Horacio Tarcus es historiador, docente, editor, archivista y escritor. Es, sobre todo, conocido por ser una suerte de rey de los archivos de la izquierda argentina. Estudió Historia en la UBA y se doctoró en la Universidad de La Plata. Es docente de la UNSAM e investigador principal del CONICET. Fue uno de los fundadores del CeDInCI, institución que dirige. Recibió la beca Guggenheim, el premio Konex. Publicó, entre otros libros, el Diccionario biográfico de la izquierda argentina, Marx en la Argentina y La Biblia del proletariado: traductores y editores de “El Capital”.
Su último libro, que de alguna manera se corre un poco de su línea tradicional, es Ricardo Piglia, Introducción general a la crítica de mí mismo (Siglo XXI), que reúne unas frondosas conversaciones que mantuvo con el autor de Respiración artificial y cuenta con un gran prólogo de María Moreno. Se trata de un trabajo que recupera la formación lectora y política de Piglia: las charlas tuvieron lugar en el CeDInCI, a finales de los 90 y también participaron en algunos momentos Ana Longoni y Blas de Santos.
Brillantes, desmesuradas, eruditas, llenas de datos y chismes, estas charlas componen además una excepcional radiografía intelectual de varias décadas de la Argentina, narrada por uno de los exponentes más destacados de la cultura. Días atrás dialogamos con Tarcus sobre este libro y sobre la cocina de su edición, en el podcast Vidas Prestadas. Lo que sigue es la reproducción de ese encuentro.
— Mientras preparaba esta entrevista pensaba que, en general, por tu trabajo habitualmente se te debe vincular con el pasado ¿no? Y, al mismo tiempo, pensaba que en la Argentina, que es un país que por momentos se enamora en exceso del pasado o del presente, pensamos poco en el futuro. Y ahí me decía que en realidad tu trabajo como archivista, como documentalista, es en realidad un trabajo que piensa en el futuro. ¿Me equivoco?
— Tenés razón. Hay una voluntad de seleccionar lo mejor de los textos, de los discursos, de las imágenes, y dejar un legado que quizás se escucha hoy o quizás mañana, o quizás en X años. Quizás nunca. Pero, bueno, hay una apuesta. Hay una apuesta de que lo que editamos, lo que escribimos, lo que investigamos, los papeles que dejamos van a ser rescatados, recuperados por alguien. Y, además, te agrego un plus, cuando rescato un archivo y voy a buscar papeles de personas que han fallecido quizás hace muchos años, me encuentro con papeles que dicen “este documento es muy importante porque este periódico fue muy significativo en esta época”. O sea, ya hay una voluntad de legado y de transmisión y, de algún modo, uno se siente parte de una cadena de transmisión ¿no? De una continuidad con un legado que toma caminos inesperados porque uno quizás no le da el sentido que le dio la persona que dejó los papeles y, en un futuro, se va a recuperar por otro lado. que no lo podemos saber hoy. Pero sí, hay una apuesta por el presente y por el futuro.
— Hay formas de nombrar este libro. Una es Ricardo Piglia, introducción general a la crítica de mí mismo, otra es Introducción general a la crítica de mí mismo, de Ricardo Piglia, pero en realidad la operación de este libro es bastante más compleja. Es un libro editado, trabajado, preguntado por Horacio Tarcus, y ahí está Ricardo Piglia hablando de su formación lectora y política. Me gustaría que nos cuentes en qué consistió esta operación.
— Mira, surgió de un encuentro, no sé si decir casual. Habíamos creado el CeDInCI, Centro de Documentación de las Izquierdas, en abril de 1998. Un par de meses después tocan el timbre, salgo a ver quién era, y aparece nada menos que Ricardo. “Buenas, qué haces, cómo te va”. “Bueno, vengo a conocer”. Amigos en común le hablaron de un centro que él tenía que conocer.
— Él leía las revistas que vos sacabas y dirigías, eso dice en el libro.
— Es muy gracioso, sí. Algo muy lindo. Él tenía un amigo filósofo, que él lo llamaba el filósofo secreto de una generación, José Sazbón. Y cuando yo lo conocí a José, cuando José vuelve del exilio -se había exiliado en Venezuela-, me dijo “yo te conozco”. Hago este pequeño desvío pero me parece que es interesante para ver cómo se tejió el vínculo con Ricardo. Porque José me dijo “yo te ubico a vos porque Ricardo Piglia me mandó en el año 83 una revistita que vos sacabas”. Y le dijo algo así como “mirá, hablando de relevos, acá hay una nueva generación. A estos pibes no los conozco”. Éramos pibes, teníamos veinte y monedas. Y le mandó eso. O sea, Piglia se tomó el trabajo de comprar una revistita que yo hacía, se llamaba Praxis, y se la mandó a Maracaibo a su amigo filósofo, el filósofo secreto José Sazbón. Entonces Ricardo llega ya como con una red de mediaciones y por eso se da una confianza, una empatía. Entonces ese día yo le dije: “Mirá, te quiero mostrar. Acá están las revistas que vos editabas”.
— Claro, porque eran los dos historiadores. Porque Ricardo también era historiador. Y La Plata los unía también, en algún punto, ¿no es cierto?
— Absolutamente.
— Y después está la cuestión de la participación muy activa, en algunos casos en la dirección o en el consejo de redacción, en revistas que fueron relevantes. En el caso de Piglia, participó de algunas que aún hoy son relevantes en la institución que dirigís.
— Sí, claro. Porque son revistas que están completamente olvidadas, fuera de cualquier canon como revistas de liberación. Entonces yo le digo: Mirá, acá tengo esta revista. Vos eras secretario de redacción. Y le pregunté: ¿Cómo llegaste acá? Y él se me pone a contar, estábamos parados, mirando los anaqueles y sacando las revistas un poco al azar; yo le mostraba algunas, él encontraba otras, y él se pone a hablar y me dice: “claro, esta revista. Fulano es el seudónimo de Zutano. Éste, en realidad, después se fue. Éste pasó a la derecha. Éste se murió. Éste está desaparecido. Entonces le dije: “pará, pará, esto no me lo podés decir así”.
— Claro (risas).
— Le digo: lo tenemos que grabar. Y se rió y me dijo “bueno, me vengo un día y grabamos”. Y vino a los pocos días y grabamos con mi compromiso -porque él me pidió- de que fuera como un insumo para mi estudio sobre revistas, intelectuales e izquierdas y nada más. Y, bueno, y parte de una amistad, tomábamos unos cafés, charlábamos. La cuestión es que grabamos una historia completa, un casete de un lado y del otro. Nos despedimos a la tardecita. Y a la noche, cuando vuelvo a mi casa, me encuentro un mensaje en el contestador, esos viejos contestadores a casete, donde más o menos me decía “Hola Horacio, habla Ricardo. Mirá, me sentí muy cómodo hoy con toda la charla que tuvimos. Sigamos adelante a ver si hacemos un librito, un artículo, un libro. Vamos a ver qué sale.
— Esa cabeza de editor que tenía Piglia, ¿no?
— Total. Total. Extraordinario. Porque cada dos por tres salía el tema “esto se podría reunir, esto se podría recuperar”.
— Un libro aún por hacer es todos los libros que Piglia quiso hacer y no hizo.
— Cantidad. Viste que aparecen en el diálogo borradores de libros inconclusos de él. Trabajaba mucho.
— El tomo de Sarmiento de la “Historia Crítica de la Literatura argentina” de Jitrik, por ejemplo, figura acá.
— Exactamente. Sí, proyectos inconclusos. Borradores que quedaron allá en la Universidad de Princeton. Él hizo un acuerdo con Princeton por el cual los diarios se los iba entregando, y su archivo y su correspondencia. Y bueno, y su pareja, Beba Eguía, siguiendo el criterio que él expresamente dejó, dijo “que no se publique nada que yo no haya revisado”. Entonces, los papeles están accesibles, así como los diarios originales, para el investigador en la Universidad. Pero no pasan a formato libro.
— ¿Y cómo pasó este diálogo a formato libro? Veintipico de años después de haberse consumado estas charlas y a siete años de la muerte de Ricardo, ¿cuándo decidiste hacerlo un libro?
— Mirá, en realidad fue así, tuvimos dos encuentros más. Yo ahí la convoqué a Ana Longoni, que también participó. Grabamos. Hicimos una desgrabación en crudo que Ricardo llegó a leer. Y Ricardo me dijo “mirá, yo quiero publicar una versión de mis diarios”. Y me dijo: me gustaría esperar. Porque es cierto que, de algún modo, el librito se toca, se pisa, anticipa sus diarios. Acá dice cosas muy fuertes. Yo creo que las quería decir en un libro que él sentía como absolutamente propio y con la ficcionalización que, viste que Ricardo, vos lo conociste, era un tipo a su modo tímido y tenía un cierto pudor. Me dijo: “esperemos que salga el diario. Me da como cierto pudor estar hablando de mí, me siento raro”. Me dijo esperemos, esperemos a que salgan los diarios. Y bueno, pasaron los años, él se enfermó. El último tomo de los diarios terminó saliendo cuando él ya había fallecido. Y yo, la verdad, medio que no sabía bien qué hacer. Les envié el texto a amigos de él, a Roberto Jacoby, a José Fernández Vega, y me dijeron: “no, che, esto es buenísimo”. Le conté a María Moreno. María todavía no lo había leído, se lo mandé después.
— Queda muy bien el prólogo de María.
— Muy bien. Es muy simpático.
— Es perfecto porque ella, cuando prologa, lo hace de una manera sensacional. Pero además me parece que le otorga otro tono a lo que se va a leer.
— Totalmente. Lo saca de cualquier lugar acartonado.
— Legitima el chisme además. Me encanta eso.
— Además legitima el chisme. Y, sí. Ella me dijo que se divirtió muchísimo. Me mandó un audio, me dijo “estoy leyéndolo y disfrutándolo”. Y para nosotros es fundamental. Bueno, para toda esa generación que piensa que lo personal es político, esto tiene una legitimidad extraordinaria porque acá se entiende cómo se tejen los vínculos, se construyen subjetividades, se rompen otros vínculos, se forman grupos, se rompen grupos. Sin esos pequeños datos, esas afinidades, esas filias y esas fobias se entiende de un modo muy racionalista y muy abstracto toda la historia política y cultural argentina o de cualquier lugar del mundo.
— Hay realmente mucha información que tiene que ver con lo que Piglia cuenta, narra y enmarca dentro de su propia historia intelectual pero hay también un gran trabajo editorial porque cada cosa que se dice tiene notas al pie muy útiles, no solo para las ediciones de los libros o revistas o artículos que menciona, sino también de aquello que ustedes, los que trabajaron en este libro, entendieron después que era importante para ubicar al lector. Hay un trabajo muy delicado de edición, me encantó eso.
— Bueno, ese trabajo es compartido con Luciano Padilla, uno de los editores de Siglo XXI, que es un tipo genial. A mí me encanta laburar con él y con Caty Galdeano, mi editora en Siglo. La verdad que funcionamos muy bien como equipo. Intercambiamos criterios. La historia es así, yo envié el texto con una serie de notas pero nadie mejor que un buen editor que me diga: “acá hay que explicar un poquito más. Acá hay que agregar”. Porque, claro, yo edito como para aclarar en un cierto medio para que lean Puán y alrededores, para decirlo humorísticamente. La voluntad es que no se circunscriba a un pequeño cúmulo de especialistas en Piglia. El libro invita a leer su literatura, invita a conocerlo. Pero, digamos, la idea era no hacer una edición erudita, ploma, con muchísimas notas al pie.
— Algo que es muy interesante y que, por supuesto, uno lo puede rastrear en montones de entrevistas que se le hicieron a Ricardo, en sus propios libros y demás, es que está centrado en lo que fue su paso por la militancia política. Esa militancia en la que terminaba yéndose de todos lados. Porque él veía con total naturalidad pasar del trotskismo al maoísmo porque lo que él decía era: hay que salir del PC.
— Exacto. Él tenía esa marca quizás de su adolescencia, el anarquismo. Casi te diría una fobia, una bronca con el PC y con el mundo cultural PC. Viste que es notable el énfasis que pone en los diálogos.
— En hablar mal de Abelardo Castillo. Digamos todo.
— Sí, sí, sí, digámoslo. Y, después, bueno, en años posteriores, con la socialdemocracia.
— Con Beatriz Sarlo.
— Con Beatriz. Con Beatriz sobre todo.
— De (Carlos) Altamirano habla bien y de Beatriz destaca su capacidad de trabajo.
— Sí.
— Lo resalta permanentemente. Como que las revistas (Los libros, Punto de vista) no podían haber sido las revistas que fueron sin ella, sin su manera de trabajar. Pero le cuestiona mucho no tanto lo que tiene que ver con sus cambios, porque él también tuvo muchos cambios de adhesiones, sino el por qué. Cuando dice, por ejemplo, que lo que a él no le gusta es que Beatriz no puede no estar ahí donde pasan cosas. Que necesita estar donde pasan cosas.
— En ese sentido, son figuras intelectuales contrastantes ¿no? Porque, a ver, para compensar un poco el juicio severo de Ricardo, Beatriz es una persona que siempre se expuso mucho y se sigue exponiendo de grande. Y está en la cresta de la ola y quiere estar y quiere intervenir. A veces con ideas brillantes, a veces no tanto. Pero es como que cumple al extremo la función intelectual de estar, de estar presente, y se expone. Y a veces mete la pata, a veces se autocrítica. Ricardo se cuidaba mucho más. Yo siempre bromeaba diciendo que, de algún modo, la posición política de Ricardo tenía que ver con cómo se había posicionado esa mañana Beatriz porque Ricardo era muy cuidadoso de su biografía. De algún modo él ya la deja escrita.
— En este libro eso se percibe cómo él marca cómo tiene que verse la figura de uno. Cómo tiene que permanecer crítico siempre, por ejemplo.
— Es notable. Es notable que cuando yo le señalo, le digo: no, pero esto no fue en tal año sino en el siguiente, o seis meses antes, dice: ah, no había reparado en eso. O sea, él tiene una autoexigencia de dejar fijada su biografía, de cuidar los diarios, y, después, de editar los diarios ficcionalizando en parte. Y en todas las entrevistas habla de su biografía, habla de sus diarios.
— Vos decís que él también tenía una conciencia de futuro impresionante, ¿no?
— Yo creo que sí. No siempre se da esto. Hay escritores que son más abandonados con sus papeles y con lo que van a decir de ellos. “Bueno, una vez que yo no esté que digan lo que quieran, me importa un bledo la posteridad”.
— Él editó un poco su biografía también en ese sentido.
— Y, sí. De algún modo ya la estableció. No digo que Beatriz Sarlo u otros intelectuales no lo hayan hecho, qué sé yo. Beatriz también tiene textos autobiográficos. Y ahora salió el libro de Sofía Mercader con la historia de Punto de vista, que, de algún modo, también tiene puntos de cruce con este libro.
— Yendo a lo que mencionábamos antes, es interesante porque Sarlo le responde a Piglia en su momento con esto de “a veces hay que enchastrarse las manos”. Porque habían tenido la discusión por lo que se suponía que era un apoyo al gobierno de Isabel Perón, que Piglia no estuvo dispuesto a hacer aunque se venía el golpe, y lo que fue después la separación en Punto de vista, por la cercanía de Sarlo y Altamirano al gobierno incipiente de Alfonsín, ¿no?
— Así es, así es. Yo te diría que antes de la adhesión, o simultáneamente a la adhesión, ellos hacen un giro socialdemócrata. Que no es privativo del grupo argentino sino que muchos intelectuales a nivel internacional que venían de la izquierda más radical hacen ese giro en un momento muy duro, de fracaso de las experiencias guerrilleras, de aislamiento de Cuba, previo al desmoronamiento de la Unión Soviética.
— Si lo vemos hoy, fue muy pocos años antes de la caída del Muro y el colapso de la URSS.
— Sí, muy pocos años antes, efectivamente. Entonces, yo creo que él mantiene como un lugar de expectativa o de deseo de revolución. La revolución no será inminente, no tenemos experiencia de revoluciones triunfantes, pero no quiero renegar de esto. No quiero cerrar aunque sea la revolución como horizonte. Me parece que él ahí se vincula con sus viejos amigos contornistas (N. de la R. Por su participación en la mítica revista literaria “Contorno”) que son David Viñas y León Rozitchner, sobre todo. Andrés Rivera, también. Andrés Rivera pone la revolución en su literatura, ¿no?
— La revolución es un sueño eterno.
— Ese es un título extraordinario.
— Una de las cosas que más me gusta del libro, que me emociona, es todo lo que tiene que ver con Walsh. Porque, más allá de que Piglia escribió mucho sobre Walsh y sobre las tres vanguardias y esa serie que él arma entre Saer, Puig y Rodolfo Walsh, acá aparece resaltada la idea de que el lanzamiento más fuerte a la acción política por parte de Walsh llega cuando está en crisis con la literatura, cuando está en crisis con esa novela que no puede escribir y que de hecho no escribió. Y es muy fuerte y es muy emocionante leer todo eso en boca de Piglia.
— Sí, es tremendo. Es tremendo.
— Es estremecedor.
— Eso es un momento estremecedor del diálogo, sí, sí. Yo por momentos me quedo sin palabras cuando tira eso. Y me pareció muy interesante porque de algún modo desmitifica cierta imagen romantizada del escritor y repone lo que es el esfuerzo de la escritura y el esfuerzo de producir una obra de ficción. El desafío de escribir nada menos que una novela en tiempos vertiginosos. En tiempos que no parecían tiempos para una novela, ¿no? Me parece que, de algún modo, Ricardo está pensando que los años de la dictadura permitían un repliegue sobre sí mismo, sobre las lecturas, para quien tuvo la fortuna de poder replegarse. Que no fue el caso de Walsh. Si Walsh quizás hubiera logrado meter esa carta en el buzón y cumplir su plan de encerrarse a escribir, quizás lo habría resuelto, uno puede conjeturar.
— Pero optó por su trabajo en el diario de la CGT de los Argentinos. Porque eso queda claro, a Walsh el periodismo lo atravesaba desde siempre pero ahí está la idea de dónde se tiene que parar un escritor, qué tiene que hacer. Y aparecía la presión de la novela como el objeto burgués por excelencia.
— Absolutamente. Con una demanda de acción de un hombre que ya era un hombre políticamente comprometido, al que secuestran, a quien le asesinan a su hija. Entonces ahí hay una tensión. Yo creo que repone un contexto donde era muy difícil resolver la escritura de una novela que requiere de tiempos largos, de aislamiento, de autorreflexión, de escritura, de reescrituras. Quizás, no sé, el artículo periodístico o eventualmente el cuento, ¿no? Pero me parece que la tranquilidad que necesita una obra de largo aliento como una novela, bueno, no estaban dadas esas condiciones. Yo creo que él preparó las cosas. De algún modo se distancia de Montoneros, escribe esos textos críticos, da por cumplida la misión de ANCLA, durante un año laburó esos cables periodísticos de denuncia de la dictadura, y probablemente espera volver a la literatura y bueno, y la historia no se lo permite en ese fatídico día en que está despachando en la esquina de la avenida San Juan y Entre Ríos la famosa carta y es sorprendido por los servicios de inteligencia.
— Que por otra parte encuentran los papeles en su casa, donde a lo mejor estaba la novela. Papeles que también desaparecen.
— Es terrible. Es terrible porque ahí Walsh comete un error, un error humano pero inconcebible.
— Inconcebible en alguien que trabajaba en inteligencia.
— Claro, para un tipo que trabajaba en inteligencia y llevaba la escritura de la casa en la que se iba a aislar...
— Es tan triste, al mismo tiempo.
— Es tristísimo. Es como la tragedia dentro de la tragedia. Es tremendo. Es realmente una figura trágica.
— Y vos estás hablando de lo que significaba ponerse a escribir en un momento como ése y lo que uno ve con Piglia es cómo la novela que lo consagra, que es Respiración artificial, también está conformada por muchos textos que fueron publicados con otro formato en las revistas de las que participó.
— Absolutamente. Él de algún modo replica esa voluntad política o periodística de Walsh cuando, en un momento de estos diálogos, cuenta algo que a uno le sorprende y es que la organización de izquierda en la que él militaba, que se llamaba Vanguardia Comunista, una pequeña organización de orientación maoísta, decide que era muy riesgoso tener una sede fija. Y alquilan o compran un camión de mudanza y tienen una redacción montada ahí, en un camión que está andando. Una especie de redacción itinerante. Es increíble. Entonces, cuenta que él, en el año 76 está sentado en una máquina de escribir, porque en esa época no había computadora. Él está escribiendo eso. Y, al mismo tiempo, les dedica Respiración artificial, que aparece en 1980, a sus dos referentes políticos. Te diría que no es solo un agradecimiento a que ellos hubieran colaborado económicamente en la salida de Punto de vista sino que hay un agradecimiento a quienes le enseñaron a entender la historia y la política.
— Y, algo más me parece, Horacio. Por lo que leí, y es que lo que él decía, era que en ese momento todo el mundo corría riesgos y que ellos sentían, él sentía, que Elías Semán y Rubén Kriscautzky no los habían delatado. Y, entonces, que ellos no podían no seguir con la revista si lo que estaban intentando aquellos que habían caído era que esa revista tuviera continuidad.
— Así es. Es conmovedor. Pero te insisto que Kriscautzky y Semán eran políticos intelectuales. O sea, si bien no escribieron demasiados textos intelectuales porque se prodigaban en artículos anónimos o semi anónimos en periódicos eran tipos, bueno, como los políticos de izquierda de los años años 50, 60. Eran tipos que leían libros de historia, que leían ensayos, que bordeaban la filosofía. Y Piglia está muy agradecido porque es muy curioso que una organización de la izquierda marxista leninista le ponga, no sé, 2.000, 3.000 dólares a un grupo de intelectuales que van a sacar una revista que no es la revista del partido, es una revista de intelectuales. Y podrían haber dicho “mirá, esta plata la tenemos que guardar por nuestra seguridad, para construirnos, no sé, un búnker”. Y no, la ponen en una revista que iban a sacar intelectuales que formaban parte de otra organización maoísta que era la organización maoísta rival donde militaban Beatriz Sarlo y Carlos Altamirano, que era el PCR, el Partido Comunista Revolucionario. Notable que estos tipos hayan tenido esa grandeza y esa generosidad, digamos, en un contexto de dictadura, de pensar en lo importante que podía ser un proyecto cultural, una revista cultural que no levantaba una bandera roja, no era una revista de denuncia.
— Volviendo a lo del camión, pienso que tal vez hay gente joven que no sabe de qué manera en ese momento las personas cambiaban de casa permanentemente para no ser encontrados por las fuerzas de seguridad, porque de pronto caían a tu casa y el portero o algún vecino te avisaba que habían caído, entonces vos esa noche ya desaparecías de ahí. Y lo del camión itinerante tenía que ver básicamente con eso. Y en relación a la revista, y yendo ya no a la parte política sino a la parte intelectual, por lo que cuenta Piglia, teniendo en cuenta el distanciamiento que procuraba en relación a lo del PC, ellos se proponen en Punto de Vista hacer crítica literaria como hasta entonces no se había hecho.
— Yo creo que sí. Ellos arman además un grupo de lectura y un grupo de discusión extraordinario. Y se vinculan a intelectuales del exilio y toman y dictan cursos.
— En lo que se dio en llamar la universidad de las catacumbas. Es decir, esos grupos que se armaban por fuera de la Universidad, durante la dictadura. Yo participé del de Sarlo, ya en el final, en 1983.
— Bueno, yo soy hijo de eso. Yo estudié en esos años. Mirá, mi pareja entonces, Laura Klein, hacía los cursos de Beatriz, también. Quizás te has cruzado con ella. Yo hacía los cursos con Juan José Sebreli, que en ese momento era un marxista crítico con posturas muy distantes de las que adoptó posteriormente.
— Un hombre muy inteligente y un escritorazo.
— Muy inteligente y sí claro, un ensayista cabal. Y vos pensá, empezamos a mediados del 77 o por marzo, abril, ya no recuerdo, del año 77. Era un oasis ir a la casa de Juan José Sebreli. Y bueno, Jorge Schwarzer, un economista brillante, nos daba cursos de El Capital. Alfredo Llanos nos daba cursos de filosofía moderna y contemporánea. Bueno, fue una experiencia extraordinaria. Y ellos formaron parte de ese mundo. Yo creo que se merecen un gran libro. El libro de la resistencia cultural, como la llamaba Brocato, Carlos Alberto Brocato, hablaba de la resistencia molecular. Grupos de estudio, grupos de lectura, revistas. Fueron tejiendo una red ¿no? Muchos nos formamos ahí.
— ¿Por qué tanta pasión por las revistas en la Argentina, tanto número cero? Te lo pregunto porque participaste de muchas y además las conoces a todas, no solo las que hiciste sino todas las que se hicieron porque siempre vienen más bien la izquierda.
— Exacto. Mirá, yo creo que es una constante latinoamericana, sobre todo de fines del siglo XIX, pero que se da con especial énfasis en algunos países. Digo, se da en México, se da en Argentina. Son países de revistas. ¿Por qué se da? Digamos, hay razones que son más generales, que son compartidas. Una revista implica avanzar ideas. Implica ensayar porque, bueno, la revista ensaya, cuando el libro es más conservador. El libro ya es estable. En el libro publicás lo que ya está decantado pero que se ensayó en la revista. La revista es más para la batalla de ideas. La revista es de avanzada, es de vanguardia. La revista explora. La revista pelea. La revista es grupal. La revista es una voz colectiva, una voz coral, a diferencia del libro. A pesar de que hay libros colectivos, el libro tiene el aura del autor, del autor individual. En la Argentina hay un plus. Por qué, no sé, habría que explorarlo. Yo siempre pensaba en la correspondencia de Sarmiento con Alberdi, con Echeverría, donde Sarmiento el autodidacta logra ponerse al día con la cultura del mundo leyendo revistas. Él estaba ahí, en su San Juan natal. No tuvo la fortuna de conseguir la beca que tuvo Alberdi de venir a estudiar a la Universidad de Buenos Aires o a estudiar en la Manzana de las Luces, y bueno, qué hace, consigue las revistas francesas. Las pide prestadas, no las devuelve, se las queda.
— Como las que recibía Plglia cuando le pasaban ejemplares de Tel Quel con la idea de replicar. En un momento dice algo interesante: “Argentina, siempre replicando”.
— Exactamente.
— Porque, claro, como país periférico, como cultura periférica, efectivamente acá siempre se necesitaron importadores de la cultura.
— Así es. Y él hacía eso, él recibía esas revistas, le pedía a Jorge Álvarez que pagara la suscripción. Y él tenía en su estudio colecciones de Tel Quel, colecciones de Partisan, de un montón de revistas que, bueno, me había prometido para el CeDInCI, lamentablemente después no se pudo concretar. Pero sí, sí, tenemos algo de esa cultura de replicar, de traducir. Bueno, él mismo es un traductor y un difusor de la novela negra estadounidense. Y, al mismo tiempo, de la vanguardia rusa. Él hace una mezcla.
— Algo que me gusta mucho es el modo en que él consigue persuadirnos a todos de que leer literatura norteamericana tiene bastante que ver con su formación marxista. Me encanta porque tiene todos los argumentos. Arma casi una serie Bertolt Brecht, Benjamin y novela negra. Tenía además una enorme capacidad docente, cualquiera que haya visto lo que fueron sus clases increíbles sobre Borges en la Televisión Pública, Dios mío.
— Absolutamente extraordinario. Pero viste que yo se lo pregunto un poco sorprendido: “¿cómo articulaste esto?”. Y él, bueno, él lo cuenta como si fuera lo más natural. Es cierto que hay una vertiente izquierdista, Chandler y compañía, pero también hay, digamos, una producción de novela policial que no tiene absolutamente nada que ver, ningún cruce con la política, y él la lee de un modo voraz. Tenía una colección enorme de novela policial. Y, como vos decís, lo articula con el marxismo, con Bertolt Brecht.
— Ahora, el propio Piglia cambió después. Porque en el momento de estas charlas todavía era un hombre que se resistía al PC y se resistía al peronismo en todas sus formas. Y no fue siempre así.
— No, no, tal cual. Y bueno, él hace un acercamiento vía Horacio González, con el padrinazgo de González hace un acercamiento cuidadoso al kirchnerismo. No en el modo en que se zambulle Beatriz Sarlo, que es una mujer de entusiasmos políticos, pero la aproximación Piglia la tuvo. No escribió grandes textos sobre esto pero lo vemos en toda una serie de gestos y referencias en las entrevistas. Bueno, uno podría decir que cierta parte de la crítica que Ricardo le hacía a los intelectuales alfonsinistas les podían caber a él, a David Viñas y a León Rozitchner. Yo creo que ellos tenían una cierta incomodidad. O sea, ellos apoyaron. David por ejemplo dice: bueno, nosotros apoyamos el kirchnerismo pero los intelectuales tenemos que ser independientes y tenemos que ser críticos. Era como una tensión entre su voluntad de adherir y una especie de superyó intelectual que le decía: “Tomá distancia”.
— Como para terminar, ¿qué imaginas o qué te parece que pueden encontrar en este libro lectores jóvenes y curiosos sobre la historia intelectual argentina?
— Mira, yo creo que estas conversaciones reponen una trama de relaciones, de vínculos, de ideas, de proyectos, de escrituras, de traducciones, muy, muy viva. Me parece que ofrece un plus respecto de los diarios de Piglia. Los diarios son de lectura obligada y son apasionantes, pero aquí está la voz de Ricardo. Éste es realmente Piglia oral. Yo hice un esfuerzo por reponer, puede parecer un poco pesado porque cualquier periodista, cualquier editor serio, hubiera eliminado ciertos coloquialismos.
— Coloquialismos y dudas que aparecen -dice “no se entiende”, “no es audible”- pero a mí todo eso me gustó porque recupera lo que es realmente la voz oral de Piglia. Quienes lo conocimos, lo encontramos en este libro.
— Bueno, me alegra muchísimo.