Hola, ahí.
Hace casi diez años leí por casualidad un artículo que hablaba de un crimen de guerra del que hasta ese día no tenía noticia. Fue entonces cuando supe que muchas mujeres habían sido víctimas de una red de esclavitud sexual organizada por un país central, en el marco de la Segunda Guerra Mundial.
En pocos meses escribí sobre el tema más de un artículo y pude entrevistar en su casa a una sobreviviente coreana de aquella red, en lo que fue una de las notas más importantes que creo haber conseguido en mis años de profesión. Me emocionó mucho conocerla, escucharla y más aún al advertir que había aceptado hacer la nota porque tenía como misión darme un mensaje que, a partir de ese momento, iba a llevar conmigo ahí donde fuera y para siempre.
Por eso, hoy quiero recomendarte una película argentina pronta a estrenarse que me gustó mucho y que tiene que ver con aquellas mujeres esclavizadas en un contexto de guerra.
Y también voy a hablarte sobre una chica argentina de origen coreano que descubre la fuerza de su identidad al conocer esta historia de trata. Además, voy a recordar detalles de la charla con aquella anciana extraordinaria, que durante años reclamó por la causa de los abusos pero que finalmente murió sin conseguir un pedido de perdón sincero y una compensación por el padecimiento sufrido.
A veces sentimos que gritamos en el vacío.
A veces gritamos en el vacío.
La voz de la víctima
Melanie tiene 26 años, es actriz y además trabaja en el local de venta de ropa de su madre, en Flores. Melanie es una joven argentino-coreana que trabaja en el negocio familiar por una suerte de mandato, aunque no le gusta. Lo que ella quiere es actuar, crecer como actriz.
En Partió de mí un barco llevándome, la película de Cecilia Kang que, entre otros galardones, se alzó con el Premio Especial del Jurado y el Premio del Público de la última edición del Festival Internacional de Cine de Mar del Plata, Melanie —interpretada por Melanie Chong— es el centro de una trama entre dos países, dos culturas y dos momentos históricos.
La película arranca con un casting y sigue con Melanie, ya seleccionada para protagonizar un film en el que le toca leer el testimonio de una mujer coreana de la vida real, Hwang Geum-Ju, una de las jovencitas que fueron arrancadas de sus casas en los países ocupados por el ejército y la armada imperial japoneses, entre los años 1938 y 1945, y que luego fueron llevadas a diferentes territorios como esclavas sexuales.
La letra del testimonio que debe aprender Melanie, una letra que practica mientras se lava los dientes, hace ejercicios con una amiga o recita frente a su madre, cuenta parte de la historia de las llamadas “comfort women” (wianbu, en coreano), un capítulo oprobioso de la Segunda Guerra, que tensa aún las relaciones entre Japón y países como Corea del Sur, China y Filipinas.
Melanie aprende esa letra, reflexiona sobre aquello que dice y mientras tanto vive su vida de estudiante de clase media porteña que trabaja en el negocio familiar. Cuanto más repite la letra, más conciencia toma de aquella atrocidad por lo que pasaron Hwang y todas las demás. Cuanto más la dice en voz alta, más cerca se siente de ellas y de su cultura, pero también de su mamá, porque es esa historia ocurrida hace casi ochenta años y al otro lado del mundo la que la lleva a bucear en los episodios de violencia doméstica de los que logró escapar su propia madre.
El hermano mayor de Melanie vive en Seúl, y hacia allá parte la chica en la segunda mitad de la película, en la que se profundiza el tema de la identidad y las dificultades para entender de dónde venimos o de dónde somos. Y quiénes somos. Melanie parece una chica distante de lo familiar, alguien que poco a poco comienza a descubrir el camino de las emociones y el encuentro con su hermano va en esa dirección.
Ella llega con una bolsa de golosinas criollas y él se entusiasma con eso al borde de las lágrimas. La escena en la que los hermanos comparten esos dulces que los conducen a la infancia “de una patada”, como dice él, es uno de los grandes momentos de la película, a pura emoción y ternura.
El título del film proviene de un poema de Alejandra Pizarnik (explicar con palabras de este mundo/ que partió de mí un barco llevándome) y concentra la idea central del argumento y de las historias pasadas y actuales.
Me gustan mucho el tono y la luz de la película de Kang. Me gusta la cámara a la manera de documental y el juego entre realidad y ficción que se da entre la vida de Melanie y su cotidianeidad (que incluye un encuentro extraordinario con Julio Chávez, en su calidad de profesor de teatro) pero también el pasado opresivo que sigue siendo una herida abierta.
Las cosas por su nombre
“Mujeres de solaz” o “mujeres de consuelo” suelen ser el modo en que se traduce al español el concepto de “comfort women”, la forma inglesa que esconde una mentira y una barbarie. Las víctimas y también quienes acompañan su reclamo prefieren hablar de “esclavas sexuales”.
No se sabe cuántas fueron las muchachas secuestradas o engañadas por los militares japoneses con falsas promesas de buenos trabajos; no hay manera de saberlo porque no quedan registros de esas bestialidades. Sin embargo, fuentes respetables hacen cálculos que van desde los 50.000 a los 200.000 y hasta los 400.000, si esas fuentes son chinas.
El año próximo van a cumplirse 80 años del fin de la Segunda Guerra y todavía las pocas sobrevivientes que quedan no han conseguido que el gobierno japonés responda por el daño definitivo al que sometió a esas mujeres y pague por ello.
Según las cifras tentativas de las que te hablaba recién, la mitad de esas chicas eran coreanas y un 30% eran chinas. El resto eran filipinas, indonesias, birmanas y de otros países, incluidas algunas jóvenes europeas nacidas en las colonias. El inicio de esta práctica por parte de las autoridades japonesas buscó “estimular moralmente” a los soldados y mantener controlado el tema de las enfermedades de transmisión sexual.
Así comenzaron a funcionar las llamadas “estaciones de confort”, eufemismo con el que se conocieron los prostíbulos adonde, junto con mujeres que ejercían la prostitución a conciencia, arrastraron a las chicas, algunas de ellas de 12 años, quienes una vez allí eran obligadas a recibir a decenas de militares a diario.
Violaciones, golpes y torturas fueron sistemáticos; muchas padecieron traumas que no cesaron con el paso de los años. Si bien algunas lograron rearmar sus vidas y hasta armar una familia, otras optaron por vivir su secreto a solas. Muchas de esas mujeres quedaron estériles como resultado de la aplicación de fuertes dosis de mercurio que les inoculaban los médicos militares para evitar las enfermedades venéreas, una de las grandes obsesiones de los japoneses en el cuidado de sus hombres.
Pese a que hubo soldados estadounidenses que documentaron estas prácticas al final de la guerra y a que algunos historiadores las mencionaron en los 70, las víctimas recién consiguieron alzar su voz a principios de los 90. Sucedió cuando dieciséis ancianas coreanas le exigieron al gobierno japonés una disculpa y una compensación, que llegó como acuerdo primero a través de un discutido documento oficial de 1993 y, un año más tarde, por medio de un pedido de perdón del entonces primer ministro socialista Tomiichi Murayama.
También en 2001 hubo un reconocimiento por parte del entonces premier Junichiro Koizumi, pero los siguientes gobiernos retrocedieron en esta visión y dejaron de reconocer el daño. De hecho, para el expremier revisionista Shinzo Abe (quien estuvo en el cargo entre 2006 y 2007 y luego entre 2012 y 2020, y fue asesinado en 2022), no estaba probado que las llamadas “comfort women” hubieran sido obligadas a tener sexo con los militares. Para él, eran mujeres que ejercían la prostitución o buscaban ganar dinero a través del sexo.
Esto sostienen también en un libro reciente dos expertos en estudios japoneses, que cuestionan la historia de las “comfort women”, en línea con la actual tendencia ultraconservadora que se instala mundialmente en respuesta a la ola feminista dominante años atrás.
En The Comfort Women Hoax. A Fake Memoir, North Korean Spies, and Hit Squads in the Academic Swamp (El engaño de las mujeres de consuelo. Unas memorias falsas, espías norcoreanos y escuadrones de asalto en el pantano académico), Mark Ramseyer, profesor de estudios japoneses en Harvard y Jason Morgan, traductor y profesor en una universidad japonesa, buscan desmentir la versión acerca de que las jóvenes llegaban engañadas a las “estaciones de confort”.
Esta mirada o versión de los hechos acompaña la opinión de la derecha japonesa, que siempre sostuvo que las mujeres de solaz o de confort eran equivalentes a las prostitutas reconocidas por el Estado bajo el sistema de prostitución con licencia de Japón. Cuando se habla de una prostituta autorizada, se está hablando de una trabajadora sexual que firma un contrato con el dueño de un burdel y opera públicamente.
Esas afirmaciones aparecieron en Japón después de 1993 y comenzaron a difundirse seriamente a través de un libro llamado Tribalismo antijaponés, que se publicó en 2019 y, en 2021, fue Ramseyer, uno de los autores del libro que mencioné primero, quien las desarrolló en un artículo que en su momento provocó una enorme reacción que le valió la cancelación en circuitos académicos.
Por su parte, el experto coreano en las relaciones bilaterales entre Corea y Japón Yuji Hosaka desmintió estas impugnaciones en un artículo de The Diplomat, también de 2021, en el que habla de las razones por las que no prosperó el acuerdo sobre el tema. Allí trató de “falsas” las afirmaciones de Ramseyer.
“Bajo el sistema de prostitución autorizada, era esencial que los proxenetas y las mujeres intercambiaran contratos para proteger los derechos mínimos de las mujeres. Sin embargo, en el caso de las ‘mujeres de confort’ surcoreanas, no hay evidencia de tales contratos. El mismo Ramseyer lo admitió al señalar que ‘no he podido encontrarlos’”.
Hay también otra evidencia que refuta la idea de que las “mujeres de confort” actuaban como las prostitutas autorizadas en Japón. Cita Yuji Hosaka: “‘Sin ningún documento, compran a las hijas de campesinos pobres como si fueran trata de personas, las hacen trabajar y las desechan como esclavas. De esta manera, no había esperanza de obtener la libertad hasta la muerte’, escribió un cirujano militar japonés en su diario de guerra (publicado en 1983). Este testimonio apoya firmemente la afirmación de que las mujeres de solaz eran esclavas sexuales”.
Las viejitas de los miércoles
En Corea, desde 1992 sobrevivientes de aquella red de trata, familiares y organizaciones de derechos humanos se manifiestan frente a la embajada del Japón todos los miércoles. A las sobrevivientes las llaman las halmonies, como se les dice afectuosamente en coreano a las mujeres mayores.
Le pregunté a Melanie Chong, la actriz de la película, qué quedó en ella de la experiencia de ponerle su voz al reclamo de las mujeres que padecieron la tortura, el oprobio y el desdén.
Esto me dijo:
“Cuando en Seúl fuimos al Museo de la Guerra y los Derechos de la Mujer recuerdo haber visto mucho material fotográfico de las ‘mujeres de confort’, entre ellas una de Hwang Kum Joo (mujer de la que tuve que interpretar el texto) haciendo kimchi. Recuerdo que no podía dejar de pensar que podía ser mi abuela. Al volver, fui a visitar a mi abuela y me quedé reflexionando mucho sobre la particularidad de las vidas de cada ¨mujer de confort¨ y de cómo, por ahí, alguien como ella podría haber sufrido las atrocidades por las que tuvieron que pasar estas mujeres y nunca habérmelo contado.
Es triste saber que aún hoy, después de 80 años de este hecho histórico, uno pueda encontrarse a mujeres como las ‘wianbu’ en nuestro día a día que prefieren callar y no denunciar agresiones sexuales por vergüenza o miedo a las consecuencias. Creo que tenemos que luchar todos los días por una sociedad más justa e igualitaria tal como hicieron ellas”.
Hija de coreanos, Cecilia Kang, directora de la película (también directora de Videojuegos, Bicicletas y Mi último fracaso), viajó a Corea del Sur en 2013 y asistió a una conferencia de Kim Bok-dong, una de las sobrevivientes más activas del grupo de las ex esclavas sexuales, quien en aquella oportunidad le contó a la audiencia cómo a sus 15 años la subieron, junto con otras 30 mujeres, a un barco que emprendió un viaje a un destino no elegido. Kim habló también del padecimiento por las violaciones reiteradas, del sufrimiento por ver morir a compañeras y de la vergüenza infinita que la acobardó al volver a casa.
Kim Bok-dong falleció en enero de 2019. Tuve la fortuna de entrevistarla en abril de 2015, en Seúl.
Sábado con Kim
Fue un sábado al mediodía. Era plena primavera y en las calles había gente pero muy lejos del frenesí de las corridas que se dan en la capital coreana durante la semana. Fui con una intérprete, Ye-eun, que aunque había nacido en Seúl tampoco podía descubrir el mensaje cifrado en la dirección que nos habían dado. Fue a partir de la solidaridad del vecindario, preguntando acá y allá, que conseguimos dar con la casa de Kim.
Kim Bok-dong llegó caminando, arrastrando un poco los pies. Lo hizo acompañada de dos mujeres jóvenes que la tomaban de ambos brazos hasta que la ayudaron a sentarse en el piso. Nos sentamos todas en posición de loto, alrededor de una mesita baja.
Ya una anciana de 90 años, de figura muy pequeña; llevaba el pelo gris recogido y ropa de entrecasa. Tomaba sorbitos de agua, cada tanto. El tono monocorde de su relato no afectaba la emoción por lo que contaba. Hablaba también con las manos y se escuchaban sus suspiros, de a rato.
Kim tenía 14 años cuando por los militares japoneses que habían ocupado Corea la llevaron engañada desde su casa, en Busán. A ella, como a otras chicas de la zona, les dijeron que iban a darles trabajo en fábricas. Una vez que llegó a destino, fue obligada a servir como esclava sexual durante ocho años, durante los cuales no tuvo ninguna clase de contacto con su familia.
Al igual que otras sobreviviente, Kim murió a la espera de un sincero y contundente pedido de disculpas de las autoridades japonesas.
Como escribí al comienzo, no hay cifras oficiales y es que no existen documentos que puedan confirmar cuántas mujeres pasaron por eso. Solo quedan los testimonios de las que se animaron a hablar y el trabajo de hormiga de algunos historiadores, pero sabemos que estamos hablando de miles de mujeres abusadas.
En las llamadas “estaciones de confort”, las chicas no solo eran obligadas a tener sexo sino que al estar a merced de hombres armados también hubo casos en los que fueron víctimas de golpes y torturas. Terminada la guerra y con Japón derrotado, los soldados estadounidenses fueron los primeros en documentar estas prácticas aberrantes aunque recién en los años 70 se comenzó a escribir sobre el tema.
Sin embargo, fue recién a principios de los años 90 que la historia de esta peculiar red de trata pasó a la agenda pública: ocurrió cuando 16 ancianas coreanas decidieron que ya había pasado demasiado tiempo y que era hora de alzar la voz y le exigieron al gobierno japonés una disculpa y una compensación económica.
Imaginate entonces que somos esas cinco mujeres sentadas en el piso y que Kim mira al techo y comienza a hablar.
“Ellos nos engañaron, ninguna de nosotras se hubiera ido de su casa por su voluntad si hubiéramos sabido lo que nos esperaba”, dice, mientras con un pañuelito de papel arrugado seca su boca. “Nos dijeron que íbamos a trabajar en fábricas, pero nos mintieron y nos llevaron por la fuerza a Taiwan, Hong Kong, Malasia, Indonesia, todos lugares cerca de Corea o Japón. Ellos iban por los pueblos buscando reclutar jovencitas vírgenes. Decían que iban a llevarnos a trabajar como costureras y que nuestro trabajo iba a ser el de coser los uniformes de los soldados. En realidad, nos amenazaban; nos decían que si no íbamos con ellos iban a expulsarnos del país. Entonces pensábamos: ‘¿Qué puede haber de malo en ir a coser uniformes para los japoneses? Si me sacan de mi país, me muero’, y nos convencíamos. Siempre íbamos a donde iban los soldados, vivíamos con ellos en los cuarteles”.
El tesoro
La intimidad de una adolescente es siempre un tesoro pero en la década del 40, y en las culturas orientales, reinaba el pudor y nadie hacía públicas sus conductas privadas. Hoy puede parecer un desatino, pero la virginidad, entonces era un tema clave para determinar socialmente la honestidad y la dignidad de una mujer. Por eso, si bien la vida de Kim fue durante ocho años una pesadilla, ese mal sueño no terminó con la guerra. Al regresar del infierno, ella y sus compañeras de tormento no pudieron contar lo que habían atravesado. La vergüenza, la humillación y la pérdida de autoestima quedaron encerradas en sus cuerpos para siempre.
“No hay palabras para describir lo que me hicieron los soldados”, dice Kim mientras hace un gesto de negación con su cabeza. “Todas éramos muy chicas, ¿comprende?, no teníamos fuerzas para defendernos”, me dijo dolorida y mirándome a través de sus anteojos. “Abusaban de nosotras desde el mediodía hasta las 5 de la tarde y otros días desde las 8 de la mañana hasta las 8 de la noche. Cuando terminaba el día, no podía ni sentarme…”.
Kim no tenía deseo de seguir viva. Intentó matarse con veneno, pero no lo consiguió, entonces robó un líquido que otras mujeres coreanas usaban como producto de limpieza y bebió un vaso. Sintió que se quemaba por dentro pero bebió otro vaso y cuando ya sentía que iba a morir llegaron las enfermeras y la llevaron de urgencia para hacerle un lavaje de estómago.
La pesadilla continuó algo más, hasta que pareció llegar a su fin. “Después de ocho años de sufrimientos, nos terminaron usando como enfermeras, para cuidar pacientes, dar inyecciones, limpiar, cocinar o donar sangre. Cuando estaba terminando la guerra, querían esconder cualquier evidencia de lo que habían hecho. Puedo decir que abusaron de nosotras hasta el final”, contó ese día.
Cuando la guerra terminó, ella estaba en Singapur. Muchas de las chicas no tenían adonde regresar: sus casas ya no existían.
Siguió así el relato: “Los soldados norteamericanos se hicieron responsables de nosotras, primero nos investigaron y luego nos dejaron ir. Mis padres creían que yo estaba muerta. Dos de mis amigas volvieron conmigo a mi casa de Busán porque ya no tenían familia ni adonde ir. Cuando regresé tenía 22 años, no quería hablar. ¿Cómo podía contarles lo que me había pasado? Mi familia me insistía con que debía casarme. Me decían que ya estaba poniéndome grande, que era tiempo de hacerlo, pero yo no quería, me parecía que no podía. Todos en mi familia y en mi barrio creían que durante esos años yo había estado en una fábrica. Hasta que se los dije. Al principio desconfiaron, no me creían. Finalmente trataron de consolarse, me dijeron que al menos había tenido suerte porque había sobrevivido… Al año de haberle contado mi secreto, mi madre murió de un infarto. Siempre sentí culpa por eso; siempre creí que mi madre había muerto a causa del disgusto por lo que me había pasado”.
Kim comenzó a trabajar, se puso un negocio. Sentía que no podía casarse, estaba avergonzada. “Pero conocí a un buen hombre, él estaba divorciado, era mayor que yo, tenía un hijo. Nos casamos y le conté lo que me había pasado. No pudimos tener hijos juntos. Yo no pude tener hijos, como muchas de nosotras. Él murió hace varios años”.
Las mujeres que pasaron por la humillación y estos abusos mantuvieron un silencio que duró 50 años, cuando, ya ancianas, varias de ellas decidieron hablar primero con su gobierno y comenzar a reclamarle a Japón por un perdón que no llegaba.
“Un día vi por televisión que estaban haciendo unos informes con las sobrevivientes de las que llamaban ‘mujeres de confort’ y pedían testimonios, entonces los llamé. Desde ese momento mi nombre se asocia con este tema. No podía seguir callada sabiendo que había gente en todo el mundo que apoyaba nuestra causa. Estoy tan agradecida por eso, señorita: me da esperanzas de que vamos a poder terminar esta lucha pronto. No se puede esperar una solución si uno no toma parte activa. Pero tengo 90 años, estoy muy cansada y esto es agotador. Sólo quiero recibir el pedido de disculpas, le aseguro que no hago esto por dinero. Quiero que el gobierno japonés muestre su arrepentimiento y que se hagan cargo de lo que nos hicieron. Que pidan perdón y que respeten nuestros derechos humanos”.
Un tema en los foros internacionales
Desde que las sobrevivientes coreanas iniciaron los reclamos, en la década del 90, el tema ocupa espacio en foros internacionales y es uno de los puntos álgidos de las relaciones bilaterales entre Japón y países como Corea y China.
“Cuando fuimos a Viena (en la conferencia de derechos humanos de la ONU de 1993)”, contaba Kim, “muchas mujeres de todo el mundo lloraron por nosotras y con nosotras. Yo no podía comer ni dormir luego de contar mi historia, me hacía volver a momentos terribles del pasado que, por otra parte, trataba de olvidar. Le digo que aún me cuesta dormir. Fui a Japón varias veces, varias de nosotras fuimos. Viajábamos a la capital pero también a áreas rurales: queríamos contarle a la gente nuestra verdad, porque ellos ignoraban que su país había cometido esos crímenes. El gobierno japonés busca imponer una versión de la historia que no es verídica”, dijo entonces.
Lo que pasó, está en el pasado, aseguró ese día Kim, quien era una activista de la ONG “Butterfly Fund”, que se ocupaba de mujeres que sufren en el mundo a causa de violencia sexual en conflictos armados. El símbolo de la ONG era una mariposa amarilla. Ella fue quien diez años atrás le dio una de esas mariposas al Papa Francisco, en 2014.
Y fue también la mujer que ese mismo día, antes de retirarse a descansar, mientras nos tomábamos unas fotos agarró fuerte mi mano y me dijo: “No sé cuándo se terminará la violencia contra las mujeres, realmente no lo sé. Por eso, además de decir ‘No a la guerra’ y ‘No a la violencia contra las mujeres’, me gustaría decirles a todas las mujeres en el mundo: sean fuertes”.
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Comienzo a despedirme. Las imágenes de este envío incluyes fotografías históricas de las llamadas “comfort women”, alguna imagen de esculturas que las homenajean y otras que son escenas de la película Partió de mí un barco llevándome, de Cecilia Kang, que podrá verse en la Sala Leopoldo Lugones del 4 al 12 de julio y en Malba Cine todos los sábados de julio. El film también podrá verse del 11 al 17 de julio en el Cine Club Municipal Hugo del Carril, de Córdoba.
También hay una foto en la que estoy con Kim, en su casa de Seúl.
Te recuerdo mi correo: es hpomeraniec@infobae.com. A veces tardo en responder, pero lo hago, te lo aseguro.
La próxima semana no habrá envío: voy a estar de viaje, rumbo a una cobertura que hace rato tenía muchas ganas de hacer. Ojalá puedas descansar y disfrutar de los feriados que se vienen y también que puedas estar cerca de tus personas queridas. Vas a volver a leerme el miércoles 3 de julio, al menos eso espero :)
Hasta la próxima.
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