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Louise Glück dice que miramos el mundo una sola vez, en la infancia. Yo quise volver ahí, ubicarme desde la mirada de una niña sin el faro de las palabras. Cuando tenía siete años, mi mamá tuvo un infarto cerebral que dinamitó su lenguaje. Tuvo que reconstruirlo mientras yo aprendía a tejer oraciones largas. Había aprendido a escribir hace poco, la cursiva me costó bastante más que a mis compañeras. Los minutos con las haches en mayúscula se hacían eternos, terminaba recuperándolas durante el recreo con la ayudante de la maestra. De mi infancia recuerdo eso y recuerdo a los caballos, la velocidad de un galope, pero no me acuerdo el día que mamá perdió el lenguaje.
Me gusta revisar, creo que eso es parte de la razón por la que me gusta escribir. En la casa familiar me volví experta. Encuentro evidencia de un tiempo y si me interesa de manera particular, siento ganas de contar algo, o imaginar un personaje. Puede ser una servilleta con un número, un diario, una foto del verano, la piel de un yacaré, un collar, una piedra. Guardo algunos de esos tesoros familiares, como la carta que le escribió mi papá a mi mamá la mañana que se casaron en Uruguay. Escribir tiene mucho de eso, jugar con el tiempo y con las cosas. Sheila Heti recopiló medio millón de palabras de una década de sus diarios íntimos, las puso en un Excel y las ordenó alfabéticamente, una forma de catalogar el tiempo, de organizar las cosas que vivimos, transformarlas en monstruos o romances.
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El paraíso de mi infancia se cortó sin la lengua madre, o tomó otra forma pero hubo un cortocircuito. Me interesa en particular ese momento donde una niña tiene que crecer de golpe. Sus caminos se bifurcan, la lengua del dragón se divide en dos y aparece la sobreadaptación. Hay una pregunta que me hago todo el tiempo: ¿cuándo fue que me acostumbré a eso? Sucede de manera invisible, nunca es solo una cosa, sino todo eso que sucede ahí, dentro del tiempo que es un pulpo, y no sabemos cuánto dura. Lo veo en la unidad de una familia: todas sus partes por separado, diferentes líneas narrativas en un mismo tiempo, el mundo es un coral, comiendo en una misma mesa.
Empecé a escribir La lengua rota hace cinco años, en una residencia durante un verano en España. Mientras lo escribía, el mundo cambió, se murieron un montón de personas que quiero, me divorcié, cambié de trabajo, me mudé al menos cinco veces, no solo de casa sino también de país. Sostener el proceso de escritura fue mi refugio, un caracol en el que me podía meter. El libro tuvo varios otros títulos y al menos tres versiones distintas.
El primero fue Wernicke, pero ahí todavía estaba yo, insistiendo con nombrar una enfermedad a la que le pude poner nombre demasiado tarde. Lo averigüé sola: antes de viajar, contacté al médico neurólogo que la había atendido a mi mamá en ese entonces, y le pedí una consulta para no empezar con la hoja en blanco. Entré con miedo porque es un médico reconocido y creí que podría cobrar en dólares, pero se entusiasmó con la idea de remontarse a los principios de su carrera. Mi mamá había sido un caso excepcional en su vida: una mujer especialmente joven, con foramen oval permeable, un momento en el que era un privilegio que le habilitaran un estudio por la garganta para identificar la razón del infarto cerebral.

En un consultorio de Barrio Norte con techos altísimos y banderines de Harvard cubriendo las paredes, revisamos la historia clínica. Hasta ese momento, la forma más simple de explicarle a una niña lo que le había pasado a su mamá había sido siempre la misma: “mamá perdió el habla” o “mamá perdió el lenguaje”, y como cualquier otra verdad atada con alambre dentro de una familia, se guardó en un cajón. Pero el cajón empezó a colapsar: de cosas, de ropa, comida, animales. ¿Qué quiere decir perder el habla? ¿Por qué mi mamá se equivoca cuando quiere decir algo? Mientras tanto, yo crecía y cada pregunta que tenía, la respondía con la lógica de una mujer flotante. La infancia funciona como las estaciones, nadie identifica el momento exacto, pero se terminan.
Existen dos tipos de afasia: la de Broca y la de Wernicke. Mientras que el área de Broca es la región del cerebro que se encarga de planificar los movimientos necesarios de la boca y la cara para pronunciar las palabras, el área de Wernicke es una región del cerebro más compleja, encargada de la comprensión del lenguaje. Abarca la zona posterior del lóbulo temporal izquierdo, y se activa cuando pronunciamos palabras, cuando las escuchamos, a la hora de pensar qué decir. Recién cuando me senté en ese consultorio y pude nombrar la enfermedad de mi mamá, entendí que lo que había perdido no era el habla sino algo mucho más grande: el lenguaje y con él, la posibilidad de entenderme. El punto de vista de la nena era la única manera de contar esa relación entre madre e hija sin caer en pensamientos narcisistas o dar explicaciones, enfocándome en pensar cómo podía ser esa intimidad.
Pienso que en general los niños son mal interpretados, por eso elegí el punto de vista de una niña para escribir. Cuando tenemos esa edad, muchas veces no sabemos lo que está pasando alrededor nuestro y el único punto de referencia de la realidad son las palabras de la madre o del padre, que por lo general no vienen ordenadas. Una puede sentirse perdida y no saber bien cómo seguir. Lo noto especialmente cuando veo que se enojan y están en una fiesta, y un desconocido se acerca. Primero se refieren al adulto que tienen al lado, un cuerpo que la niña elige para esconderse mientras el otro, el desconocido, le pregunta a esta otra persona por ella, y piensa que su puchero está lleno de ternura, y en verdad es odio. Dicen qué linda y abandonan, por primera vez en su vida, la posibilidad de entenderlas.
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