Hola, ahí.
A lo mejor ya viste alguna de las notas que escribí recientemente, por lo cual ya sabés que estuve varios días en Ucrania entrevistando gente, dialogando con intelectuales y expertos en derechos humanos y visitando pueblos que fueron ocupados por los rusos y liberados luego por los ucranianos.
Viajé junto con otras personas invitada por el PEN de Ucrania, la organización histórica de defensa de la libertad de expresión y otros derechos de los escritores que necesariamente se ocupa hoy de otras tareas, como divulgar lo que está pasando en el país a partir de la invasión rusa.
Vengo escribiendo sobre esa experiencia inédita para mí y va a ser difícil dejar de hacerlo porque el horror de la guerra se renueva. Todo el tiempo llegan noticias dolorosas y, además, una vez que les viste la cara a quienes transitan por ese infierno de alarmas, refugios, amenazas y miedo a que en cualquier momento un misil corte tu vida en dos, ya no te olvidás y los tenés presentes cada minuto de tus días.
Todo el tiempo, esa gente que conociste, con quienes hablaste, te reíste y te abrazaste deseándoles un pronto final a su sufrimiento siguen en tu cabeza y en tu corazón.
La única gran diferencia es que vos estás a salvo y ellos, no.
Cielos cerrados
Llegamos a Chelm, en la frontera con Ucrania, del lado polaco, un domingo a la noche del verano europeo. Con cuatro compañeros de ruta —dos periodistas, una escritora y un abogado experto en derechos humanos— habíamos partido desde Buenos Aires en la medianoche del sábado, es decir, cuando comenzaba la madrugada de ese día. Aunque parezca algo enrevesado, viajamos vía Estambul para no perdernos las combinaciones de trenes que iban a llevarnos hasta la estación central de Kiev.
Se trata de dos trenes que salen combinados entre la tarde y la noche; si los perdíamos o si perdíamos alguno de ellos, íbamos a tener que estar viajando un día más.
Te explico mejor: desde el comienzo de la guerra a gran escala, en febrero de 2022, a Ucrania solo se puede llegar por tierra. Los cielos ucranianos ya no están abiertos al transporte comercial y, aunque hay defensa antimisilística poderosa, no siempre consiguen frenar los ataques rusos, como pudo verse esta semana.
Entonces: viajar a Kiev desde Buenos Aires nos llevó primero a Turquía (más de 16 horas de vuelo, con parada en San Pablo pero sin bajar del avión) y luego de varias horas de espera en el aeropuerto de Estambul —que gracias a las tarjetas de crédito pudimos pasar en una sala VIP, viendo en la TV turca informes sobre la guerra en Ucrania desde una perspectiva prorusa, y en donde, además, nos dimos una ducha esplendorosa— otro avión nos dejó en tres horas y media en Varsovia. Para entonces eran las 10 y algo de la mañana europea, es decir, las 5 de la mañana de Buenos Aires, pero del día domingo.
Ya en la capital polaca, una ciudad preciosa que debió ser reconstruida después de la Segunda Guerra, volvimos a hacer tiempo hasta el final de la tarde, para trasladarnos a la Estación del Este, donde tocaba tomar un primer tren rumbo a Chelm —tres horas y media— y recién ahí sí partir, en otro tren, con destino a Kiev.
Bajamos del tren polaco, tenemos una hora de tiempo. Nos sigue causando gracia que a la plataforma en polaco se le llame “Peron”. Siguiendo el rumbo de los que parecían conocer el lugar, cruzamos el andén e ingresamos a la estación local, una construcción anodina y atemporal, que podía recordar tiempos de guerra o tiempos soviéticos. Ahora que lo pienso, tal vez lo que recordaba esos momentos de la historia no era el edificio sino la cantidad de ucranianos que había allí, intentando en este caso regresar a su país, rodeados de bolsos, de valijas y paquetes. Decenas y decenas de personas esperando cruzar la frontera.
Ese viaje que en otros países se hace de formas diferentes y también en función del dinero con el que se cuenta, para los ucranianos hoy solo puede tener lugar a través del tren o de un auto, y esto último con el riesgo de pasar larguísimas horas demorados en los controles migratorios.
Vuelvo al último tren, el que estamos por tomar. Recordá que es domingo a la noche y salimos de Ezeiza el viernes a la noche, tarde. Estamos cansados, muy cansados. Este tren al que vamos a subir y nos va a dejar mañana al mediodía en Kiev, pertenece a los ferrocarriles ucranianos y no ofrece comida a los viajeros. Advertidos de ese detalle, todos compramos botellas de agua y algunas cositas para comer en un supermercado de Varsovia.
Mis compañeros de viaje se burlan por las servilletas con tulipanes violetas que manotée camino a la caja del super y les repartí luego a todos, para que tuviéramos con qué limpiarnos a la hora de comer. Quiero ser justa, son los tres varones del grupo quienes se burlan por el detalle cándido o de “minita” que se da en un contexto raro, mientras partimos a la guerra: a María Rosa le encantan, así que somos dos.
Sé que en este momento debería reflexionar sobre cosas existenciales pero mi cabeza de madre de familia no cambia el chip así nomás. Vamos a tener que comer arriba de la cama en la que vamos a dormir, quiero hacer todo lo posible para estar cómoda, limpia, como en casa. Quiero ser yo misma todo el tiempo. Es lo único que me da cierto margen de seguridad.
No me excita el desafío de vivir el peligro, pero soy periodista y quiero ver con mis ojos aquello sobre lo que escribo, hablo y opino. Soy periodista y estuve en Ucrania veinte años atrás, cuando cubrí la Revolución Naranja, una revuelta popular que, aunque se desató por un fraude electoral, surgió como expresión de la voluntad de gran parte de los ucranianos de terminar con la histórica tutela rusa.
Entonces conocí a los ucranianos que buscaban denodadamente terminar con todo rastro soviético, aunque también conversé con aquellos que comenzaban a sentirse desamparados porque extrañaban las garantías del sistema comunista.
Si hago este viaje demencial es porque quiero ver quiénes son hoy los ucranianos, cómo viven, cómo se arreglan desde hace dos años y medio para vivir bajo el pánico de las alarmas por los ataques rusos a toda hora. Quiero que me cuenten qué sienten; saber cuál es la emoción dominante en esa sociedad, aunque puedo adivinarla.
No hay forma de que no sea el odio. Al final de este viaje voy a confirmar una sospecha: es infinitamente más sencillo ser pacifista cuando uno forma parte del pueblo opresor.
Somos cinco camaradas y a cada uno de nosotros los anfitriones nos compraron pasajes en diferentes camarotes. Cada camarote tiene cuatro literas, eso significa que vamos a pasar la noche y la mañana durmiendo y obligados a convivir y a respirar el mismo aire con tres desconocidos.
Qué perturbador.
Abrazada a la mochila
Había vivido la experiencia de compartir camarote con desconocidos 30 años atrás, durante mi primer viaje a Europa. Lo recordaba como algo exótico (me tocó estar con dos chicas jóvenes y un señor muy mayor, más mayor que lo que soy yo hoy) y también recordaba que pasé varias horas tomando algo en el bar para hacer tiempo y que, una vez que entré a la cabina, elegí no cambiarme la ropa para dormir.
Me acuerdo de que los demás vivían todo con naturalidad: las chicas se pusieron sus pijamas, el anciano doblaba su ropa de calle a los pies de su cama. Claramente yo era la única novata en eso de compartir la noche entre desconocidos. También recuerdo bien que después de acomodar la valija ahí donde pude, en cuanto entré me tiré a la cama abrazada a la mochila y me desperté en destino.
El tren al que estoy subiendo ahora no tiene bar como aquel viejo tren. Tampoco sé si mi ubicación en las cuchetas es abajo o arriba. Les tengo fobia a las camas marineras, en realidad la fobia es a las camas de arriba, me dan vértigo.
Después de subir mis cosas al vagón, camino hacia el final del pasillo y sigo atravesada por una sensación extraña; sé que mis amigos están en el mismo tren, uno de ellos incluso en el camarote de al lado, pero el sentido de soledad, de inermidad, diría, es más fuerte. Estoy a las puertas de más de once horas adentro de un espacio muy reducido y con gente desconocida.
Quiero serenarme y quiero saber que voy a poder dormir abajo, cerca del suelo y no a centímetros del techo. Busco la calma y me dispongo a reproducir mi conducta de treinta años atrás, es decir, saludito al pasar a los vecinos de ocasión, acomodar mis cosas de la manera que pueda y dormirme hasta llegar a Kiev. Pero tengo hambre, mucha hambre, hace horas que no como nada.
Tren ucraniano, charla en inglés
Veo el número que se corresponde con mi pasaje, corro la puerta corrediza y cuando me asomo, tres pares de ojos claros me miran con curiosidad y sorpresa. La dueña de uno de esos pares de ojos me habla en inglés en cuanto advierte que no soy ucraniana: en los países del Este europeo mi apariencia engaña, suele pasarme que de entrada me hablan en la lengua local.
Antes de seguir con el relato, tengo que contarte algo. Con todo mi amor y agradecimiento escribiría los nombres reales de los integrantes de la familia ucraniana que el azar me regaló esa noche de fines de junio, pero mi anfitriona de camarote me pidió con delicadeza que por favor no lo hiciera. Nadie quiere arriesgarse a nada en tiempos tan delicados y lo comprendo. De modo que, de ahora en adelante, hasta que lleguemos a Kiev estarán junto a mí Natalya, de 38 años; su madre será Anna, de 60, y el hijito de Natalya será Ivan, de 5 años.
Pasaremos más de once horas juntos conversando, compartiendo comida, durmiendo y pensando en el destino, esa fuerza que puede unirte a las personas en las situaciones más inesperadas o adversas.
Pan y queso
Tengo amigas que se olvidan de comer, no es mi caso. Tampoco es que me la paso comiendo cantidades exorbitantes sino que más bien soy como los bebés, tengo hambre a cada rato. Me conformo con poco, la mayoría de las veces. Es lo que va a pasarme ahora, que en cuanto conozco a mis compañeros de dormitorio ya sé que tengo una novela por delante, pero el hambre puede más.
“Pasá, pasá”, me dice Natalya, “ya te libero parte de la cama y toda la mesita para que puedas comer”, agrega en cuanto le comento que aún no cené. Son las once de la noche, ellos cenaron hace rato y las mujeres buscan distraer a Ivan en lo que va a ser un viaje muy largo.
En realidad, para ellos también viene siendo un viaje interminable. Se tomaron unos días de vacaciones en un resort de Turquía. El marido de Natalya, como todos los hombres en edad de combatir, no pudo acompañarlas. Por estos tiempos, las mujeres se mueven solas en Ucrania. Ella es contadora, siempre tuvo buen trabajo. Su madre es maestra, enseñaba ruso y literatura pero la última vez que revalidó su título, se convirtió en maestra de ucraniano y literatura.
El ruso es historia en Ucrania. Historia negra, dolorosa. Para Anna no es una buena noticia, me doy cuenta. No habla inglés pero veo que, al contrario de lo que pasa con su hija, hay algo que tiene que ver con su edad y su historia personal que la diferencia en cuanto a lo que sienten sobre esta guerra atroz. Anna vive la pérdida de una lengua y una cultura, la de más de la mitad de su vida. Lo siente como una pérdida familiar. Los más jóvenes, en cambio, los que crecieron luego del colapso de la URSS, no quieren saber de nada con ese legado: es el legado colonial, opresor. No soportan escuchar palabras en ruso.
Pelo muy rubio y lacio, delgado y elástico, Ivan juega con su muñeco de Hombre Araña, como jugaban en su infancia mis hijos varones. Lo que tiene entre sus manos es el mismo muñeco de goma azul y rojo y aunque veo en él al hijo de otra mujer, pienso que podría también ser un hijo mío. Siempre me pasa en esta parte del mundo: todos me recuerdan a tíos, a primos, a abuelos. La mirada de Ivan no es desconfiada; una vez que su madre le hace un gesto afirmativo, toma el paquete de obleas que le ofrezco y comienza a comer las galletitas con fruición. Está cansado, va a dormirse en un ratito en cama ajena y le viene bien llenarse la panza con algo dulce.
Termino de comer mis sandwichitos de pan negro y queso a las apuradas, no solo por el hambre. Me siento algo incómoda comiendo sola, es como si esas mujeres me estuvieran recibiendo en su casa y yo, en lugar de mostrarme agradecida, pareciera una maleducada que solo piensa en comer. Se lo digo a Natalya y me responde con un gesto de la mano que me calme, que no pasa nada, que coma tranquila, que está todo bien.
Ivan sigue comiendo obleas, yo ya sacié mi apetito y comenzamos a charlar. Anna nos mira desde la cama de arriba, con las piernas colgando. Se puso ropa de dormir, una calza negra y una remerita celeste. Tiene el cabello corto y ojos turquesa, brillantes. Es hermosa, como su hija, pero no se parecen. Anna es más baja y redonda, enérgica; Natalya es alta y espigada, tiene el pelo largo y recogido. Mientras conversamos, Natalya interrumpe de a ratitos y le traduce a su madre aquello sobre lo que hablamos. Anna hace gestos y sonríe todo el tiempo, una manera de participar de la charla.
Natalya me cuenta que al comienzo de la guerra eligió irse de Ucrania. Viajó a Estonia con su mamá y su hijito para trabajar en una empresa que le ofrecía un empleo seguro y buen salario. Resistió un año, Ivan extrañaba mucho a su papá. Son de Kryvyi Rih (también conocida como Krivói Rog, quiere decir “cuerno torcido”), en la región de Dnipropetrovsk, al sur de Ucrania. Una ciudad que hasta 2021 tenía más de 600 mil habitantes y que en estos años además es conocida por ser la ciudad natal del presidente Zelensky. Una ciudad que fue bombardeada por los rusos, como tantas otras.
Hoy no hay cifras, la guerra alteró todos los registros. Así como hubo mucha gente que partió fronteras afuera, otros son desplazados internos. En Kryvyi Rih encontraron refugio muchos habitantes de Jerson, la primera ciudad ucraniana que cayó luego de la invasión de febrero de 2022, que fue liberada nueve meses después por los ucranianos pero que sigue siendo atacada permanentemente por los rusos en esta guerra que se respira interminable.
Sin pasaporte
Ivan ya duerme, Anna también: hay ronquidos de cansancio en ambos. Natalya me invita a un té, en la parte de adelante del vagón se vende té y café. Digo que me invita porque como no tengo gryvnias para pagarlo, lo paga ella. Después de tomarlo, Natalya baja la cortina de la ventana y me dice que suba a mi litera por la mesa en lugar de por la escalerita minúscula que está al otro lado. Vuelve a decirme: no pasa nada, subí tranquila, es más cómodo así.
Ya en la cama, después de tenderla con las sábanas blancas antiguas y limpísimas que nos dejaron en una bolsa de plástico, me giro hacia la pared, me da pánico caerme. Natalya me contó que Anna se cayó una vez y eso acentúa mi fobia. Comienzo a dormirme cuando nos abren bruscamente la puerta y encienden las luces, son militares polacos, vienen a revisar los pasaportes. Un rato después, del lado ucraniano, se repite la situación pero es todo más brusco. En ambos casos miran como buscando algo raro, algo diferente, algún delito, algún criminal. Todo es una película y yo estoy adentro. Natalya les habla tranquila, me siento segura con ella.
Miro a Ivan dormido y abrazado a su Hombre Araña y pienso si alguno de los chicos ucranianos que fueron secuestrados por los rusos fueron llevados así, por tren y simulando ser familia. Ucrania tiene una cifra oficial que le grita al mundo: según sus estimaciones, Rusia secuestró a veinte mil chicos y los entregó en adopción a familias rusas.
En tren de provocar a todos, los rusos aseguran que “salvaron” a 700 mil niños sacándolos de sus ciudades. Los salvaron del nazismo ucraniano, dicen. De la cultura occidental que atenta contra los valores, dicen. Vaciaron los orfanatos y se llevaron a chicos cuyos padres fueron asesinados. Rusia necesita aumentar su población, que no crece hace mucho. Qué mejor que colmar el país con chicas y chicos ucranianos reseteados por ellos mismos.
Es siniestro.
Vuelvo a migraciones en Ucrania. A diferencia de los polacos, se llevan con ellos nuestros pasaportes, una montaña de libretas ajenas con los datos de todos los que estamos en ese vagón.
Nos quedamos en la cama esperando a que regresen. Estoy en un tren, en la frontera ucraniana, de madrugada y sin pasaporte. Todas las fantasías de películas de guerra y mafias pasan por mi cabeza, no puedo dormirme porque hay que esperar que vuelvan a devolvernos los documentos. Qué hicieron con ellos en el rato en que se los llevaron, quién lo sabe.
Siento alivio cuando me lo regresan y vuelvo a guardarlo en la bolsita bordada naranja que llevo conmigo a todas partes. En definitiva, es otra prueba de mi identidad. Consigo dormirme a pesar del techo a unos centímetros, del vértigo por estar arriba y de los ronquidos de adentro y de afuera del camarote. Se me ocurre que mi respiración también se escucha.
Desayuno de nada
La luz entra temprano. Durante la noche, Natalya acomodó a Ivan al revés en la cama para que el viento no lo molestara y un par de veces también se acercó amorosa a su madre, para darla vuelta y que no se cayera de la cama alta. Sentí sus movimientos sigilosos, los adivinaba en la oscuridad, me veía en ellos. También alguna vez arropé a mis hijos y a mi madre.
Cuando estamos todos despiertos desarmamos las camas, nos pedimos otros tés y convido lo que me quedó del pan con queso; las obleas siguen ahí, también sirven como desayuno. Anna quiere mostrarme algo. Busca en su celular y me muestra la foto de una pareja joven, su hija me explica: la muchacha era compañera de trabajo en la escuela. Ella y su marido murieron en un ataque con misiles, tenían ya aprobados todos los papeles para irse a vivir a Estados Unidos en pocos días. Anna me muestra la foto en su pantalla y la acaricia. Su gesto de dolor ya es inolvidable.
Veo que Ivan está aburrido —veo también que aún tiene en la muñeca la pulserita celeste del resort de Anatolia en el que estuvieron— y me acuerdo de que tengo a mano un ejemplar de un relato para chicos que publiqué hace unos años y que cuenta la historia de una nena que se siente abrumada porque sus padres no le prestan la atención que ella necesita. La nena es la hermana menor de un chico con una discapacidad que, aunque no se menciona, parece autismo. Ella siente una tremenda presión por verse obligada a hacer todo bien y tiene celos de un hermano que es diferente ante los ojos de todos. Ella siente, en realidad, que a él lo quieren más.
Ella se llama Lucy, su hermano es Tincho, le cuento todo esto a Natalya y le regalo el libro a Ivan. Su abuela, maestra entrenada, empieza a pasar las páginas y se detiene en las ilustraciones, se las muestra a su nieto. Después de que Natalya le resume el argumento, comienza a contarle la historia a Ivan, a su manera. Estoy emocionada: de alguna manera, esa mujer que habla en ucraniano le lee mi cuento a su nieto.
Tengo fotos de este momento, pero no voy a hacerlas públicas. Me acompañaron durante una noche especial y confiaron en mí, voy a respetar su deseo de anonimato.
Estamos llegando a Kiev, me dice Natalya, mientras pone en orden valijas y bolsos. Antes nos pasamos los datos de nuestras redes sociales y nos dijimos cosas lindas. Ya en la estación, una de las más lindas que vi en mi vida, nos abrazamos y prometemos escribirnos. Yo ya llegué a destino, a ellas aún les queda un largo trecho.
El lunes 8, cuando comencé a escribir este envío, Rusia atacó con misiles en diferentes regiones de Ucrania. Hubo un ataque escalofriante a un hospital pediátrico especializado en niños con cáncer en Kiev, a minutos de donde estuvimos moviéndonos nosotros durante una semana, días atrás. Hubo también un ataque que provocó diez muertos en Kryvyi Rih, la ciudad de Zelensky y también la de mi familia por una noche. Cuando leo esta noticia, busco a Natalya por Facebook y por Whatsapp y le mando mensajes, necesito confirmar que están a salvo.
“Fue muy fuerte, pero estamos bien, gracias por tus lindas palabras. Sos una buena persona”, me dice y me hace llorar.
¿Ivan entiende lo que está pasando?, le pregunto después.
Me dice que sí y me quedo pensando en cómo puede entender la guerra un chico de 5 años, si nosotros, los adultos, no conseguimos entenderla.
Las imágenes que ilustran este envío son fotos que saqué con mi celular durante el viaje, salvo una de mi colega y amigo Alejo Sanchez Piccat y la primera, que es a nuestra llegada a la estación central de Kiev: fue tomada por la escritora María Rosa Lojo, compañera de este viaje tan especial.
Como te dije la semana pasada, estar en un país en guerra y hablar con personas que viven la guerra a diario puede cambiarte la manera en que pensás el mundo y también tu propia vida.Te recuerdo mi mail: es hpomeraniec@infobae.com. Escribime si tenés ganas de hacerme un comentario o una recomendación.Espero que pases una buena semana, cerca de los tuyos y de todo lo que te gusta.
Hasta la próxima.