Ariana Harwicz: “Secuestrame a mi hijo a ver si puedo matar o no”

La escritora argentina residente en Francia publica “Perder el juicio”, una novela inspirada en un hecho que vivió en la realidad. “Yo tuve un juicio que duró muchos años, muy heavy”, revela

La escritora Ariana Harwicz y "Perder el juicio", una novela impactante.

Dentro de un rato, Ariana Harwicz va a decir que es fácil volver loca a una mujer, que alcanza con sacarle los hijos y listo, se vuelve loca. Va a reconocer -se nota- que su nueva novela, Perder el juicio, tiene algo de autobiográfico, como todas. Y que tiene mucho de las historias de otras, como Gabriela Arias Uriburu, cuyo marido, Imad Shaban, se llevó a los tres hijos de ambos de Guatemala cuando tenían 5, 4 y un año y medio, para radicarlos en Jordania, el país de él, donde ella no tenía ningún derecho.

Va a hablar a mil palabras por minuto, revoleando ideas por el aire. “Perder el juicio”, claro, es volverse loca. Y también es -no le pasó- que algo termina mal en Tribunales. Y que eso pueda determinar tu vida.

La escritora -que fue finalista del Booker Prize en 2018- no se caracteriza por novelas suavecitas y Perder el juicio no cambia esa línea. Ni suavecitas ni con protagonistas angelicales. Así fue Degenerado, la novela en que se puso en la cabeza de un hombre acusado de abusar y matar a una niña. Estaba narrada en primera persona, la voz del acusado. Por entonces, Harwicz tuiteó: “Me cuenta mi editor en Francia que Francia no está preparada para una novela desde el punto de vista del violador, que por ahora prefieren la novela de víctima. ¿Y Racine, y Céline, y los poetas malditos? Cada época elige la amnesia que le va mejor y sus escritores amigos”.

"Perder el juicio", la nueva novela de Ariana Harwicz.

Ahora, en Perder el juicio, la que habla es Lisa Trejman, una madre de dos chicos que ha sido acusada de violencia por el marido. Ella es una inmigrante argentina y judía en la campiña francesa -como lo fue Harwicz-, que vive en otra lengua, otro paisaje, otras costumbres y otra familia que las suyas. Como también le pasó a ella.

A esa madre, la de ficción, le han puesto una restricción: no puede ver a sus chicos más que una vez por mes y bajo supervisión. “No son los de los planes sistemáticos de robos de bebés, acá lo hacen todo por el bienestar de los infantes, pero es robo igual“, piensa Lisa. Y Harwicz dice, recuerden: “Es fácil volver loca a una mujer”.

Entonces Lisa hace una jugada muy audaz y salvaje y se los lleva. Por las malas, saca a sus hijos de la casa de los abuelos y se manda a mudar. Desde ahí, una de carreteras, escondites, y persecuciones. Y de amor y agresiones y cómo es ser extranjero, serlo para siempre.

Ariana Harwicz (Télam)

Habrá escenas que en cine serían visualmente imponentes pero que, tal vez, sólo estén poniendo en imágenes, espectacularizando, las luchas y los daños que muchas veces nos hacemos los matrimonios. Cómo esos rasguños se mezclan o, más bien, son parte del amor.

Y, también la otredad sospechosa: “Él me decía que yo lo iba a estafar, que estaba seguro de que yo preparaba una estafa comandada desde mi tierra, quizás con mi familia argentina de la que no se sabía nada, quizás en red con la comunidad de mi religión desde Sudamérica”, dice Lisa. O cómo hacer, si acaso es posible, una pareja que sea realmente exogámica.

—Lisa incendia una casa, golpea, se esconde. Todo por sus hijos. Me hizo pensar en de qué cosas somos capaces. Tenés dos hijos, ¿serías capaz?

—Mi premisa siempre es en todos mis libros, siempre, es que ellos pasen al acto en lo que yo no soy capaz. Pero ahora me di cuenta de que no podría haber escrito este libro si yo no sintiese que soy capaz de quemar una casa y agarrarme mis hijos si me los están robando. Pero a la vez no lo voy a hacer nunca, por eso lo escribo. Si lo voy a hacer, no lo escribo, lo escribo para no hacerlo. Así que toda la novela me sentí absolutamente capaz de hacer todo lo que ella hace sin haber infringido nunca la ley. Yo siempre dejo que mis personajes infrinjan la ley por mí.

“Yo siempre dejo que mis personajes infrinjan la ley por mí”

—¿Tenías motivos?

—Yo tuve un juicio que duró muchos años, siete, pero heavy. Durante tres meses un juez en apelación, un juez raro que no leyó el expediente, decidió restringirme la tenencia y llevarse a mi hijo a otro lado. No lo podía ver. Decidió que yo lo viera dos días por semana, cuando vivió toda mi vida pegado a mí. Mientras yo viví ese juicio, no pude escribir una palabra. Después volví a la Justicia, me mudé, recuperé a mi hijo, escribí la novela. Para eso investigué mucho.

—¿Otros casos?

—Sí, como el de Gabriela Arias Uriburu. No quiero ponerme en la posición de una madre que perdió sus hijos, yo no los perdí para nada, pero me sacaron a uno diez minutos. Y me volví loca. Entonces dije: “¿Quieren volver loca a una mujer? Es fácil, sáquenle los hijos”. Claro que también hay madres que odian a los hijos, existen todas las variables.

—La novela está dedicada a otras mujeres que fueron “casos”.

—Sí, sobre todo a Sofía T, una chica judía, argentina, bioquímica o química. Se fue a París, tuvo un amorío, como yo. Tuvo una nena. Vivió violencia de género, hubo una acusación para el padre de la nena. Perdió el juicio. No tenía plata. Le dijeron que le tenían que sacar a la nena. Ella se esconde en Argentina. Hoy está clandestina.

Gabriela Arias Uriburu y una experiencia que ayudó a Harwicz en la idea de "Perder el juicio". (Martín Rosenzveig)

—Entonces, ¿serías capaz?

—Yo no sé. ¿Tirarlo por la ventana, empujarlo al precipicio, etcétera? ¿Ahorcar a alguien? Yo diría a priori que no. Me funciona la represión social, estoy adaptada a la cultura. Pero ¿y si me cambian las condiciones? ¿Y si tengo hambre? ¿Y si me sacan un hijo? Secuestrame a mi hijo a ver si puedo matar o no.

Ningún angelito

¿De qué acusan a Lisa, el personaje principal de Perder el juicio? Lo dice en la novela: “De violencia marital agravada por la presencia de los menores. ¿Qué género? Golpes punzantes, patadas, arañazos, trompadas, rasguños, lesiones con material inflamable, amenazas con uno o varios objetos cortantes no identificados, agravado por la presencia de los menores en cuestión y de múltiples testigos. Se la acusa de conductas no adaptadas, de intimidación y sometimiento a vejaciones sobre su cónyuge”. Con todo eso en trámite le impiden vivir con sus hijos. No lo acepta.

“Para mí es antiliterario hacer toda una novela enarbolando a la víctima por antonomasia, que es la mujer”

“Toda la novela es una gran distorsión”, dice Harwicz. “Yo no estoy oculta, no quemé una casa, no me sacaron a mis dos nenes. Pero esas cosas pasan. Las entiendo. Un poco toda la novela es una hipótesis de esa locura que se desata cuando te sacan a los hijos”.

—Es más habitual que los varones sean acusados de violencia.

—¿La tentación mía cuál era? Que la mujer fuera víctima, es lógico. Yo lo viví y las mujeres, todas las que investigué, para mí son víctimas absolutas del sistema de tortura. Pero para mí es antiliterario hacer toda una novela enarbolando a la víctima por antonomasia, que es la mujer. Entonces lo fabriqué al revés: ella es la acusada de violencia, ella es la que tiene orden de restricción. Traté de hacer que los dos fueran víctimas y victimarios, que no es como yo lo viví.

Amores violentos

Se odian, se golpean, se llevan a juicio, se amenazan, se insultan. La protagonista de Perder el juicio y su marido tienen un vínculo terrible que, sin embargo, también es amoroso.

El amor es un estrago doloso, una red de pederastas, un escándalo judicial en un tribunal de provincia. El amor es un soborno a la luz del día, una salida de emergencia con candado, pirotecnia lanzada al cielo. El amor es un itinerario fatídico, una cara alterada genéticamente”, piensa Lisa.

—El amor nunca son voladitos y florcitas pero acá es claro que la violencia y el amor no están separados.

—Eso que decís es lindo porque sin embargo lo reconocemos como amor, ¿no? Nos amamos, estamos acá en la cama, nos casamos, tuvimos hijos, pero siempre está en estado de sospecha, es decir, no se sabe bien del todo en qué se va a convertir el amor.

"Matate, amor", "La débil mental" y "Precoz", otros libros de Ariana Harwicz.

—Una violencia que pensé que podía estar hablando de esas cosas no físicas que a uno le pasan con la persona que ama.

—Es que no está disociado de la violencia el amor. No es que está el amor por un lado el amor y por otro “che, esta tipa es una loca, es una violenta, este tipo es un violento, hay que ponerle una orden de restricción”. Son indisolubles.

—Hay un momento en que él ofrece volver, arreglar la casa, encaminar las cosas, y uno por un lado le cree y por otro dice “no, no, es mentira, no caigas en la trampa del amor”. Una trampa en la que el otro no miente.

—Claro, él dice: “Construyo todo, nos mudamos lejos de mis mis padres y empezamos otra vez”. Y sí, sí, dale. Sí, sí, sí. Pero. No, no, no, no. Vaya a ver si todo está diseñado para volvértelos a sacar y volverte a dejar en un lugar de minusválida, digamos, de madre incapaz. Es algo que yo quería, hablar del amor como trampa. Pero el amor, no el desamor o el odio.

—También está el tema de la extranjería. Ubicás la novela en el interior de Francia, que uno puede suponer menos cosmopolita que París. Y la protagonista es judía y argentina, las dos cosas se subrayan. ¿Sos extranjera para siempre?

—Totalmente. No sé qué hubiera pasado si yo hubiese escrito siendo local, viviendo en Palermo, en Villa Crespo, en Chacarita o incluso en otra zona del país. La ejecución de la novela se da en estado de extranjería, de soledad. Allá no me conoce nadie, no hablo con nadie, no tengo relación con nadie, no es mi lengua, no tengo red social, no hay nada. Y hay una especie de tranquilidad que me permite desplegar toda la violencia.

Ariana Harwicz vivió en la campiña francesa. (EFE/Marta Pérez)

—¿La extranjería te debilita o te fortalece?

—A mí me fortalece literariamente. En la vida de civil me debilita siempre. No tengo red, no tengo ayuda, no tengo un alguien...

—En la novela él tiene protección total y ella está sola.

—Él tiene red. Tiene familia. Tiene la lengua y si tenés la lengua, tenés todo. La lengua es un poder tan increíble, podés vivir 30 años en un volcán, pero venís acá y tenés la lengua, tenés todo el poder y al revés, allá puedo estar hace 25 años pero no tengo la lengua, hablo como extranjera, entonces no tengo nada.

—¿Uno es un poco más tonto en otro idioma?

—Y además no tenés todas las armas, como que el otro tiene tres ametralladoras Kalashnikov, tres chumbos y cuatro cuchillos. Y vos tenés menos armas.

Allá puedo estar hace 25 años pero no tengo la lengua, hablo como extranjera, entonces no tengo nada

—¿Lo vivís como una agresión? ¿Por qué hablamos de armas?

—Y me vengo. Toda mi venganza, todo mi odio, todo ese pelearme con la época lo pongo en los textos. Y ya está, estoy salvada.

—¿En qué te peleás con la época?

—En todo, todo. En el diccionario de la corrección política, por ejemplo. Acá, ellos chicanean y dicen “¿esto es consentimiento o no es no es consentimiento?”. Juegan, se burlan los dos, no solo ella, socarronamente, cínicamente, del diccionario que se les impone. En la intimidad no tenemos testigos: ¿nos está mirando la época, nos está mirando la ley o estamos acá entre cuatro paredes y somos dos bestias? La violencia regulada y no regulada de la época me molesta. Está buenísima la época por otras cosas, pero no el diccionario impuesto.

"El ruido de una época", ensayos breves de Ariana Harwicz.

—Hay una frase que me pareció muy política, difícil: “Cuando el miedo cambia de bando es lo único verdaderamente justo”.

—Obviamente que se basa en el drama doméstico conyugal, pero sacado de contexto... Te doy vuelta la mesa, ¿viste? Oprimido y opresor van cambiando. No vamos a ser esquemáticos, pero me encanta cuando el oprimido y el opresor cambian de bando un ratito.

—La situación es que ahora puedo ser mala y vos tenés miedo. No es el reino de la justicia, el que antes tenía miedo ahora da miedo.

—En la novela los dos intentan hacer esta movida, esta jugada arriesgada, violenta por antonomasia que es “Te doy vuelta la mesa, te pongo el chumbo en la mesa”. Cambian las cartas, cambia el juego. Bueno, ella trata de hacerle eso a él. Primero él consigue la orden de restricción. Ella queda en posición inferior viendo a los chicos mediatizadamente y sin poder vivir con ellos. Después ella se lo lleva y él está en posición de súplica, digamos.

La falta de resolución en los casos de desapariciones de mujeres subraya la necesidad de mejorar los protocolos de búsqueda y atención.

—Tus hijos tienen 6 y 13 años, el de 13 entiende de qué va esta novela.

—Le dije: “estoy haciendo una novela donde los secuestro a los dos”. Y me dijo: “Pero no nos secuestres, eh”. “No”, le dije, “lo estoy haciendo para no secuestrarlos”. La relación entre la venganza que supone escribir y la vida se me hizo muy patente, en esta novela más que en otras.

—Hay un cuestionamiento de lo que le producen los chicos a una la pareja.

—Claro. O sea: los amo, los recuperé. Quemé una casa y me busca Interpol, pero los tengo. Pero ustedes son los culpables de haberme desarmado el matrimonio

—¿Se puede tener un amor de esa intensidad y criar chicos?

—Y contame vos... Hay parejas que se aman y arman pactos diabólicos de amor, pero odian o desprecian o denostan a los hijos. Y hay parejas que aman a sus hijos pero terminan odiándose entre ellos. Vi un caso, ella estaba loca de amor, lunática, alienada y el tipo le dijo: “Yo con vos estoy bárbaro, te amo, pero tus hijos me molestan”. Ella agarró a los dos nenes, manejó y los tiró por un barranco. Los dejó caer con el auto. Esos casos existen. Nadie es inocente, eso digo en la novela, salvo los chicos. Por lo menos, no del todo inocente. En literatura no me sirve esa oposición víctima-victimario pero en la vida pienso que esas madres son víctimas. Para ellas armé esta novela. De justicia, ¿no?

“Perder el juicio” (Fragmento)

Les preguntaron a asesinos seriales qué habían sentido la primera vez, si había sido escalofriante matar. No tanto, la verdad, respondieron. Se ve en las cámaras de seguridad de los restaurantes donde van los asesinos a almorzar justo antes de arrojarse a las vías, o justo después de haber matado a un niño y envolverlo debajo de la cama de un hotel. Los mozos coinciden en que tienen apetito, se los ve ligeros y cordiales. El 99 % somos normales, dicen los parricidas, es solo un 1 % la diferencia, solo eso es lo que nos separa de los criminales. Un pequeño antes y después, la nada misma. En esas deformidades que no llevan a ningún lado y solo sacan tiempo pienso mientras masco chicle de fresa. Uno tras otro, mastico, perforo mis dientes, hago globito, son los que les gustan a ellos, sigo comprando paquetes enteros pegados a las cajas de los supermercados. Sin azúcar, como le gustan a J, con fresa líquida encapsulada, como le gusta a E. Me quedo hasta que cierra el Auchan, los finde tengo menos opción y merodeo otros posibles lugares donde cruzarlos. Dos veces los vi en la góndola de los alcoholes, licor a base de vodka, aromáticos a base de rhum, aperitivos, pastis digestivos, proseco, cava, champagne medio seca, él iba llenando el carrito, vinos efervescentes, sidras, coctails, y los chicos lo ayudaban con disciplina, haciendo una cola, el padre le pasaba a uno y al otro.

Quién es Ariana Harwicz

◆ Nació en Buenos Aires, Argentina, en 1977.

◆ Escritora y guionista argentina, reconocida por su estilo narrativo provocador y transgresor.

◆ Su primera novela fue Matate, amor (2012).

◆ En 2014 publicó La débil mental, continuando con su exploración de personajes femeninos complejos y oscuros.

◆ Su tercera novela, Precoz (2015), aborda temas de relaciones familiares y tabúes sociales.

◆ En 2019 salió Degenerado, sobre un hombre acusado de violar y matar a una nena y en 2023, El ruido de una época, un libro de artículos donde debate temas contemporáneos.

◆ Reside en Francia desde hace varios años, donde continúa su carrera literaria.

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