A veces, la mejor compañía es uno mismo: un fragmento de “Ama tu soledad”, de Borja Vilaseca

En su reciente obra, el autor propone una nueva manera de entender los vínculos y aprender a disfrutarse, para así mejorar las relaciones interpersonales

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Borja Vilaseca, destacado autor y conferencista español, ha publicado recientemente su última obra titulada Ama tu soledad. Muchas veces la mejor compañía la encuentras estando solo. A través de este libro, el autor propone un enfoque renovado hacia la soledad, considerada muchas veces como algo negativo en la sociedad contemporánea.

En Ama tu soledad, Vilaseca aborda cómo el miedo a estar solos puede llevar a una dependencia insana de las relaciones y la compañía constante de otros. Según el autor, este comportamiento es una causa frecuente de malestar personal. Propone que aprender a disfrutar de la propia compañía y alcanzar una independencia emocional puede mejorar significativamente la calidad de nuestras relaciones con los demás.

El escritor nacido en Barcelona en 1981, conocido por su trabajo en el campo del autoconocimiento, ofrece en su nueva obra herramientas y estrategias para alcanzar una soledad saludable y consciente. Vilaseca sostiene que para lograr una felicidad plena, es esencial detenerse y reflexionar sobre uno mismo, descubriendo así quiénes somos realmente.

Vilaseca enfatiza la importancia de disfrutar la propia compañía (@BorjaVilaseca)
Vilaseca enfatiza la importancia de disfrutar la propia compañía (@BorjaVilaseca)

Borja Vilaseca es conocido también por ser el fundador de Kuestiona, una comunidad que ofrece programas de desarrollo humano. Entre sus otras publicaciones se incluyen títulos como “El prozac de Séneca” y “Ni felices ni para siempre”, escritos bajo el seudónimo de Clay Newman. Además, ha publicado otros libros como “Encantado de conocerme” y “Qué harías si no tuvieras miedo”.

Fragmento de Ama tu soledad, de Borja Vilaseca

I Este libro es terapéutico

Una noche fría de invierno un grupo de erizos se encontraba a la intemperie —en medio de la planicie de una elevada montaña—, sin ningún lugar donde resguardarse. Y para evitar morir congelados empezaron a juntarse en busca de calor. Sin embargo, al aproximar sus cuerpos se herían los unos a los otros pinchándose sin querer con sus afiladas púas, lo que provocaba que volvieran a alejarse. Pero al hacerlo sentían nuevamente un frío insoportable.

Esta desagradable situación sumergió al colectivo de erizos en la siguiente disyuntiva: acercarse y lastimarse o distanciarse y congelarse. Pasadas unas horas, finalmente encontraron la forma de ubicarse los unos junto a los otros manteniendo una distancia adecuada: ni demasiado cerca ni demasiado lejos. De este modo consiguieron sobrevivir y preservar su calor corporal sin recibir dolorosas punzadas.[1]

1. Confesión del autor

Voy a ser muy sincero contigo desde el principio: desde que tengo uso de razón he odiado estar solo. Me causaba mucha angustia, tristeza y ansiedad. De ahí que escribir este ensayo forme parte de mi terapia. Se trata de un «libro terapéutico». Para ello, voy a abrirme en canal, compartiendo contigo asuntos muy íntimos que espero te sirvan en tu propio proceso. Y es que aprender a amar la soledad está siendo uno de los retos más grandes de mi vida. Me ha llevado a confrontar mis heridas de infancia y los fantasmas de mi pasado. Y también a perder a algunas de las personas que más he querido.

Mi historia —como la tuya y la de todos— comenzó el día de mi nacimiento. Tuve un parto muy complicado, de los que en la mayoría de casos se muere el recién llegado. Apenas podía respirar. Mis pulmones se ahogaban debido a los residuos originados por el desprendimiento de placenta que padeció mi madre durante el octavo mes de embarazo. Nací prácticamente muerto. Y una de las enfermeras me devolvió a la vida tras realizarme la reanimación boca a boca. Por poco no lo cuento. Todavía me pregunto si aquello me convierte en alguien que nació con estrella o simplemente estrellado.

Debido a la gravedad de mi salud, mi primer mes y medio de existencia lo pasé metido en una incubadora. Solo. Sin apenas contacto físico. Con un aparato de respiración asistida enganchado a mi nariz. Y numerosas ventosas adosadas a mi cuerpo para medir mis constantes vitales. Así fue mi bienvenida a este mundo: solitaria y dolorosa. De hecho, al salir del hospital padecí fotofobia. Mis ojos no paraban de llorar por no soportar la luz del sol.

Infancia complicada

Irónicamente, lo peor comenzó al llegar a casa. Como muchos otros seres humanos nací en el seno de una familia disfuncional. Me tocó crecer en un hogar marcado por la violencia psicológica. Mi madre —que en paz descanse— era una mujer muy atormentada y narcisista. Estaba muy traumada como consecuencia de ser hija de un hombre extremadamente frío, exigente e iracundo. Y tiranizada por sus demonios internos, nos maltrató psicológicamente a mí y a mis hermanos hasta que los tres nos fuimos de casa por la puerta de atrás, completamente desquiciados.

Mientras, mi padre —totalmente ausente— decidió mirar para otro lado, refugiándose en su despacho para no tener que lidiar con semejante drama. Se limitó a ejercer de proveedor a nivel económico y material. Nunca nos faltó de nada. Y eso es algo por lo que siempre le estaré agradecido. Eso sí, en la jerga psicológica se le llama «padre avestruz»: enterró su cabeza debajo de la tierra para evitar el conflicto. Y no le culpo. En sus peores momentos mi madre se convertía en un monstruo irreconocible. Y enfrentarse a ella sólo hacía que empeorar las cosas, agravando el nivel de gritos, tensión y malestar.

Si bien el día a día en casa era un auténtico polvorín, de puertas para afuera mis padres fingían que todo iba bien, aparentando ser un matrimonio feliz. Por eso desde muy jovencito he repudiado la falsedad, la mentira y la hipocresía. El mundo de los adultos me sigue pareciendo un teatro repleto de máscaras y farsantes... Finalmente a los 19 años toqué fondo. Entré en una profunda depresión y pensé seriamente en suicidarme.

Roto por dentro

A pesar de mi insoportable vacío existencial no fui a ningún terapeuta. Les tenía mucha manía. Seguramente porque mi madre trabajaba como psicóloga familiar... Tampoco me tomé ningún antidepresivo. Eso sí, mi manera de escapar del dolor fue tapándolo todo lo que pude. Me volví adicto a morderme las uñas, a la nicotina, a la marihuana y al azúcar refinado. Y los fines de semana me emborrachaba hasta el olvido. Estaba tan roto por dentro que durante mi adolescencia me convertí en un suicida en potencia. Probé todas las drogas que pude. Y estuve a punto de morir en varios accidentes de moto y de coche provocados por una mezcla explosiva entre embriaguez, inmadurez e inconsciencia.

Intenté desesperadamente compartir mi sufrimiento con mis amigos de aquel entonces, pero me sentí muy incomprendido. Ni yo mismo sabía qué me ocurría. Así es como me fui volviendo un joven asocial, aislándome voluntariamente de los demás. Todo me parecía una mierda. Me generaba un profundo rechazo la sociedad. De la noche a la mañana rompí con mi grupo de colegas, desapareciendo radicalmente de mi entorno social. Sin embargo, me sentía como el «lobo estepario»:[2] era incapaz de estar con otras personas, pero tampoco sabía estar solo...

Como consecuencia de mi maltrecha autoestima, cada vez que me enamoraba de una chica terminaba preso de la dependencia emocional. Y me poseía un irracional miedo al rechazo y al abandono. No en vano, estaba convencido de que la felicidad procedía de las relaciones en general y del amor de una novia en particular. Paradójicamente, este exceso de apego insano destruía mi capacidad de amar y de ser amado de verdad. Ésta es la razón por la que estos vínculos sentimentales siempre terminaban de la misma manera: con más sufrimiento.

Retiros de soledad

Mientras escribo estas líneas acabo de cumplir cuarenta y tres años. Madre mía lo que ha llovido desde entonces. He mantenido una relación de pareja de dieciocho años que me ha transformado por completo. Y para la que sólo tengo palabras y sentimientos de agradecimiento. Y lo mismo me ha sucedido con la paternidad. Mis dos hijos me han hecho de espejo, reflejándome con su inocencia lo traumado que estaba. Sin duda alguna, la familia que he creado está siendo mi mejor medicina. Ahora mismo son mi fuente de inspiración para ser un hombre consciente, un padre amoroso y un compañero estable, generoso y cuidador. Éste es mi mayor compromiso y el proyecto más importante de mi vida.

A lo largo de todo este tiempo he realizado una veintena de retiros de soledad. Todos ellos rodeado de silencio y acompañado por la naturaleza. También he viajado varias veces como mochilero en solitario por diferentes rincón

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