Ya sabíamos que monstruos hay en todos lados, cómo no. A veces por maldad, claro. Es la explicación que dan los chicos: “Porque es malo”. ¿Por qué el Coyote le hace mil trampas al Correcaminos? Porque es malo y punto. Los chicos entienden eso —les sirve para reconocer y no ponerle florcitas a la agresión— pero los grandes, los que ya tuvimos algunos rounds con la vida, sabemos que hay más.
Hay monstruos que lo son por estupidez, hay monstruos por miedo, hay monstruos por comodidad: no hacen menos daño, podríamos pensar que comodidas, estupidez y miedo son formas de la maldad. O que es así como se expresa la maldad, que no viene suelta sino en estos frascos.
A esta altura, también, parece claro que “monstruo” no es un ser de otra galaxia sino una parte de los humanos, una parte escondida en cada uno. Algo a reconocer, a sitiar, a controlar.
Digo esto, claro, porque estoy pensando en la escritora canadiense Alice Munro y su hija Andrea Robin Skinner. Seguramente lo viste: hace una semana Andrea publicó una nota en la que contaba que Gerald Fremlin, la pareja de Munro, aprovechó que la escritora no estaba una noche de 1976, cuando Andrea tenía 9 años, y la agredió sexualmente. Skinner contaba también que su padre lo supo enseguida, pero no hizo nada. Que su madre lo supo muchos años después y no sólo no hizo nada sino que se quedó con Fremlin hasta la muerte, en 2013.
Como si fuera poco, en alguna entrevista Andrea tuvo que leer cómo su madre decía que había sido tan tan bueno que él estuviera en su vida.
Subrayo: la madre lo supo cuando su hija tenía 25 años y se quedó con el agresor. El padre se enteró cuando la nena tenía 9, 9 años, y no sólo cerró la boca sino que la siguió mandando a pasar las vacaciones a la casa del agresor y les prohibió a su mujer y a sus hijas mayores que le avisaran a Alice porque eso iba “a matarla” ¿Qué tenía en el corazón el señor Jim Munro, que no se tomó un avión para ir a chantarle cuatro verdades en la cara al marido de su exmujer? ¿Qué tenía en la cabeza, en la ideas, en la manera de ver el mundo, que calló, no creyó, siguió con su vida y el terror de la nena, bien gracias? ¿Por qué una mujer adulta como su esposa lo obedeció en una aberración semejante?
“Como otro millón de casos pero con un Nobel”, me dice una amiga. Lo que no es menor, ya veremos: el prestigio de la autora ayudó a levantar la pared de silencio sobre todo esto.
En fin, que Alice Munro, que murió en mayo, fue una extraordinaria escritora. Una prosa contenida, elegante, con la que hablaba de la vida cotidiana de gente de lugares chicos y comunidades rurales. La llamaron “La Chejov canadiense”. Jonathan Franzen escribió que “su excelencia excede su fama”.
Hubo seminarios sobre su obra, grupos de lectura, de todo. Algunos la descubrimos hace unos años, cuando ya había escrito casi todo. El Nobel fue una alegría.
Y ahora esto.
Margaret Atwood: “Un rumor”
Cuando leímos la noticia, muchos esperamos a ver qué decía Margaret Atwood, autora de El cuento de la criada y amiga de Munro. En estos días, en conversación con el periodista Tim Teeman, Atwood declaró: “Fue una bomba. Estoy en shock. Todavía estoy tratando de asimilarlo”.
Sin embargo, la escritora admite: “Había escuchado un rumor al respecto, pero muy pocos detalles, después de que Gerry murió y cuando Alice estaba internada en una institución”.
Y avanza: “Una cosa notable para mí es que Alice era de un pequeño pueblo en el sudoeste de Ontario, de una época en que tales cosas se barrían bajo la alfombra como algo normal. Ahora que sabemos sobre este episodio horrorizante, hay pistas en su obra: vean su cuento La paz de Utrech, su novela Las vidas de las mujeres y el cuento Material”. La paz de Utrecht está en el libro Danza de las sombras y Material en Algo que quería contarte.
Finalmente, dice Atwood: “Hay secretos oscuros que salen a la luz en gran parte de su obra. Una vez di un curso llamado ‘Gótico del sur de Ontario’; esa parte del mundo, de donde venía Alice, era muy gótica. El gótico tiene mucho que ver con los secretos. Los crímenes en los sótanos. La persona en quien confías resulta ser un hombre lobo. Esa era la historia real de Alice”.
Otra gran autora, Joyce Carol Oates, también señaló la obra de Munro. En este caso un cuento largo, incluido en el libro —ay qué título— Secretos a voces. “El cuento es Vándalos. El hombre adulto maltratador es castigado, hasta cierto punto, por la niña de la que ha abusado; pero la situación no se parece en nada a la que es evidente en el hogar de Alice Munro”, escribió en X.
Me llegan noticias de que ya se está sacando a Munro de algún curso. Habrá más, claro. Siempre vuelve la vieja pregunta: ¿se puede separar la obra del artista? ¿Puedo disfrutar de esa literatura o ya todo lo que diga esa voz está teñido por lo que hizo, por el horrible daño del que finalmente se hizo cómplice?
No sé vos, a mí me cuesta leerla como antes. Me dirás que no sabemos todo de todos y cuántos artistas con actos horribles habrá. Tenés razón. Pero como la lectura es producción de sentido, no puedo evitar que esa cuota de sentido que aporta el nombre y la biografía del autor se me meta en la obra. Habrá formas más científicas de leer, no es la mía.
Enterarse
Alice Munro, dijimos, tardó en saber qué pasaba. Había señales, pero cerró fuerte los ojos.
“Cuando yo tenía 11 años, unos viejos amigos de Fremlin le dijeron a mi madre que él se había exhibido ante su hija de 14 años. Él lo negó y, cuando mi madre le preguntó por mí, le ‘aseguró’ que yo no era su tipo. Delante de mi madre, me dijo que muchas culturas del pasado no eran tan ‘mojigatas’ como la nuestra, y que solía considerarse normal que los niños aprendieran sobre sexo practicando sexo con adultos. Mi madre no dijo nada. Miré al suelo, temiendo que me viera enrojecer”, contó este domingo Andrea. “Que no era su tipo”, es casi una confesión.
Cuando tenía 25 años Andrea se animó a contarle a su madre lo que le había pasado. Por carta lo hizo y no le fue bien: según dice en el artículo, la escritora lo tomó “como una infidelidad”. Se enojó, se fue de la casa pero después volvió y lo que sabemos. En la pareja siguieron muchos años de amor con esa piedra en el medio.
¿Y el papá? Siguió encontrándose con Alice, comiendo juntos. No hablaban de Andrea, eso por lo menos le dijo él a su hija.
El peso de la fama
El peso de la fama, digo, para los demás. Cuando tenía casi 40 años, ya en el siglo XXI, Andrea denunció a Fremlin y presentó como prueba unas cartas que él había mandado a la familia para defenderse y en las que reconocía el hecho (pero culpaba A LA NENA). En 2005 Fremlin se declaró culpable y ella pensó que algo iba a cambiar. No quería que fuera preso —no fue— pero sí que se supiera la verdad.
Le fue mal: “También quería que esta historia, mi historia, formara parte de las historias que la gente cuenta sobre mi madre. No quería volver a ver una entrevista, una biografía o un acontecimiento que no se enfrentara a la realidad de lo que me había ocurrido y al hecho de que mi madre, frente a la verdad de lo que había pasado, decidió quedarse con mi agresor y protegerlo. Por desgracia, eso no fue lo que ocurrió. La fama de mi madre hizo que el silencio continuara”.
Hizo falta que la gran escritora, que la Premio Nobel, muriera para que esta historia pegara como pega ahora. Algunos lo dicen abiertamente. Como Robert Thacker, autor de Alice Munro: Writing Her Lives.
“Sabía que este día iba a llegar”, le dijo Thacker al diario estadounidense The Washington Post el lunes. “Sabía que iba a salir a la luz y sabía que tendría conversaciones como esta”.
Andrea había hablado con él en 2005, cuando el libro de Thacker estaba entrando a imprenta. Él decidió dejar las cosas como estaban y no incluir la información. ¿Por qué actuó así? Lo explica: “No estaba preparado para hacer eso. Y la razón por la que no estaba preparado para hacer eso es que no era ese tipo de libro. No estaba escribiendo una biografía reveladora. Y he vivido lo suficiente como para saber que ocurren cosas en las familias de las que no quieren hablar y que quieren mantener en privado”.
Douglas GIbson, el editor canadiense de Munro, le contó al mismo diario que sabía que Andrea y su madre estaban distanciadas pero que tardó en conocer el motivo: “En 2005 quedó claro cuál era el problema, cuando se reveló el vergonzoso papel de Gerry Fremlin, pero no tengo nada que añadir a esta trágica historia familiar y no tengo más comentarios que hacer”.
¿Y qué más hay para decir?
Lo del principio, igual que un millón de casos pero con un Nobel. Como es una autora que nos gustaba mucho, es como enterarse de algo horrible de una amiga.
Sabemos que los que hablan, los que levantan la voz contra “lo que debe ser” —el amor y la autoridad de los padres, por ejemplo— suelen llevarse la peor parte. Por maldad, por cobardía, por comodidad, no está tan lejos el monstruo que hace, los monstruos que encubren, los monstruitos que miran para el otro lado y siga siga.
Te dejo unas frases de una vieja entrevista de Alice Munro que encontré mientras buscaba información para este newsletter.
Decía así:
“Es probable que los sentimientos sobre mi madre sean el material más profundo de mi vida.”
“Creo que en la infancia hay que apartarse de lo que la madre quiere o necesita. Hay que seguir el propio camino, y eso fue lo que hice”.
“Por supuesto, ella estaba en una posición muy vulnerable, lo cual en cierto sentido era también una posición de poder, de modo que eso fue siempre algo central en mi vida: que me alejé de ella cuando más necesitada estaba. Pero sigo pensando que lo hice para salvarme.”
Bueno, espero no bajonearte mucho con esto. A mí me dio una tristeza…
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