Eduardo Sacheri: “Lo más peligroso que nos está pasando es no bancarnos el pasado”

En diálogo con Infobae Cultura sobre su nuevo libro, “Los días de la violencia (1820-1852)”, el autor bestseller argentino asegura que “la adhesión fanática quita margen de maniobra” y que “hay demasiados públicos reivindicando su emocionalidad” en este tiempo político

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Eduardo Sacheri presenta su segundo libro de historia argentina: "“Los días de la violencia (1820-1852)”
Eduardo Sacheri presenta su segundo libro de historia argentina: "“Los días de la violencia (1820-1852)”

De chico, cada cosa que Eduardo Sacheri no entendía se la preguntaba a su papá. “Cómo eran las cosas en el pasado, no solo de la sociedad y la política, también los trenes o los colectivos”. Lo que ese niño quería era “entender el funcionamiento del mundo”, dice ahora este escritor bestseller que además, y quizás no todos lo sepan, es profesor. ¿Qué enseña? El funcionamiento del mundo. O una faceta de aquella utopía infantil. Eduardo Sacheri estudió Historia porque, recuerda, era la única materia del secundario que le gustaba, “ni siquiera Literatura”, y se lanzó a la travesía universitaria “sin tener muy claro qué implicaba laboralmente”. Obtuvo la licenciatura en la Universidad Nacional de Luján y desde hace muchísimos años ejerce como docente en colegios secundarios. Lo hizo también en universidades, pero llegó un momento en que no pudo mantener una extendida docencia en simultáneo a su carrera de escritor de ficción.

Estamos hablando de los libros que han liderado los rankings de ventas de los últimos diez años: La pregunta de sus ojos, Papeles en el viento y La noche de la Usina, entre tantos otros: muchos fueron llevados a la pantalla grande con todavía más éxito. En paralelo, la Historia. “Por un lado, como profe es más estimulante la universidad, pero por otro lado, y confusamente, es más necesario el secundario, porque los chicos en la universidad están llenos de estímulos; en el secundario no necesariamente. Es más, muchos probablemente nunca más en la vida estudien Historia ni nada vinculado. En realidad es una utopía ridícula que ahora pongo en voz alta. Pero no sé, me parece que es valioso”. Y un día, año 2022, publicó el primer libro del género: Los días de la Revolución (1806-1820). Bajo el mismo subtítulo, “Una historia de Argentina cuando no era Argentina”, acaba de publicar el segundo: Los días de la violencia (1820-1852).

Ahora se recuesta sobre una silla de madera liviana en el primer piso del local que la librería Yenny inauguró el año pasado en Palermo Soho. Hay un pocillo de café sin asa que permanece incólume ante una oratoria que requiere de sus manos subrayando palabras en el aire. El objetivo de Los días de la violencia (1820-1852), que va de la Batalla de Cepeda hasta la de Caseros trabajando sobre un profundo extrañamiento sobre territorios, ideas y personajes, fue “llevar lo complejo, lo difícil, lo abstracto, a gente que no está tan al tanto”. Destaca un seductor tono coloquial que, asegura, “fue muy difícil encontrarlo: es un laburo de escritura más difícil que el de una ficción. En estos libros de divulgación está siempre el riesgo de volverte hermético y hablarle a los historiadores, pero también de volverte simplón y demasiado cachengue. La necesidad del libro es esta cosa coloquial que tiene una clase, como las que uno da en el secundario”.

"Los días de la violencia (1820-1852)”, nuevo libro de Eduardo Sacheri, segundo de una saga que se proyecta de cuatro títulos. Editó Alfaguara
"Los días de la violencia (1820-1852)”, nuevo libro de Eduardo Sacheri, segundo de una saga que se proyecta de cuatro títulos. Editó Alfaguara

—A diferencia de otros países, Argentina es una sociedad que tiene una relación inquietante con su historia: siempre hay tensiones, revisiones, rescates, críticas. ¿Tenés alguna hipótesis al respecto?

—Solo puedo especular. Supongo que una sociedad como la nuestra, tan conflictiva, tan confundida, tan inestable, tan frustrada, es lógico que vaya recurrentemente al pasado para tratar de entenderse y encontrarse. La sensación que tengo, en tanto alguien que ha estudiado historia, es que hay ciertos sentidos comunes que a veces están un poco a las patadas con lo que se investiga en la facultad. Hay un interés muy legítimo pero que a veces abreva en versiones un poco anticuadas, un poco simplificadas, pero el interés en sí, que es muy genuino, me parece que viene de la misma inconformidad que te genera el presente, que te lleva a buscar en ese pasado algo que responsa a qué es lo que me trajo hasta acá. Nos pasa en la vida individual, lo personal, lo afectivo, y nos pasa socialmente. Es algo muy humano.

—En el libro evitás pensar la historia en términos de buenos y malos. ¿Creés que ese es un problema de la actualidad: ellos y nosotros, y esta cuestión de todo el tiempo se antepone la indignación al análisis?

—La indignación es una emoción. Analizar, en cambio, es algo muy racional. No estoy pretendiendo que seamos seres fríos e incapaces del compromiso emocional. No solo no tiene sentido, no tenemos esa posibilidad. Pero sí tenemos que dejar un bajar de cambios porque la emoción te enceguece. Las buenas y las malas: así como el amor te enceguece y eso aumenta tu entrega y tu placer, la indignación también. Sobre todo si uno se la pasa haciendo juicios morales sobre sí mismo y sobre los demás. Es muy difícil porque, aparte, el juicio moral tiende a la exclusión. Esto de nosotros, los virtuosos, contra ustedes, los impuros, los viciosos, los nefastos. Es muy difícil convivir y entender que tenés un antifaz de emocionalidad entre vos, que estás intentando mirar la realidad, y la realidad misma. Lo digo y sé que es una utopía, pero me alcanza con que sea una tendencia, una actitud o una pretensión. Me parece mejor eso que al revés: enarbolar la pasión de mis convicciones y mis certezas. Sí, vas a estar muy tranquilo porque además vas a encontrar lo que fuiste a buscar, porque uno no tolera esa frustración emocional. Si ya vas convencido y enfervorizado a buscar verdades, certezas, virtudes, defectos, traiciones, heroísmos, los vas a encontrar y vas a regresar recontra convencido. Pero, ¿entendiste un poco más el pasado y, por lo tanto, un poco más del presente? No.

—Esa tendencia a la emocionalidad pareciera que, no sólo continúa, sino que cada vez se acentúa más...

—Vivimos en una época extremadamente emocional. Sobre todo en áreas donde no está bueno. Algunas de las mejores cosas que ha hecho el ser humano en los últimos 200 o 250 años han sido intentar entender racionalmente el mundo. Eso nos ha dado buenos resultados en diversas esferas. El manejo del poder en una sociedad, el manejo de la medicina, el manejo de la tecnología. ‘Voy a dejar un poquito al margen mis creencias y mis sentimientos, voy a tratar de observar y usar mi cabeza para observar y razonar’. Vivimos en una época donde eso está muy dejado de lado y hasta se lo celebra. Se enarbola el apasionamiento como una virtud; no creo que lo sea. Me siento en minoría. Hay demasiados públicos reivindicando su emocionalidad, su visibilidad, y desde una ampulosidad. Porque lo emocional siempre desborda. El ser humano no tiene límite para sus emociones. Y eso no está ni bien ni mal. Pero ¿qué es lo que pone los límites? Tu cabeza. No siento que nos esté yendo bien en esta apuesta permanente por la afectividad. Cuando digo afectividad, no digo solo el amor, sino también el odio, el rechazo, el repudio.

“Hay demasiados públicos reivindicando su emocionalidad, y desde una ampulosidad”
“Hay demasiados públicos reivindicando su emocionalidad, y desde una ampulosidad”

—¿Cómo se traslada esto a la política, a la coyuntura, a la democracia?

—Pasa que yo no creo que uno pueda analizar históricamente la actualidad. La Historia requiere una mínima distancia, una mínima separación. Por supuesto que en política uno tiene sus preferencias, y eso me aproximaría a pensar que estos son buenos y aquellos son malos. Pero a lo mejor está bueno decir: los que a mí me gustan no son tan buenos. Uno también puede aplicarlo. Incluso decir: estos me parecen los menos malos. Creo que eso es sano pensarlo en esos términos. Me parece que la adhesión fanática a lo que sea no está buena porque te quita margen de maniobra, te quita margen para retroceder, también para despegarte. Pero si uno va y les deposita la fe, la confianza, el amor... eso hacelo con tu club, que sabés que es al pedo, pero también sabés que es una ficción. ¿Qué es lo lindo de amar a un club de fútbol o de lo que sea? Que vos sabés que estás idealizando en abstracto algo con mucha ingenuidad y con un espíritu absolutamente infantil, y digo infantil en el mejor de los sentidos, pero al mundo de la política me parece que mejor que vayamos, no desde el escepticismo o desde el cinismo más absoluto, pero sí desde cierta distancia.

—Pienso en la militancia, un lugar de adhesión fuerte, pero que también requiere ciertos límites a esa fe.

—Yo creo que sí, pero evidentemente no, porque me da la sensación de que se defienden militancias absolutas, completas, redondas e incólumes. Vivimos en una época de certezas donde nos inquieta la incertidumbre, que es una de las mejores cosas que hay.

"No creo que el apasionamiento sea una virtud", dice Eduardo Sacheri
"No creo que el apasionamiento sea una virtud", dice Eduardo Sacheri

—Desde que asumió Javier Milei, apareció algo nuevo en relación a la historia: me refiero a la fijación con el comunismo, de que todo lo que no sea anarcocapitalista es socialista, de que el comunismo mató a 150 millones de personas. ¿Notás una suerte de banalización de la historia?

—Creo que es inevitable que los políticos utilicen la historia porque la historia te da legitimidad para lo que sea. Si vos sostenés algo y lo fundamentás en algo que ya sucedió, eso le da solidez. Así funciona. Y me parece que vivimos en una época donde la exageración conceptual es la norma. Sería como una bomba de napalm. Hay algo que es la socialdemocracia, hay algo que es el progresismo, hay algo que es el socialismo real de la Unión Soviética y si vos le tirás una bomba encima que dice ‘comunismo’ no entendiste nada de ninguna de esas cosas. Del mismo modo, hay una centroderecha, hay un liberalismo, hay un neoliberalismo, hay un neoconservadurismo, están las nuevas derechas populistas y si vos le tirás una bomba que dice ‘fascismo’.... Te digo los dos porque las dos cosas me irritan igualmente. Entonces me parece que la única manera es decir: no, pará, si no te gustan los de derecha, no le digas fascistas a todos, y si no te gustan los de izquierda, no les digas comunistas a todos. Lo único que logramos es ofendernos y confundirnos. Pero me siento un pelotudo gritando en medio de gente que está muy conforme con esa manera de ver la realidad, porque reditúa. No solo hay emisores, hay un público y esa es la cagada. La cagada más grande no es que haya emisores dispuestos a borrar las diferencias, sino que hay un público que lo agradece. Y esto de la atracción que te genera lo simple, lo cerrado. Es el horror a la incertidumbre, de tranquilizarnos en la certeza.

—¿Esa búsqueda de tranquilidad es de esta época? ¿No pasaba hace veinte, treinta años?

—A mí me da la sensación que la humanidad pendula. Tiene momentos así, como tiene momentos donde se banca mejor la incertidumbre, la búsqueda, la duda. Fijate los 80. Te hablo de una década que no es la de las grandes utopías, porque las grandes utopías también encierran mucho de certidumbre, de seguridad, de blindaje. Los 80, que no es el cinismo de los 90, porque el último par de décadas nos hemos puesto unos y otros, y desde los terrenos más diversos, certeros, convencidos, decididos, definidos. Por eso, el lado bueno de mi pesimismo es que en algún momento va a pasar. El tema es cuánto nos va a hacer sufrir en el medio. Creo que la humanidad hace movimientos, a veces en esa dirección y a veces no. Y la actitud general que tengas condiciona que vayas en esa dirección o no.

Eduardo Sacheri, frente a una gran cola de lectores, firmando libros en la librería El Ateneo Gran Splendid
Eduardo Sacheri, frente a una gran cola de lectores, firmando libros en la librería El Ateneo Gran Splendid

—La imagen que parpadea siempre en el libro es que hace muy poco que Argentina es Argentina, y sin embargo pasó de todo. Pero que somos un país bastante nuevo.

—Lo que tomo es el laburo de un montón de académicos que dicen: ‘che, loco, en 1810 la Revolución de Mayo existe? Sí, pero la Argentina no está en ningún lado, y en 1820 tampoco’. Me pareció interesante como concepto para vertebrar todo el libro. Quitémosnos certidumbre: Argentina no existió siempre, se fue construyendo. Y eso también implica que nos vamos a seguir construyendo. Las cosas no son definitivas nunca. Tengámoslo en cuenta, porque de acuerdo a cómo sigamos construyendo define para dónde vamos. ¿Sabemos qué va a pasar dentro de 30 años? Esos tipos tampoco. Entonces cuando en 1820 se hace mierda el Directorio de Buenos Aires y la Liga de los Pueblos Libres de Artigas, ¿qué queda? Quedan provincias: Buenos Aires, Salta, Santa Fe son provincias que se arman más o menos. ¿Y dónde está la Argentina? No está. Por supuesto que como es un proceso se van edificando cosas y las provincias no descartan juntarse, entonces hay una idea, pero al mismo tiempo especulan: si ésto no me cierra me quedo separada. Y entonces tampoco es tan fuerte esa idea de la Argentina. Ese pasado sigue presente en nosotros, en discusiones que hay hoy en día. En el Senado todas las provincias son iguales por esto. Cuando los tipos digan: ‘vamos a firmar un reglamento que estamos todas’. ‘Pero yo no quiero que las más grandes me pasen por encima porque tienen más diputados que yo’. ‘Quedate tranquilo, en el Senado somos todos iguales’. Entonces nos juntamos cinco o seis y no nos van a pasar, porque encima eran 14. Hoy, cuando surgen cuestiones regionales, ahí te sirve la Historia. Vivimos en un territorio que es un acuerdo de entidades menores, así nació la Argentina. No está ni bien ni mal, pero hay que entenderlo.

—Al contexto internacional también le das especial atención: qué pasaba en los demás virreinatos, los conflictos limítrofes, todos procesos diferentes y cada uno con su tiempo.

—Totalmente. Primero, tenés un montón de territorios que son indígenas. Los blancos pueden decir ‘esto es mío’, pero de ahí a que lo puedan cumplir es otra cosa. Pero además, ¿de qué lado de la frontera va a quedar, si vos y yo éramos el mismo virreinato?, ¿por qué la azucarera es mía y no es tuya? Y los quilombos que va a haber a lo largo del siglo XIX, y después, en el siglo XX, cuando Argentina y Chile estén a punto de ir a la guerra por una cuestión territorial, es un quilombo que viene de ahí. Toda sociedad descansa sintiéndose eterna, y los nacionalismos hacen mucho ese ese movimiento: ‘estamos aquí desde siempre’, ‘esto es así desde la noche de los tiempos’. Al momento de festejar el 25 de Mayo o el 9 de Julio está bien que lo hagás porque es una fiesta, porque es un símbolo, porque es un mensaje de identidad colectiva. Pero cuando estudiás Historia lo tenés que desarmar. En algún momento las elites argentinas dijeron: ‘fijemos este pasado y enseñémosle en la escuela’. Y no está ni bien ni mal, es lógico, porque lo empezaron a hacer en 1860, 1870, cuando esto se llenaba de inmigrantes. Y la desesperación que les agarraba era que, en Buenos Aires, cuatro de cada cinco adultos eran extranjeros. ‘¿Qué es este país? Lo abrimos para progresar y se nos está disolviendo entre los dedos. ‘Esperá’, dirá Mitre, ‘yo me encargo: Revolución de Mayo, Buenos Aires, la libertad, la independencia, San Martín, Belgrano, pum, pum’.

—¿Te vuelve más nacionalista estudiar Historia? ¿Cómo te relacionás con la pertenencia, con la identidad? ¿Aparece cierto cariño o tratás de mantener la distancia?

—A mí no me pasa, lo cual no significa que no me sienta argentino y que quiera que a esta comunidad que somos le vaya lo mejor posible. Pero, justamente, cuando vos ves que las cosas no están inscriptas en las piedras, la emocionalidad baja un poco, o baja al nivel del acuerdo. Se construyó en algún momento, nosotros lo heredamos y tenemos que seguir construyéndolo, pero no hay ningún manual en ningún lado que diga cómo somos ni cómo tenemos que ser. Nos obliga a ser más responsables, porque no hay ninguna respuesta fácil.

“Vivimos en una época donde la exageración conceptual es la norma”, dice Sacheri, y agrega: “La adhesión fanática te quita margen de maniobra”
“Vivimos en una época donde la exageración conceptual es la norma”, dice Sacheri, y agrega: “La adhesión fanática te quita margen de maniobra”

—¿Cómo se continúa esta serie? Imagino que ya estás escribiendo o diagramando el próximo.

—Esto en realidad surgió de un podcast sobre el periodo revolucionario y la ruptura del Imperio español. La editorial me propuso que lo hiciéramos libro. Con mi habitual sentido empresarial, les dije: ‘no se lo van a vender a nadie, ¿quién carajo va a comprar un libro mío hablando de historia? Bueno, dale, probemos’. Y después que lo hice, pero antes de que saliera, me dicen: ¿cómo seguirías? Yo les dice que si quisiera dar continuidad a la pregunta de cómo se construyó la Argentina, lo dividiría en cuatro libros, hasta 1916, porque todo el siglo XIX y los primeros años del siglo XX son como la larga contestación de esa pregunta. Entonces, el primer libro llegaría hasta 1820, el segundo hasta Caseros y la derrota de Rosas y Buenos Aires, luego la derrota final de Buenos Aires, cuando es derrotado Carlos Tejedor, su gobernador, pero me extendería hasta 1916 porque pasan un montón de cosas finales en esa construcción, aunque parece que hay un montón de cosas que se resuelven en 1880, como la inmigración, la modernización, el crecimiento, las crisis mundiales, el anarquismo, el socialismo. Hay como un un hervidero de cosas interesantes. Uno podría decir que para cuando sube Irigoyen a la presidencia, en el 16, ya estás en el siglo XX y todos saben que son argentinos: lo son emocionalmente, económicamente, territorialmente estatalmente. Ahí pararía. Esa es la idea. Después de este, dos más.

—¿Y ya arrancaste a escribir el tercero?

—Estoy leyendo como un guanaco. Como los últimos 12 o 13 años ya no doy clase en la universidad, estoy un poco desactualizado de lo que en Historia se llama el estado de la cuestión: lo que se está diciendo ahora de tal tema. La divulgación no tiene que desaprovechar la oportunidad de conectar con lo más nuevo. Y por respeto a los académicos. Estoy leyendo mucho para el tercero. Pero como lo tengo que intercalar con las novelas, porque el año pasado saqué una novela, este año saqué este, el que viene saco otra novela. Tengo tiempo. Espero no morirme para no dejarlo por la mitad.

—La gran bajada de línea en este libro es, justamente, estar atento a las bajadas de línea, explicitarlas. Hablás de pensar la Historia evitando hacerlo desde la moral del presente. Pienso en esta nueva ola de cuentos clásicos que se reversionan en el cine con inclusión, con una mirada muy del presente, que sea bien amigable.

—Te diría que eso es de lo más peligroso que nos está pasando: no bancarnos el pasado. Es como si no fuéramos capaces de soportar la frustración que nos genera un pasado que no nos gusta. Entonces lo cambiamos: es lo peor que podemos hacer. El ser humano necesita comparar, la comparación es una herramienta intelectual imprescindible. No podemos hacer como que vivimos en un presente perpetuo. El pasado fue distinto y necesitamos tenerlo siempre presente. Esa actitud pelotudísima de, por ejemplo, poner mujeres en las trincheras de la Primera Guerra Mundial. No, boludo, no había, porque había un montón de lugares donde las mujeres no podían estar. ¿Te molesta eso? Buenísimo. Fíjate que 100 años después las cosas son diferentes. Pero ojo, si hace 100 años eran de un modo que no te gustaban, dentro de 50 pueden volver a serlo por otro motivo. Es una de las actitudes más boludas y más dañinas.

[Fotos: Maximiliano Luna]

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