Sus monumentales puertas han sobrevivido siglos desde la era de los sultanes, pero al cruzar su umbral, la realidad es otra: bajo las bóvedas pintadas del Gran Bazar de Estambul, la artesanía ancestral va muriendo, asfixiada por las falsificaciones. En la punta de un pasillo, un adolescente vende falsos perfumes Dior a 10 euros, enfrente de unos abrigos Moncler falsificados. Más allá, una turista le paga 40 dólares a un vendedor por un bolso Michael Kors, también de imitación.
“¡Toda Europa viene aquí! Incluso esposas de futbolistas”, dice sonriendo Kemal, que a sus 36 años ha pasado 20 en el Gran Bazar, uno de los mayores mercados cubiertos del mundo, visitado cada año por millones de turistas extranjeros.
Sus bolsos de piel Celine, falsos, y sus Saint Laurent en cuero acolchado “son de la misma calidad que los originales, pero entre cinco y diez veces más baratos”, afirma el comerciante, que prefiere callar su apellido por temor a una inspección.
Los veteranos del bazar, que recuerdan los tiempos en que los pasillos rebosaban de artesanos, observan con desesperación cómo lo falso se ha ido apoderando del lugar.
La elegante tienda de alfombras de Hasim Güreli, vicepresidente de la asociación de comerciantes del bazar y miembro de su Consejo de administración, está rodeada. “Antaño, las imitaciones eran escasas. Cuando unos cuantos se pusieron a vender bolsos falsos, lo hacían a escondidas. Tenían miedo del Estado”, cuenta el hombre, de 55 años.
“El bazar ha perdido su carácter único: ya no hay más que productos importados o falsificados y esto cada año va a peor”, se queja Gazi Uludag, que vende juegos de té dos pasillos más allá.
En su puesto de alfombras artesanales, Florence Heilbronn-Ögutgen comenta entristecida que un amigo marroquinero, “que hacía bolsos de un cuero muy hermoso”, tuvo que bajar la persiana porque el oficio ya no le daba para vivir.
“¡Ahora, las tiendas más bonitas son las de imitaciones! Solo ellos pueden pagar los alquileres, de 10 a 15.000 dólares mensuales, del pasillo principal. Están acaparándolo todo”, denuncia la vendedora, presente en el bazar, de casi 600 años de antigüedad, desde 1998. “Los que se dedican a la artesanía no pueden continuar. El bazar está perdiendo su alma”, sostiene, preocupada porque “una determinada clientela, de alta gama, ya no venga por no querer ver más que falsificaciones”.
Turquía es uno de los principales países de producción y tránsito de artículos falsificados, por detrás de China y de Hong Kong, y lo falso representa una fuente de ingresos que, en parte, termina en las arcas del Estado, sobre todo en forma de impuestos.
El resto alimenta toda una economía, desde los pequeños vendedores minoristas a los mayoristas, que exportan también a la Unión Europea.
“Los beneficios son enormes. Hay bolsos que se venden por miles de dólares en el Gran Bazar”, apunta Dilara Bural, profesora de Criminología en la Universidad de Bath, en Inglaterra. “No podemos decir que todas las falsificaciones de Turquía estén relacionadas con el crimen organizado. Eso no es verdad”, señala.
Según ella, esa actividad viene facilitada por “una importante tolerancia cultural” que, “en algunos casos, se extiende a quienes supuestamente deben hacer aplicar las leyes, los policías y los jueces”. Las grandes firmas del lujo recurren a bufetes de abogados turcos para intentar poner coto a ese lucrativo negocio, pero el Gran Bazar es como un rompecabezas.
“El problema es que se necesitan órdenes de allanamiento para cada dirección. Y hay miles de tiendas en el bazar, así que hay que hacer miles de órdenes”, explica Sena Yasaroglu, abogado en el despacho estambulita Moroglu Arseven, donde veinte personas trabajan en casos de propiedad internacional.
Un portavoz del Consejo de administración del Gran Bazar afirma, no obstante, que “la policía de Estambul efectúa [allí] inspecciones frecuentes”. Frente a su microscópica tienda de 2,5 m2, que alquila por 1.000 dólares al mes, Murat reconoce que “cada día” piensa en los controles.
En 2018, la policía registró su tienda y se incautó de 800 bolsos falsos, que le costaron a él y a su hermano 40.000 euros (unos 43.500 dólares), entre la multa que les impusieron y los honorarios de los abogados.
Aún así, Murat, de 27 años y oriundo de la provincia agrícola de Sanliurfa, en el sureste del país, volvió al negocio en cuanto pudo. “No tengo elección”, se defiende. “Si no, ¿qué voy a hacer? ¿Volver a ser pastor en el pueblo? No quiero”.
Fuente: AFP
[Fotos: Yasin Akgul / AFP]