Hola, ahí.
No te conozco, pero si vivís en Argentina ya sé que te la pasás hablando de plata. No es una tendencia, es algo con lo que convivimos los argentinos al menos desde que tengo registro. Un karma, un destino, un padecimiento crónico.
Es una obsesión colectiva y tiene sentido.
Nos gusta pensar que, como sociedad, nuestra frase de cabecera es moral, y así nos estremecemos con el “Señores jueces, nunca más” de Strassera. Pero mucho más adecuado sería reconocer que lo que nos representa mejor es el sueño trunco de “El que depositó dólares, recibirá dólares” o la pesadilla del “Arteche y la puta madre que te parió” que grita Federico Luppi al derrumbarse en Plata dulce, luego de advertir que lo estafaron.
Y es que somos todo eso al mismo tiempo, en este país que gana en centavos y sueña en dólares. Somos los que llevamos sobre la cabeza el cántaro con leche fresca para vender en el mercado imaginando un futuro próspero y también los que lloramos todas las veces que vemos el cántaro hecho pedazos en el suelo, luego de tropezar en el camino mientras soñábamos de más.
Para la mayoría de nosotros no hay premios y castigos: solo hay castigos.
Una pila inútil de billetes
Nací en una casa de clase media, mis padres eran hijos de comerciantes prósperos —aunque uno quebró en el camino— y crecieron sin grandes dificultades. Ellos, sin embargo, no heredaron la capacidad familiar para hacer dinero. Mi padre eligió ser médico y por su especialidad (la reumatología) y sobre todo por sus ideas de izquierda, vivió siempre una relación entre deseante y culposa con la plata.
No sabía hacer plata y tampoco sabía gastarla. Solo la administraba y hasta ahí. No terminaba de medir el valor del dinero: podía hacerte un escándalo si le pedías una cantidad determinada para comprar un jean modesto y era capaz de darte una desmesura de billetes para comprar figuritas. No se entendía con la plata, era eso, y lo incomodaba de manera fenomenal pensarse rico o pudiente. Imagino que esa situación era definitivamente contradictoria con su militancia comunista y sus críticas al capitalismo.
Aunque tuvo alguna época en la que le encontró el gusto a tener buena ropa y a viajar, duró poco y pronto volvió a su vida austera y cero exhibicionista. No pretendía ser pobre, no era eso, buscaba ser uno más aunque siempre pensaba en que no debía faltarle plata para el final de sus días. En esas fantasías sí era rico: estaba seguro de que iba a vivir muchos años.
Desconfiaba de las tarjetas de crédito y débito, prefería tener los billetes en el bolsillo aunque eso le significara vivir en riesgo por los posibles robos. Creo que era tan seguro de sí mismo que no terminaba de darse cuenta, ya anciano, de que su cuerpo ya no lo acompañaba y que si lo atacaban, podían lastimarlo en serio. Lo negaba. Seguía pensando que era ese hombre alto y corpulento de su juventud, que se movía a pura certeza.
Hasta el final de su vida, cada vez que invitaba un café nos tapábamos los ojos cuando metía la mano en el bolsillo de su pantalón para pagar. La inflación argentina cabía en ese montón de papeles que solo podrían deslumbrar a alguien completamente ajeno a nuestra realidad crítica.
El golpe de suerte que nunca llegó
A mi mamá, en cambio, le encantaba la plata. No ganarla, sino tener plata. Pertenecía a un círculo social y a una generación en la que la mayoría de las mujeres entendían que casarse era sinónimo de quedarse en casa criando a los hijos y que las profesiones eran un destino con nombre de varón. Mujeres que recibían plata de otro para administrarla. Y eso hizo desde muy temprano.
La administraba muy mal. Muy pocas veces obtuvo plata ganada con su trabajo. Ocurrió cuando ya era grande, divorciada; cuando no le alcanzó con mi ayuda o cada vez que se enojaba conmigo porque no le consentía algún capricho.
El ahorro era una acción que no formaba parte de sus preocupaciones. A diferencia de mi viejo, que se creía eterno, mi mamá solo pensaba en clave de presente. Si después no había, si la amenazaban con rematarle la casa; si no tenía plata para levantar embargos o pequeñas joyas familiares empeñadas, ya vería de qué modo ingeniárselas. Era mi madre en los documentos pero en la vida diaria era mi hija demandante, como antes había sido la esposa del doctor.
A cambio de ese dinero que no le pertenecía pero que recibía con naturalidad, daba toneladas de amor desmesurado, cuidado las 24 horas del día si era necesario y una oreja siempre atenta para el drama ajeno. En ella no funcionaba el sistema de capital y trabajo sino el de capital y entrega.
Fanny Feigue Mamá era esa clase de personas que creen en los golpes de suerte. Un día iba a ganar la lotería, otro día, el bingo. Otro, la quiniela. Otro, se entusiasmaba con un buen puestito en el Estado. Alguna vez vio en vender su departamento (que estaba a mi nombre, por cautela) una buena manera de tener plata para ponerse un local y vender algo, lo que sea, cualquier cosa. Otra vez estuvo segura de que la iba a pegar con un negocio insólito, fue cuando una amiga ocasional la convenció de salir a vender por los quioscos unas maderitas rectangulares con imán para llevar en los autos, justamente para ayudar a la suerte.
Se llamaban “Toco madera” y la campaña de marketing ideada por mi madre incluía decirles como al pasar a los quiosqueros que el producto tenía publicidad en el programa de Sofovich de los domingos.
“¿Cómo? ¿Todavía no lo vio?”.
Cada vez que recuerdo ese episodio me río porque me causa gracia imaginarla haciéndoles el verso (era muy pero muy graciosa y adorable) pero también me dan unas tremendas ganas de llorar. Me entristece pensar en su ilusión abrazada a ese bolso lleno de maderitas; el cántaro mágico que iba a ayudarla a salir de la malaria, ese cántaro que a lo largo de los años se rompió una y otra vez mientras ella se iba apagando junto con sus deseos y sus ambiciones imposibles.
Argentina, trabajo y amargura
Por mi parte, trabajé desde muy chica. Me gané mis primeros pesos animando cumpleaños, a los 16, con mi viejo absolutamente en contra de esa idea. Mientras estudiaba fui empleada administrativa, secretaria y fabriqué y vendí pulóveres. Luego di clases en la universidad y me hice periodista. Nunca me dio vergüenza pedir trabajo, siempre me hizo bien saber que ganaba mi propio dinero.
Me gustan las personas que conocen el valor del trabajo y el dinero temprano en sus vidas; hay un grado de madurez adicional en esa experiencia que no se consigue de otro modo: salir de casa, tratar con pares y jefes, aprender a moverte y a conseguir las cosas, cobrar por tu trabajo. Esa rutina laboral te arroja al mundo, ahí donde toca arreglárselas solitos y sin mimos. Mis tres hijos ganaron su primer dinero siendo muy jóvenes, no hubo necesidad de empujarlos a que lo hicieran.
Lo único que lamento es que en la Argentina esa forma de ingreso a la vida adulta es penada con la amargura de comprobar que no son ni el esfuerzo ni el talento lo que se premia y que nada de lo que se ahorre servirá mañana. No hay alcancía que consiga ir más allá de la crisis de ocasión. Todos los que trabajamos conocemos esa forma inclemente de la frustración.
La crisis del 2001
Y como el tema de hoy es la plata, además de quejarme de los precios distorsionados que me amargan cada día y de la falta de horizonte económico, quiero hablarte de dos novelas argentinas que abordan el tema. Dos ficciones buenísimas, propuestas de estilos diferentes que tienen en común la centralidad del dinero en las personas y en las familias.
Arranco por La ficción del ahorro, que cuenta en primera persona la historia de una chica misionera de veinte años que estudia en Buenos Aires y vuelve a Posadas en el verano del 2001, convocada para asistir a la familia en una aventura de riesgo: retirar los dólares de la caja de seguridad del banco —los ahorros de su madre y del marido de su madre— y trasladarlos a la casa ante la perspectiva de perderlos en el marco de la gran crisis.
La protagonista tiene una hermana y también vive con ellas la hija de su segundo padre, como lo llama. Es más pequeña y pasó sus primeros años en otro ambiente. El juego de las diferencias y del amor pese a esas diferencias entra en acción.
La novela fue publicada por Fiordo y su autora es Carmen M. Cáceres, también autora de Una verdad improvisada, Un año con los ojos cerrados —en coautoría con Andrés Barba— y el precioso ensayo Al borde de la boca. Diez intuiciones en torno al mate.
Dividida en tres capítulos, la principal aventura consiste en el traslado de los billetes y, de la mano de este “viaje” sudoroso, los recuerdos y reflexiones sobre la infancia en provincia y junto al río, sobre las familias ensambladas y los acuerdos implícitos y también sobre el vínculo estrecho y sufrido entre la clase media argentina y los dólares.
“Sé que no voy a contarle a nadie lo que estamos haciendo y este silencio en torno a los ahorros me une para siempre a la clase media argentina”, dirá la narradora en un momento.”La capacidad del pueblo argentino para reponerse de este tipo de políticas improvisadas e insólitas alimenta el mito de los argentinos como raza creativa y resiliente. En definitiva, enfrentar una crisis cada veinte años también es una forma de estabilidad”, dirá también.
Se me ocurrió hablar con Carmen, quien además de ser una narradora exquisita tiene un talento delicado para el collage: acá podés ver una de sus obras, que gentilmente me cedió para uno de estos envíos tiempo atrás. Me dieron ganas de hacerle algunas preguntas y también algunos comentarios, como para seguir pensando a partir de sus respuestas.
—Me gusta mucho la idea de “el ahorro moldea la imaginación”. Contame cómo se te ocurrió eso y qué te despierta como narradora pero también como ciudadana.
—Para mí, eso es el motor del libro. Tengo una versión de la novela de hace cuatro años, en la que la historia iba más por el lado de lo autoficcional (la provincia, la familia) pero cuando me di cuenta de que tenía que verlo todo desde el prisma dinero, pude volver a ella y terminarla. Solemos pensar que el dinero es un tema en la familia cuando muere alguien y hay que repartir una pequeña herencia, por ejemplo, o cuando hay distintas necesidades entre hermanas o hermanos, pero todas esas diferencias ya están plantadas en la infancia bajo la forma de futuros posibles. Eso lo vivo ahora como madre: cuando veo ciertas actitudes de mis hijos, pero también cuando siento tranquilidad porque pude guardar algo o miedo porque no, porque desahorré. “No hay que tocar esa guita por si pasa algo o porque capaz algún día alcance para comprar una casa”. Las cifras de dinero dan forma a lo que soy capaz de imaginar. Cuando entendí eso, pude volver a las escenas de la novela, que son las mismas desde hace cuatro años, pero cambió el prisma. Por eso está también esa tercera niña, que no es hija de su madre: me permitía jugar con las diferencias ya desde chiquitas.
—Me interesa el modo en que vinculás la historia del ahorro con la historia de la fantasía familiar.
—Es que la historia de los ahorros tiene que ver mucho con las fantasías. En algún libro de Sartre leí que el pensamiento es un acto, no es algo que se pierde, que no va a ningún lugar sino que el pensamiento es un hecho concreto. Pensar ya es actuar, entonces imaginar tiene consecuencias. De ahí sale un poco eso del ahorro como motor de la fantasía y, a su vez, es justamente la fantasía la que te lleva a ahorrar.
—Creo que en la frase “La fortuna no llega del ahorro sino de la mano de los golpes de suerte, de los caprichos de la economía” está formalizada una idea clave para la vida de los argentinos de las últimas décadas.
—Claro, la idea de que la fortuna no llega del ahorro sino de los golpes de suerte es algo profundamente argentino, y un intento también por entendernos hoy. En el 2001 yo tenía 20 años. Si bien no es lo mismo, la crisis de hoy guarda ciertas similitudes, la diferencia es que la vivo con 42 años y después de pasar diez años afuera, de vivir como clase media en otros lugares. Entre otras cosas, volver a la Argentina fue resignarme a que con la voluntad no alcanza, que una parte importante es absolutamente aleatoria. Aquello de la ética del trabajo de los protestantes como camino al progreso no existe. Para bien o para mal, acá la fortuna es sinónimo de suerte. Pero nadie se quiere entregar, da mucho miedo admitir que tu prosperidad depende del azar. Por supuesto hay una parte que depende de una: la supervivencia. La prosperidad, considerada como avance o crecimiento en el estatus, depende muy poco de vos.
—¿Se vive distinto el vínculo con el dinero y con el ahorro viviendo en una provincia? Algo de eso se ve en la novela, en la que, por otra parte, la narradora llega para asistir a la familia en el traslado del dinero ahorrado.
—No sé si se vive distinto el ahorro pero sí las condiciones que vuelven posible o imposible ese ahorro. A principios del 2000 yo era estudiante en Buenos Aires y venía a Posadas tres o cuatro veces al año. Recuerdo la sensación de que acá se veía todo por la tele. En Buenos Aires la crisis era electrizante, te empujaba a salir a hacer algo. Acá la clase media puteaba pero jamás se movilizaba. Por supuesto, había muchísima pobreza. A mi mamá, que trabajaba en el sector público, le pagaban con Lecop, una pseudomoneda que era directamente una fotocopia y seguro muchos se acordarán de los patacones. Los movimientos sociales más combativos salían a la calle, pero la clase media no tocaba las cacerolas. Por eso puse al comienzo esa cita de Luis Chitarroni: “Toda literatura es provinciana. La literatura es provincia, tierra de vencidos”. Amo esa cita, refleja esa sensación de que en un país tan centralista, las provincias vemos lo nacional por la tele. La literatura tradicionalmente tampoco se hace mucho cargo de eso. Cuando escribía la novela me atraía ver hasta qué punto, como clase media, renegamos y aspiramos constantemente al dinero entendido como espacio de seguridad. Hasta qué punto le podemos echar la culpa al país y en qué parte también nos tenemos que hacer cargo de nuestras propias fantasías.
Plata en negro y palpitaciones
También quiero recomendarte La pájara, la estupenda novela de Juan Federico Von Zeschau que ganó el año pasado el Premio Futurock de Novela. Junto con Sergio Olguín y Agustina Bazterrica, tuve la suerte de integrar el jurado que la premió. La novela, que también había llegado a ser finalista del Premio Clarín, resultó una sorpresa extraordinaria por el tema, por la construcción de la historia y también por el vértigo de la narración. Se trata de una aventura amarga que se lee por momentos con palpitaciones y que, una vez que la terminaste, te deja pensando en el destino de los personajes largo rato.
Gonzalo creció en el marco del fracaso y el resentimiento. A sus padres los estafaron y él, que es empresario inmobiliario, tiene la misión de vengar su memoria. Necesita juntar dos millones de dólares en una semana para comprar un campo, un objetivo central para esa venganza. Para eso, deberá moverse en los márgenes de la ley y contar con asistencias diversas que van desde contadores y abogados conocedores de la letra chica de la corrupción a pequeños delincuentes, habitués de submundos, lúmpenes acostumbrados a jugarse la vida en cada transa.
Durante esta aventura desorbitada y marginal, el lector atravesará los diferentes circuitos y tratamientos de la plata en negro y los negociados entre el Estado y el sector privado, protagonizados por personajes alucinantes de una picaresca trágica argentina pocas veces retratada con tanto detalle —y sin juicio moral de por medio— en la ficción literaria.
Ya decidida a tomar la palabra de los autores, también me escribí con Von Zeschau (licenciado en Ciencia política nacido en Buenos Aires en 1982, autor de la novela Fuego amigo y de la novela colectiva Doble juego, profesor de escritura en la Universidad Nacional de Lanús) y le hice algunas preguntas, para acompañar este comentario de su novela.
—¿Por qué decidiste escribir sobre el dinero negro?
—Me parecía muy literario. El dinero negro necesita una estructura de negocios. Esa estructura, al ser ilegal, requiere escribanos que sub-valúen inmuebles, contadores que dibujen libros, cueveros y financistas para fugar la plata no declarada; un sistema de seguridad para trasladar esa guita física (expolicías, personal privado) y, en última instancia, bancos que no hagan ninguna pregunto sobre su origen. Es decir, los bancos de paraísos fiscales, o similares. Montevideo, Zúrich, Delaware, etcétera. La plata también se puede meter debajo del colchón, un eufemismo para las cajas de seguridad bancarias. Ahí vos podés guardar lo que sea. Un mundo así es carne para cualquier cineasta. ¿Por qué no lo sería para un escritor?
—¿Cómo te preparaste para contar el camino del dinero de tu novela? Hay mucho en esta historia que a la mayoría de los lectores nos explica cosas que nunca terminábamos de entender.
—Trabajé tres años en el sector inmobiliario, por supuesto que nada ilegal. Para mi novela extremé todo, lo exageré un poco o, al menos, lo deformé. Pero en el sector inmobiliario conocés todo tipo de gente: empresarios “serios”, escribanos, contadores y también estafadores. Hablando con ellos, pude “aprender” cómo se truchan escrituras para evadir impuestos, cómo se alambra un lote para ocuparlo ilegalmente y después estafar a alguien, o cómo se fuga la plata a través de oficinas de cueveros que están en el piso 10 de una torre de Puerto Madero, con un ventanal gigante dando al río, y que tienen su espejo en Montevideo. Al principio, basándome en estas charlas, me llamaba la atención lo aceitada que está una estructura de negocios que es, a todas luces, ilegal. Muchos cueveros (no los de Florida, los de verdad) ocupan altos cargos en bancos. Muchos de mis interlocutores eran empresarios supuestamente serios. Eso sí, ninguno se autopercibía como un delincuente. Hacían lo que había que hacer, evadir o fugar era casi un deber, porque el Estado es corrupto per se. Esta disociación me sorprendía, y me parecía una ambigüedad muy literaria. Me ayudó a construir personajes verosímiles, que no fueran planos, escapar a ese binarismo “rico malo/pobre bueno” o, en todo caso, complejizarlo.
—¿Cómo hablabas con ellos? ¿De qué manera les preguntabas?
—Tuve muchos cafés, muchas cervezas. Mucha charla. Creo que en el proceso también desmitifiqué al “que tiene guita”. La mayoría no alardea de su plata, más allá de andar en una camioneta 4x4. El vínculo con la plata es diferente. No la gastan en boludeces, no viven comprando. Me llamó la atención la austeridad de algunos. Lo que le gusta de la plata a este tipo de gente es ganarla, no gastarla. Se les va la vida en eso, es algo que los erotiza. Por eso, más allá de los rumores y la información, lo que utilicé para mi novela es la forma de hablar sobre la plata, y de relacionarse con ella. La plata les calienta.Además de mi experiencia personal, investigo sobre empresarios para mi doctorado. Pero no hay nada menos literario que una tesis doctoral. La sangre corre por otro lado, no por los papers.
—En la Argentina parece que estuviera penado el ahorro, que solo se puede tener dinero si lo gastás enseguida o lo conseguís por vías irregulares. ¿Qué pensás de eso?
—Creo que en Argentina, al día de hoy, solo ahorran los privilegiados. No necesariamente un empresario, también un profesional en blanco, de los primeros deciles, lo que es lo mismo que decir privilegiado. Y creo que en Argentina, un ahorro grande (estamos hablando de un par de millones de dólares) solamente lo puede tener un empresario que evada y fugue plata.
El pulso del abismo
Empecé a pensar en escribir sobre este tema hace un tiempo, a partir de una muy buena columna de Tamara Tenenbaum en eldiario.ar, en la que decía que todo el mundo habla de plata y ya casi nadie habla de trabajo. “No importa cómo, no importa con quién: ninguna conversación en la Argentina de hoy está completa sin la sección sobre lo caro que está todo, la comparativa de precios de prepaga, cuotas de colegio o aumento de alquileres”, escribió.
Estas son las conversaciones alienadas de la clase media en este presente abrumador. Me cuesta y me angustia pensar en las conversaciones —si es que existen— entre aquellos cuya rutina consiste en revisar los contenedores y en tocar los timbres para pedir. Pedir lo que sea. Pedir ropa, algo para comer, algo para vender, algo para sobrevivir un día más.
Vivo en esta casa desde hace 27 años. Para nosotros las crisis se miden por la baja de nuestros ingresos o la pérdida de su valor pero también por la cantidad de veces por día y por semana que nos tocan el timbre las voces de los que ya no tienen nada que perder.
Ese es el verdadero pulso del abismo, habernos acostumbrado a esos timbres que no dejan de sonar.
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Ahora sí te digo chau. Las imágenes de este envío son obras de Andy Warhol y de distintos artistas que a lo largo del tiempo retrataron el tema del dinero, además de las tapas de las dos novelas sobre las que escribí.
Te recuerdo mi mail: es hpomeraniec@infobae.com. Ahí recibo comentarios, sugerencias y recomendaciones.
Espero que pases una buena semana, que puedas disfrutar los días feriados que se vienen, rodeado de amor y con agenda de actividades placenteras, que te hagan pensar en algo distinto a lo de todos los días.
Tareas para el hogar: administrar la indignación y potenciar los buenos momentos.
Hasta la próxima.
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