El renombrado periodista Hugo Alconada Mon ha lanzado su nueva novela histórica titulada La cacería de Hierro, ambientada en Argentina a fines del siglo XIX. La obra, publicada por Planeta, se centra en un acontecimiento criminal que conmocionó a la región de Necochea en 1892.
La trama aborda el sangriento asesinato de dos niños, Ponciano y Felisa, cuyas muertes llevaron a un significativo avance en la criminología. La dactiloscopia, un método de identificación a través de las huellas dactilares, es desarrollada por Juan Vucetich, inmigrante dálmata establecido en La Plata. Este invento marcó el inicio de la policía científica moderna.
Vucetich, de 33 años, se convierte en una figura central en la novela, cuyo reconocimiento internacional redefinió las técnicas de identificación criminal. En paralelo, se narra la historia de Valentín Hierro, un guardiacárcel afectado por el asesinato de su madre dos años antes, quien busca justicia con la ayuda del primer detective de la provincia de Buenos Aires.
Alconada Mon utiliza datos y documentos históricos inéditos para construir un relato que explora las profundidades de las pasiones y ambiciones humanas. En su narrativa, desvela tanto la oscuridad como la admiración que pueden suscitar los actos de los individuos. La cacería de Hierro ofrece precisión histórica y también una conexión entre el avance científico y la lucha personal de sus personajes, combinando suspense con una rica contextualización histórica.
Infobe Cultura ofrece un adelanto de esta intrigante novela.
La cacería de Hierro (fragmento)
A fines de la década de 1880, una pareja que vivía en los campos aledaños al pueblo de Necochea tuvo dos hijos.
En 1892, Ponciano, de 5 años, y Felisa, de 3, murieron degollados.
La resolución del doble crimen marcó el nacimiento de la policía científica y de la criminología moderna, y le reportó reconocimiento mundial a un inmigrante dálmata de 33 años que vivía en La Plata.
Lo llamaron «sabio».
Se convirtió en leyenda.
1.
—¿Cómo está?
—¿Quién, señor?
Levantó una mano, con la ficha dactilar 5492 entre los dedos índice y mayor, como un cigarro.
—Ella.
Sentado frente a su escritorio, Juan Vucetich repasó los datos volcados en la ficha, ajeno a la mirada del guardicárcel que se había presentado en su oficina y permanecía de pie, atento. Orillaba el mediodía del sábado en La Plata, pero quedaba mucho por hacer en el Departamento de Antropometría de la Jefatura Central de Policía.
—Le hice una pregunta.
—En Dolores, señor. Rojas anduvo entre la cárcel y el hospital varias veces; veremos si acá mejora un poco de salud.
Vucetich le hizo un ademán al guardiacárcel para que se retirase y volvió a enfocarse en las diez huellas dactilares y los datos volcados en la ficha. Aportaban poco, pero tampoco los necesitaba. La trama de Necochea perduraba fresca en su memoria.
«Francisca Rojas de Caraballo», «causa de detención: doble infant.», exponía. La habían completado horas antes con precisiones que lo envolvieron en recuerdos de hacía siete años, de cuando aquella tragedia signó su vida para siempre. «El hecho ha sido cometido en 1892. Sumario levantado por el inspector D. E. M. Álvarez».
Vucetich sonrió, como cada vez que lo visitaba la sombra de aquel sabueso singular. Cuando pocos confiaban en él y en su trabajo, Álvarez se había jugado el resto.
—¿Qué hace todavía acá? —le espetó al guardiacárcel, al ver que seguía junto al escritorio, en posición de firme.
—Quiero saber. Se dice tanto sobre ella y sobre usted que…
Vucetich no quiso oír el resto. Estaba harto del morbo que solía rodearlo, de la prensa amarillista que se regodeaba en el chapoteo de sangre, de los vampiros que lo lisonjeaban en los mejores salones de La Plata para quedarse en la anécdota, sin enterarse de que lo suyo era ciencia y método. Ya tenía suficiente con recibir a los invitados que le mandaban sus superiores, como el príncipe Luis Felipe De Orleans y Bragance, para lidiar también con mediocres que consumían su tiempo, por ignorancia o interés, y lo desgastaban más que los envidiosos.
—Retírese.
Pero el guardiacárcel no se movió. El cadáver que arrastraba desde hacía dos años pesaba demasiado. Dos años de dolor, de búsquedas torpes y estériles, de frustraciones; dos años detrás de una oportunidad que ni siquiera tenía claro cuál era. Hasta esa mañana del sábado 15 de abril de 1899 cuando el destino le permitió conocer a la leyenda.
—Me expresé mal, señor —se disculpó y jugó otra baza—.
Lo que quiero es aprender. De usted.
Vucetich se quitó los anteojos de lectura, con cierta coquetería, y se fijó en el guardiacárcel por primera vez. Flaco y fibroso, no era más que un muchacho. Debía rondar, con mucho, los 20 años. El uniforme le quedaba apretado, un talle demasiado corto, aunque lo llevaba con aplomo, y tenía la mirada despierta, alerta a lo que ocurría a su alrededor. La leyenda no pudo consigo mismo y se preguntó en que categoría de delincuente lo encuadraría su amigo Cesare Lombroso. ¿Criminaloide o habitual? ¿Y Alphonse Bertillon? ¿Qué diría sobre él?
—¿Por qué quiere aprender?
—Porque hay demasiados crímenes sin resolver y lo que usted hace es el futuro —dijo, y señaló los ficheros y los empleados—. Ustedes resuelven acá más casos que muchos policías en las calles.
Una mueca asomó debajo de la barba rojiza del hombre llegado de orillas lejanas. El muchacho sabía expresarse, debía reconocerle, aunque no bastaba. Con los años había aprendido que, a menudo, detrás de las motivaciones declamadas se ocultaba la causa verdadera.
—Y dígame…
—Valentín, Valentín Hierro.
—Dígame, Valentín, ¿cómo es que usted terminó trayéndome la ficha de Rojas?
El muchacho le devolvió la mueca.
—Me moví para que así fuera. Rojas llegó ayer de Dolores. La trajo el oficial Antonio Maliandi y quedó alojada en la Cárcel de calle 14 —precisó—. Hoy le tomaron las huellas y como los cocheros están de huelga, me ofrecí a traer las fichas de las nuevas reclusas… para entregarle en mano la de Rojas.
Vucetich se reclinó en su silla. Algo en el muchacho no terminaba de cuadrarle, pero no tenía claro qué. ¿Su forma de hablar? ¿Su locuacidad? Mantenía como premisa que todos tenemos algo que callar, pero ¿estaba cayendo en el prejuicio, algo que detestaba cuando lo padecía? Decidió probarlo.
—¿Por qué debería dedicarle tiempo, que no me sobra?
—Porque quiero aprender.
—Ya me lo dijo; no es suficiente. Vucetich notó la demora, mínima, en la respuesta.
—Llevo más de un año yendo a sus conferencias, comprando cada nuevo número de la Revista de Policía de los porteños, preguntándole sobre su trabajo a los policías y guardiacárceles que conozco, y leyendo todo lo que aparece en los diarios sobre usted y esta oficina —dijo el muchacho, que con una mano apuntó a los ficheros repletos de huellas dactilares, y a los empleados que mecanografiaban pedidos de informes o respondían a otras reparticiones—. Llevo meses aprendiendo por las mías sobre la dactiloscopia, pero sé que apenas araño la superficie, y esta es la primera oportunidad de pedírselo: enséñeme.
El planteo del muchacho era válido, pero similar al de otros aspirantes, calibró Vucetich, aunque el tono en que lo había expresado tenía algo de impertinente. Eso le agradó. No cualquiera flirteaba con una sanción disciplinaria en pos de aprender. Le daría una oportunidad, resolvió. Una sola. Como a él se la había dado el jefe de Policía, Guillermo Nunes, cuando no era más que un inmigrante sin título, sin renombre y sin logros, y con apenas tres años como «meritorio» en la fuerza.
—Si de verdad quiere aprender, lo espero mañana a las nueve en mi casa —lo emplazó, y le pareció ver que un chispazo de satisfacción cruzaba por los ojos del muchacho—. Sea puntual.
—¿Dirección, señor? —Infórmese. Ahí tiene su primera lección.