchos de ellos devenidos tótems de sí mismos.
El año pasado, superando todo pudor, entrevisté a Diana Bellessi y me animé a hacerle preguntas chiquitas, elementales, como estas.
— ¿Se puede saber mucho de poesía?
— No. No, la poesía es un misterio por antonomasia, creo. Y se parece a la oración. Así que no hay mucho que saber ahí.
— ¿Qué sentiste en ese momento, cuando supiste que la poesía había llegado a vos?
— No lo sé. Algo misterioso y muy emocionante, pero no sé en qué consiste. Creo que es parecido a la emoción que te produce el canto, digamos. Por eso creo que música y poesía están siempre tan unidas. Por más que las vanguardias hayan intentado desmentirlo, ¿no? Finalmente, yo me crié en la vanguardia. Pero siempre volví al canto. (...) La canción es la prima hermana del poema, en realidad, ¿no? Están muy cerca una del otro. Solo que uno no depende de una música sino que es la intrínseca música de la poesía, digamos.
— Mencionaste a la oración en relación con la poesía…
— Algo del rezo. No importa en qué idioma o en qué fe; algo de eso que te trasciende, simplemente. Que es muy fácil que te trascienda toda la vida. Pero esa conciencia de que uno es una cosa minúscula en el infinito te lo da mucho la poesía.
Poemas en la puerta de la heladera
Aunque me cuesta hablar y escribir sobre poesía, me animo a decir que el nuevo libro de Martín Prieto (Rosario, 1961) no es un libro más. Tal vez me animo porque, aunque habla de poesía, aunque analiza y pone en juego la poesía, lo hace como poeta pero, sobre todo, desde otros lugares y muchas veces al mismo tiempo. Prieto escribe como maestro, como alumno, como amigo, como crítico, como periodista cultural, como lector. Prieto escribe como lector, ahí está.
El libro se llama Un poema pegado en la heladera (Blatt & Ríos), atrae desde una tapa color amarillo estridente con incrustaciones de post its de colores brillantes, y está compuesto por 23 capítulos o notas o clases y procuro que esto, así como lo digo, no sea tomado como divague sino como un intento de describir un artefacto nuevo porque el libro de Martín es, a su modo una autobiografía literaria, con poemas y versos como mojones de esa vida y con historias y anécdotas como anzuelos irresistibles, efemérides amorosas de un camino lector.
Los nombres de los capítulos como títulos de poemas y la bibliografía al final de cada postal, son puro plus. Me cuesta elegir por dónde empezar, como me cuesta elegir qué destacar de este tesoro literario que Prieto elige iluminar. Pero ante todo, la lengua.
Ahhh, cómo escribe este señor; si supieras, lector, cómo te lleva el autor por la deriva de la lectura y de la historia. Hay raptos de melancolía pero lo que se lee es pura dicha lectora. Es como escuchar hablar a su autor y es, a la vez, asistir a una prosa delicada, serena, diría, pero también brotada de citas pertinentes, de poemas ajenos y de humor e ironía inteligente y sin jactancia.
Por ese camino, puede hablarte en uno de sus capítulos de Rubén Darío y también va a contarte la historia de su biógrafo, Vargas Vila. Va a escribir sobre lo que arrancó como enfrentamiento entre dos intelectuales a fines del siglo XIX y terminó en amistad a comienzos del XX, pero antes te habrá contado el modo en que un amigo le regaló tiempo atrás el volumen 35 de las obras completas de Vargas Vila, tendrá tiempo para recordar “una tarde, de esas lindas tardes sin principio ni final de la juventud”, cuando se llenaba de polvo en la librería Longo mientras buscaba sorpresas en los estantes, y, antes aún, reflexionará sobre lo complicado que es siempre regalarle libros a un buen lector y las estrategias a utilizar para esa ofrenda, porque “los catálogos de las bibliotecas de los amigos no están online”.
En apenas ocho páginas de un libro de formato pequeño, Prieto también se hará espacio para hablar de la muerte. De la muerte amiga o de la muerte de los amigos y de las despedidas literarias, a partir de un poema de Manuel Bandeira sobre su amigo Mario de Andrade.
Anunciaron que moriste.
Mis ojos, mis oídos lo atestiguan:
El alma profunda, no.
Por eso no siento ahora tu ausencia.
(...)
Tu no te has muerto: te fuiste
Diré: Hace tiempo que no escribe.
Iré a São Paulo: no vendrás a mi hotel.
Imaginaré: Está en la quintita de São Roque.
Sabre que no, te fuiste. ¿A otra vida?
La vida es una sola. La tuya continúa
En la vida que viviste.
Por eso no siento ahora tu ausencia.
Lo que se lee en el libro de Prieto es una introducción a las formas de la poesía, reflexiones sobre la construcción de algunas generaciones literarias y sus legados y también sobre el actual momento del género, cuando hace tiempo ya no es popular.
Pero, y esto es clave, este libro es también el relato de décadas de literatura argentina con un centro que no es el de Buenos Aires sino Rosario, la ciudad de Martín, aquella en la que nació y vive. La de los autores consagrados y también los más secretos. La de las facultades, las librerías y los bares. La misma en la que creció Elvio Gandolfo. La de Mirta Rosenberg y su lectura en un congreso en la Facultad de Humanidades, el día en que, como respuesta a un auditorio que aplaudía y bramaba tal vez en exceso, la poeta acomodó sus papeles mirando al público, dijo: “Déjense de joder”, y se fue.
La Rosario que recibió lo que quedaba de la biblioteca de Marechal de manos de su viuda. La de Fontanarrosa dando notas en el bar Augustus a comienzos de este siglo. La de María Teresa Gramuglio escribiendo textos fundantes de la crítica argentina que todos usamos (y abusamos) como aquel de las figuras de escritor que los escritores construyen en sus obras. La de las visitas de los grandes poetas y los encuentros saerianos, asados incluidos. (A propósito, Prieto es uno de los mayores conocedores de la obra de Saer y editor de varios libros sobre su obra y su poética).
Me gusta, me identifico, con su “me acuerdo” constante como un modo de ir a historias como la de Juan L. Ortiz en 1964 (narrada alguna vez por Saer), un Juanele vestido de blanco y sombrero de paja esperando el vapor que traía a poetas como González Tuñón en el puerto de Paraná. O a aquella frase que solía usar Perlongher de “sacar al poeta del lugar del boludo” y el verdadero origen de esa idea, que estaba en una frase de Osvaldo Lamborghini, o a los enfrentamientos más o menos velados de machos alfa de la poesía entre Gelman y Leónidas Lamborghini o a la recuperación de la obra de Emma Barrandéguy o a la muerte joven de Ana Teresa Fabani.
Y si el libro es una historia de la poesía desde el gusto personal, es también espacio para una figura menos conocida, su tía Beti, empleada en la Biblioteca del Instituto Ravignani y autora de cuentos publicados en La Prensa, cuentos que nunca se resolvieron en formato libro porque, según decía, “no querría atender a periodistas”.
Hay en este capítulo una lectura íntima y apasionante de un intercambio epistolar entre Beti (su nombre era Marcelina Jarma) y su amiga, la poeta Juana Bignozzi, quien en 1974, después de la muerte de Perón, se fue de la Argentina con su marido Hugo Mariani porque “no queríamos vivir en un país montonero”, como contó en una entrevista.
Para Prieto, las mujeres hablan como personajes de Manuel Puig. Así repone algunos fragmentos:
“Creo que he avanzado en el hermoso camino donde quedan de lado las amas de casa, los niñitos, las plantitas y sólo empiezan a aparecer libros, y esas cosas. Pienso que con un poco de empeño lograré morirme rodeada no de una familia, sino de algunos locos como ciertos y pocos amigos y muchos, muchos poemas y muchos libros” (Juana B.)
“YO ESTOY VIVA, TENGO 37 AÑOS, QUIERO SER CULTA, ESCRIBIR POESÍA Y ME IMPORTA UNA MIERDA PENSAR QUIÉN QUISO JODERME (si mi papá, Perón, la poesía social) ME INTERESA QUE NO LO LOGRARON”. (Marcelina)
Mi vida en paralelo
Retrocedo un poquito porque quiero explicar eso de que “me identifico” con las formas en que el autor llega a sus recuerdos, a ver si me sale. Con Martín Prieto nos conocemos hace muchos años, muchísimos, diría. Tal vez él recuerde quién nos presentó y dónde o cuándo nos conocimos, yo no logro hacerlo. Sí sé que siempre sentí que hacíamos un recorrido paralelo con la literatura y me atrevo a buscar el origen de esta sensación en algunas razones, entre ellas porque ambos nacimos en 1961, porque su padre (Adolfo Prieto) fue maestro de mi maestra (Beatriz Sarlo) y porque mi otro gran maestro, Nicolás Rosa, fue uno de los grandes intelectuales y docentes rosarinos.
Hay, entonces, una cercanía casi familiar, en términos de familia literaria con Martín, y también en nuestra admiración compartida por la obra de Saer y en un recorrido, como decía, paralelo, que sin embargo tuvo puntos de encuentro —Aira, alguna vez también un enamorado de Rosario, antes de las luces nórdicas— y nombres y apodos entrañables que podríamos enumerar a ciegas a la una, a las dos y a las tres sin que ninguno tuviera que recurrir a apellidos ni a más datos.
Y si estoy conmovida en estos días es porque el recorrido que hace Un poema pegado en la heladera no solo me atrae o me interesa como lectora sino que me estremece, porque, de algún modo, es también el mío, pero narrado desde otro ángulo y otro escenario: mientras yo leí y conviví con el mundo literario desde la narrativa, lo que Martín regala desde su libro es una infancia en los 60, una juventud en los 80 y una adultez a partir de los 90 desde la poesía y en Rosario, lo que me permite ver mi propia vida desde una perspectiva cercana pero diferente.
Pero más allá de mi propia experiencia con esta lectura, sé perfectamente que este libro es una gran guía para quienes quieran iniciarse en la poesía o para aquellos que anden con ganas de ordenar historias e ideas de la literatura argentina y sus autores, también formados por escritores de otros orígenes.
Lo recomiendo con fervor también a aquellos que, como yo, le tienen excesivo respeto a la poesía, una reverencia paralizante. Lo que Prieto consigue es que cualquiera que lee su libro termina creyendo que puede aprender. Y eso es un montón.
Un gran recorrido
Si te interesa saber más acerca de la poesía y de historias de los poetas, hay un libro que publicó el año pasado la poeta María Malusardi que, de alguna manera, va en la misma dirección que el de Prieto.
Malusardi toma una cita de Pedro Salinas y titula su libro Nadie sabe qué hacer con los poetas (Llantén). Allí reúne notas, entrevistas y reflexiones sobre poesía y poetas —como César Vallejo, Alberto Szpunberg, Arnaldo Calveyra, Paul Celan y Marina Tsvetaieva— que se proponen “generar el deseo por la poesía”.
Lo consigue a través de un viaje conocedor y amable, muy apropiado para lectores temerosos de la presencia poética como una luz que encandila.
Hoy me despido con un poema de Daiana Henderson (Paraná, 1988), que figura en el libro de Prieto. Martín lo toma como ejemplo de aquellos poemas que consiguen arañar la persistencia, instalarse en sus lectores al punto de que uno podría citar su final, antes de que el poema se termine.
Dice así:
Papá aflojó los tornillos
para que aprendiera
a andar sin las rueditas.
Ella me llevó a la vereda de tierra
que rodea al hipódromo,
justo enfrente de casa.
Y cuál es la necesidad
de aprender a sostener
mi cuerpo todo de nuevo.
Le hice prometer que no
me soltaría por nada del mundo;
giraba apenas mi cuello
para ver que ella siguiera ahí,
corriendo justo detrás mío,
agarrándome de la parte baja del asiento.
«Yo no te suelto —me decía—,
yo no te suelto»,
pero para ese entonces
ya estaba pedaleando sola
y no me daba cuenta
de cómo ella se alejaba de mí,
aun quedándose quieta
entre los troncos viejos y gruesos.
Me enojé tanto cuando me di vuelta
que rechacé ese objeto
a un costado de la vereda
y quise volver a casa.
Ahora voy esquivando colectivos,
haciendo finitos, calculo
el tiempo exacto para pasar en rojo
y no morir en el asfalto,
pero así y todo no voy a reconocerlo.
He decepcionado muchas veces a mi madre
y sé que seguiré haciéndolo.
No hay lugar en el mundo
para dos personas iguales,
ni siquiera lo hay en una casa,
y por eso me fui apenas terminada la escuela.
Pero es necesario para que mamá aprenda.
El equilibrio se fabrica con la distancia,
si nos quedamos quietas
seguramente nos vamos a caer.
Ahora rebobino el cassette
y resulta que soy yo la que se aleja
mientras ella se queda parada,
palideciendo bajo el sol de un domingo.
Pero yo no te suelto, mamá,
yo no te suelto.
Un dato más: hay consenso acerca de que Cumpleaños es una de las mejores novelas de Aira, la releí hace poquito y me volvió a gustar. Es en primera persona y el narrador cumple -cumplía- 50 años, otro “gran pequeño número, medio siglo”.
Las imágenes de este envío son pinturas basadas en poemas o inspiraciones de poemas y también las tapas de los libros mencionados. Una vez más te recuerdo mi correo: es hpomeraniec@infobae.com.
Te deseo una hermosa semana. Hasta la próxima.
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