“Dalia querida, no sabía”. Esto me escribió vía redes una gran periodista, antigua compañera del terciario, después de leer la nota que salió en 2019 al cumplirse 25 años del atentado a la AMIA, sobre mi recuerdo de lo que viví ese día. Le había propuesto a la editora escribir algo sobre el tema, por el número redondo, y me sugirió hacerlo en primera persona, luego de contarle que el 18 de julio de 1994 estuve muy cerca de donde explotó la bomba, de pura casualidad, y durante un tiempo que en términos horarios fue corto pero me resultó infinito creí que mi papá, que trabajaba en la mutual, había estado ahí cuando estalló todo.
“Yo tampoco sabía”, recuerdo que le respondí. Y todavía pienso a qué me refería exactamente. Si al detalle minucioso y casi cronometrado de lo que había vivido durante aquella mañana de terror, desde las 9:53 en adelante, y conservé en algún rincón de mi interior durante un cuarto de siglo casi sin haberlo mencionado; a la posibilidad de haber seguido con la vida “como si nada” –es un decir– después de atravesar ese horror y sus espantosas consecuencias, entre ellas, la impunidad que no permite a las víctimas fatales ni siquiera descansar en paz; o si bien, quizás, por el contrario, me refería al camino lleno de magia, vida y alegría con el que comencé a conectarme en especial a partir de ese momento y que desemboca hoy en la concreción de ese recorrido, plasmada en las páginas de La epopeya del colibrí.
Lamroth hakol –en hebreo, “a pesar de todo”– es una frase que acuñó un grupo de inmigrantes judíos llegado a la Argentina en 1944 escapando de la Segunda Guerra Mundial, y podría emplearse para describir lo que me sucedió. Escribí aquellas líneas durante un fin de semana en llanto. Solo me levantaba del escritorio para estirar las piernas y salir al paisaje verde que me rodea para despejar un poco. La sorpresa llegó cuando terminé ese texto y me tocó pasar al siguiente, sobre el rescate de los libros, que se publicaría a continuación.
Contacté a Abraham Lichtenbaum, director de la fundación IWO (Instituto Judío de Investigación), una persona muy cercana y querida por mi papá. Él, mi papá, sobrevivió al atentado pero murió hace dos años, cuando comencé a escribir el que luego sería el primer borrador de este libro. Abraham, que es uno de los protagonistas del capítulo central de La epopeya… –contado en formato de historieta, dibujada con maestría por Bernardo Erlich– muy lejos del tsunami de angustia en el que yo estaba sumergida comenzó a hablar de un tema que tuvimos en común él, mi papá, mi actividad cotidiana y, a su vez, en términos universales, buena parte de la tradición cultural judía: los libros.
Durante los meses que siguieron a la explosión de la mutual, contó Abraham, 800 jóvenes voluntarios rescataron la mayor parte del acervo de la biblioteca y el museo que funcionaban en la sede de la AMIA. Chicas y chicos llegados desde distintas escuelas judías y no judías de la ciudad formaban una cadena humana de una cuadra y media por la que circulaba el material que rescataban los mayores de 18 años que podían ingresar al sector de los escombros. Así fue cómo lograron salvarse 60 mil libros de los 80 mil que tenía la biblioteca, al igual que buena parte de la colección de diarios, revistas, fotografías, discos de vinilo, afiches de cine y teatro y piezas de distintas colecciones de arte que albergaba el museo. El IWO fue creado en Vilna, Lituania, en 1925, y tres años después se estableció su sede en Buenos Aires, en el edificio de Pasteur. Durante la Segunda Guerra Mundial, comenzó a trabajar en forma independiente, mientras el de Vilna era saqueado y devastado. Algunos de los libros preservados, señalizados con un Maguen David celeste –estrella de seis puntas– ya habían sido rescatados de los saqueos nazis durante la Segunda Guerra. Se habían salvado de ser destruidos por segunda vez.
Impactada con el relato de Abraham –en aquellos días participé de alguna instancia mínima de aquel rescate, pero, entre todo aquel horror, el dato se me había borrado– escuché acerca de las permanentes consultas que recibe el IWO desde distintos lugares del mundo vinculadas a la enseñanza del idish –idioma que hablaba gran parte de los inmigrantes judíos llegados a Argentina y otros países a mediados del siglo pasado, después de la guerra– así como sobre cursos y talleres de temáticas judías que realizan en la entidad, de las que participa gente joven o no tanto, de nacionalidades diversas. Me hablaba, en síntesis, de una cultura viva.
De difundir esta cultura, la judía, se ocupó durante casi toda su vida mi papá, quien siguió trabajando en la AMIA, justamente en esa área, aun después del atentado. Durante una etapa extensa de mi vida no tuve el mejor de los vínculos con él, algo que por suerte se revirtió desde varios años antes de su muerte. Todo este mix de temas desembocó, durante la pandemia, en el mejor lugar al que podría haber ido a parar: el taller de no ficción de Matías Bauso, al que llegué por un proyecto anterior, que gracias a la capacidad de Matías para guiar las escrituras a buen puerto se convirtió en el colibrí. ¿A qué viene la referencia a esta amigable ave pequeña? Tendrán que develarlo los lectores.
El trazo de Erlich no podría ser más indicado para el texto. La tapa del libro, con sus ilustraciones a todo color sobre un fondo negro brillante, es un reflejo exacto de la magia que se produjo a cada paso del proceso de escritura. El criterio experto del editor Leopoldo Kulesz, de Libros del Zorzal, nos guió a convertir la propuesta en un formato híbrido, que combina la historieta en determinados capítulos clave con ilustraciones que acompañan los textos en los demás, donde las palabras de entrevistados como Abrasha Rotenberg, Martín Caparrós, Diana Wang, Daniel Goldman, Sonia Berjman y Enrique Grinberg, entre otros, así como las citas de Tomás Abraham, Victoria Ocampo o Moshe Korin, entre otras, me ayudaron a elaborar el texto del libro que posiblemente siempre había querido escribir, aunque no lo sabía.