Nos volvemos a encontrar y te aviso que este newsletter viene distinto de los anteriores. Siempre, o casi siempre, recomiendo un libro que leí. Esta vez voy a contar de una singular presentación a la que fui. ¿Novedades? Más o menos: nuevas ediciones, con nuevos prólogos de un escritor japonés que ganó el Premio Nobel en 1968 y se suicidó —o eso parece— en 1972: Yasunari Kawabata. Habló gente que lo tradujo, que lo pensó y que lo ama. Eran varios, no siempre estuvieron de acuerdo. Eso estuvo bueno.
Larga mesa, algo de comida japonesa, ambientación ad hoc, se venía una jornada bien literaria. Pero el encuentro pegó un pico emocional cuando la traductora y editora Amalia Sato contó algo personal un poquito en el borde con lo fantástico, que ocurrió en Buenos Aires. Es así. ”Esto sucedió en 2013, yo todavía tenía a mi papá. Mi papá vivía en el barrio de Núñez”. Cerca de la casa de su padre, Sato fue a un supermercado chico, de una cadena grande. “Entonces compré algo y fui a la caja y había un chico alto, de pelo oscuro, y me dijo ‘Señora, ¿usted es japonesa?’” Sí, dijo ella, nieta de. “Yo también tengo sangre japonesa”, le dijo el muchacho. “Me llamo Kawabata, como el famoso Premio Nobel de Literatura. Mi familia es Kawabata”. Chan. No se lo decía a cualquier japonesa, se lo decía a una que había hecho su vida de la literatura. “Yo tenía entendido que él había quedado huérfano, que no tiene abuelo, que no tenía familia”, le dijo Sato. El chico, firme: “Mire, usted tiene que hablar con mi mamá, que le va a contar la verdad”. La verdad: qué oferta ¿no? La verdad de Kawabata. Sí, ella quería anotar el teléfono del cajero y sí, le podía dar el de ella o el mail o lo que fuera. Pero ay, se había formado una cola, el cajero se puso incómodo: “Sigamos otro día”, le dijo él. Cuando ella volviera de compras.
Cuando hablan de un autor que ganó el Nobel en 1968 pienso más en la bomba atómica que en los cerezos
“A la semana siguiente vuelvo. Lo busco, no está. Se me acerca una chica y me dice: ‘¿Usted busca a Kawabata, señora?’ ‘Sí, tu compañero’. ‘Sí, porque el otro día escuché que ustedes estaban conversando y que usted lo había traducido, no pude evitar escuchar esa conversación’”. ¿Y Kawabata? “‘Está con licencia médica. Le agarró como un lumbago, una cosa fea. Así que durante este mes no va a venir a trabajar’” . Sato pegó la vuelta. Le contó al papá. Pasó el tiempo, no volvió. Dos años después entró a otro local de la misma cadena pero en otro barrio y alguien la llama: “¡Señora, señora! ¿Se acuerda de mí?”. Era la chica. “Sí, claro que me acuerdo”. Y la chica: “Quiero saber si usted supo algo de él después”. No, Sato no había sabido nada, por supuesto. ¿Y la chica? Tampoco. No se supo más.
¿Habría sido un mitómano el cajero? “Mientras tanto —cuenta Sato a la mesa, todos mudos— me había estado escribiendo con Marcelo, un amigo muy querido que es especialista de inmigración. Él mira la lista de inmigrantes japoneses en la Argentina. Y días después me dice: ‘Mirá, puede ser. Encontré que hay tres personas con apellido Kawabata en el país’”. Aplausos y es como si nos hubiéramos acomodado para hacerle un lugarcito a Kawabata en la mesa.
Claro, en esta mesa Kawabata es como un tío, todos lo conocen. Pero no está mal decir que es un escritor japonés, que nació en 1899 —el mismo año que Borges, señalará enseguida Ana María Shua—, que quedó huérfano a los cuatro años y lo mandaron a vivir con sus abuelos paternos, que tenía una hermana que murió muy chiquita y que esos abuelos murieron también, cuando él tenía 15, el año en que empezó la Primera Guerra Mundial. El joven se fue con los otros abuelos, estudió literatura y en 1916 escribió: “Estoy decidido a escribir novelas en lenguas extranjeras libremente en inglés, francés, ruso, alemán y otros idiomas, y sigo pensando en el Premio Nobel”. Vinieron revistas literarias, trabajó como periodista y, en 1927, La bailarina de Izu. Diez años más tarde, País de nieve.
En fin que editorial Planeta viene publicando sus muchos libros, con prólogos actuales. El de País de nieve, por ejemplo, es de Juan Forn. El de El maestro de go, de Anna Kazumi-Stahl, que estaba en la presentación. Así como estaban ahí Amalia Sato —que hizo el de Mil grullas— y Martín Felipe Castagnet, que prologó En el lago (y que hace un tiempo grabó una hermosa versión de Rashomon, de Akutagawa que se puede escuchar acá) Y también Miguel Sardegna, autor de Los años tristes de Kawabata. Y Malena Higashi, autora de El viento entre los pinos, un ensayo acerca del camino del té.
No voy a dar muchas vueltas, te paso algunas cosas que se dijeron en ese encuentro y que te llevan por los libros de Kawabata.
Ana María Shua: “Quien intente juzgar a Kawabata de acuerdo a los cánones actuales del feminismo, bueno, lo va a encontrar inadecuado. Quien lo lea con la mente abierta se va a dar cuenta de que en realidad, incluso de acuerdo a los cánones del ultrafeminismo, Kawabata es un escritor de avanzada. Incluso de acuerdo a los cánones más exigentes. Está muy claro como él muestra, exhibe y denuncia constantemente la situación de la mujer en el Japón en la época en que le tocó vivir”. Y Shua tira la primera discusión: “Hay algo que para mí sigue siendo inexplicable y que sería muy lindo que pudiéramos conversar. Y es cómo y por qué Kawabata es tan absolutamente universal como para venir a tocarnos las entrañas hoy en la Argentina, en el siglo 21. Y yo creo que eso excede toda la cuestión de su formación, del budismo, del zen, etcétera”.
Martín Felipe Castagnet: “Yo no sé si coincido. ¿Uno podría decir que existen valores artísticos intemporales? Esa idea de los valores intemporales me parece bastante problemática. Si uno ve la historia de la literatura, uno puede ver que eso no es tan así: hay épocas en las que hasta Shakespeare pasó de moda. Me gusta más la idea de ‘universal’, digamos que es más geográfica pero no tiene que ver con el paso del tiempo. Kawabata sí me parece universal. Por eso, eh, hay algo que a mí me interesa mucho, que es el fenómeno de la internacionalización del Japón”.
Alguien va a decir que cuando se habla de Japón se esperan cerezos y geishas. La verdad que no, pienso. ¿O vamos a saltear el siglo XX? Cuando hablan de un autor que ganó el Nobel en 1968 pienso más en la bomba atómica que en los cerezos, perdón. Pienso en la tecnología. En los cambios estéticos que todo eso produjo, además.
Un poco de eso, en un rato, hablará Kazumi-Stahl. El maestro de go, la novela que ella prologa, salió en 1951, años después de Hiroshima y Nagasaki. “Kawabata dijo que a partir de esta guerra ya no se podía escribir novelas, solamente se podía escribir elegías”, dice la escritora. El libro, dice, trata de una batalla alegórica, es la crónica de una partida de Go. Pero, “en el trasfondo están las batallas reales que llevan a una enorme tragedia para el pueblo japonés y para el mundo: es la manera en la que se finaliza esa guerra”.
¿El cerezo o la bomba atómica? ¿La crueldad o la belleza? “En Japón, detrás de la belleza agazapada está la nostalgia, la tragedia y la tristeza. Eso va junto con la belleza”, dice Miguel. Y elige nombrar otra novela de Kawabata, La casa de las bellas durmientes. Con su oscuridad: “Esa novela es bellísima y creo que yo no la entiendo del todo, pero creo que nadie la entiende del todo. Gabriel García Márquez escribió sobre esa novela Memoria de mis putas tristes y El avión de la bella durmiente, dos veces escribió. Y no entendió la novela porque falló rotundamente al tratar de captar la esencia de La casa de las bellas durmientes”.
“Mi libro favorito es Mil grullas”, dice Higashi. La novela se da en el contexto cultural de la ceremonia del té, algo en lo que hoy Higashi es experta. Pero ella destaca otra cosa, referencias a lo neutro, lo asexuado. “Cuando una persona es demasiado hombre o demasiado mujer, en general, el sentido común no está allí”, lee Higashi. “Pero los neutros, como tú los llamas, no tienen problema en comprender a los hombres y a las mujeres también”.
El suicidio
¿Fue o no fue suicidio la muerte de Kawabata? El gas que lo mató ¿se había escapado por accidente o había sido abierto para que se volviera una daga? Dice Sardegna: “Hay algo muy bello en el discurso de premiación con que recibe el Nobel y que tiene que ver con lo que venimos hablando acá de la incomprensión. Habla de la muerte y habla del suicidio. Justo Kawabata, que después terminó suicidándose, dice que la muerte no es una forma de comprensión, sino que la muerte interrumpe la comprensión. Y que la única forma de intentar comprender es seguir vivos de alguna manera”.
“Hasta la incomprensión de su suicidio también”, dice Mariana Cárcamo —en IG @lecturas_niponas—, que es la moderadora de esta charla. “Porque él no dejó ninguna carta. No dejó nada”.
Y Sardegna: “Pero fíjate además cómo se suicidó, que no es un modo japonés. El suicidio de Mishima es espectacular, el suicidio de los japoneses suele ser escenográfico. Podemos hablar de la literatura de cada uno imaginándola a partir de su suicidio. Mishima representando un seppuku que es la muerte ritual. ¿Y Kawabata? En silencio, con ausencia, sin pronunciar palabras. Bueno, así es su literatura, ¿no?
Para terminar, la moderadora se atreve a una gran pregunta de síntesis. ¿Cómo explicarían a Kawabata en un concepto? Uf, es difícil. Pero no se achican.”La belleza duele”, lanza Castagnet.”Lo bello y lo triste”, dice Sardegna.”Lo bello, lo triste, lo efimero”, agrega Cárcamo.”La emoción de lo bello, que no es lo lindo”, dice Sato.
Hay tantísimo más, te imaginás. La charla se va para todos lados. Como cuando Sato dice que todos los mangas hablan del primer amor y que eso es bueno y malo. “Lo que se idealiza es ese primer amor que no se cumplió. Y eso por un lado es muy puro pero por otro lado es muy complicado para una mentalidad adolescente: un amor que nunca se va a poder cumplir, que quedó ahí puro, inalcanzable y en pasado. Todo lo que viene después es sucio, perverso, complicado. Esto por un lado es algo muy bello, por eso creo que tiene que ver con Kawabata. Por otro lado, es algo muy perverso porque nunca se va a cumplir. Y esto va con el Japón real, que es una sociedad también muy complicada”.