La pregunta importante hoy... es en cuanto a la idea y el tema de la revolución. [...] La historia europea estuvo dominada por esta idea. Es exactamente esta idea la que está en vías de desaparecer en este momento. - Michel Foucault, Japón, 1978
En la primavera de 1975, Michel Foucault estaba listo para proclamarse el último gran intelectual francés del siglo XX. Estaba por publicar el primer volumen de la obra que le aseguraría ese título, Historia de la sexualidad. Pero, harto de la conformista y cerrada cultura francesa de esos tiempos, volvió una vez más a buscar refugio en otro lugar, siguiendo un derrotero de su vida adulta que lo llevó a Suecia, Polonia y más tarde a Túnez, donde estuvo viviendo durante los acontecimientos de mayo de 1968. Estaba tan impresionado por la atmósfera de liberación de San Francisco que consideró emigrar y hacerse californiano.
Parece que Foucault se enamoró de California. Fue ahí que el austero pensador antihumanista de la década del sesenta, que había proclamado la “muerte del hombre” en abierta hostilidad hacia la filosofía de la libertad de Jean Paul Sartre, experimentaría durante la última década de su vida nuevas formas de relacionarse con los otros e inventarse a sí mismo en los clubes sado-masoquistas de San Francisco.
También fue allí donde podría decirse que se convirtió en el “último hombre” en tomar LSD. Foucault describió este evento como una “gran experiencia, una de las más importantes de mi vida”. Pero el filósofo francés llegó muy tarde a experimentar con drogas alucinógenas. Mientras muchos otros más tarde “tomarían ácido”, como se decía de los “viajes” personales de este tipo, su apogeo cultural se dio a finales de la década del sesenta y, en ese sentido, Foucault fue el “último hombre” de renombre intelectual en tomar LSD como parte de la primera ola de su uso como droga que expande la conciencia. Había sido precedido por Timothy Leary, Aldous Huxley, R. D. Laing, Allen Ginsberg, The Beatles y muchos otros.
Darse con ácido fue una de las principales experiencias de la contracultura joven de fines de los sesenta en California. Entre 1964 y 1966, el escritor Ken Kesey y su banda, los Merry Pranksters viajaron por Estados Unidos en un colectivo psicodélico, parando regularmente para armar fiestas con LSD. Estos acid tests iban a ser una de las vías que conectaron a la Beat Generation con el movimiento hippie en los años venideros. Sin duda el LSD y otras drogas “psicodélicas” continuaron usándose, con mayor o menor frecuencia pero nunca más el LSD, y la experiencia asociada a él, llegaría a definir la cultura, el arte, la moda y el estilo en general como lo hizo a finales de los años sesenta.
En ese momento, las cualidades alteradoras de la mente de esas drogas eran concebidas en parte como un profundo autoanálisis y psicoterapia y en parte como una intensa experiencia religiosa. Timothy Leary llegó incluso a fundar una iglesia, la Liga para el Descubrimiento Espiritual, con el LSD como sacramento. El propio Foucault acordaba con que la experiencia era “mística”, que le ofrecía “visiones de una nueva vida” y una “perspectiva nueva” sobre sí mismo.
Algunos meses más tarde, en una carta a Simeon Wade, el joven acólito que lo había invitado a tomar la droga, Foucault escribió que la experiencia lo había llevado a reescribir totalmente el primer volumen de su Historia de la sexualidad. Iba a dejar de lado los cientos de páginas ya terminadas, arrojar al fuego el segundo volumen completo y abandonar entonces el proyecto de la obra en varios volúmenes. Salvo el primer volumen, que se volvió un manifiesto para el emergente movimiento gay en California y en otras partes, ninguno de los otros volúmenes sería publicado en su forma inicial.
Foucault fue a la Claremont Graduate School en el sur de California durante la primera de sus varias visitas a Berkeley. Dada la relativamente oscura naturaleza de la institución, su presencia solo puede deberse a la persistencia de Wade, el autor de un fanzine de producción propia titulado Chez Foucault. Foucault aparecía allí en una foto con su sweater de cuello alto y anteojos de sol con ancho marco blanco que hacían que pareciera un cruce entre Kojak y Elton John. Acompañado por su amante y compañero, el pianista Michael Stoneman, Wade llevaría a Foucault a un paseo que terminó en un viaje de ácido en Zabriskie Point, en Death Valley, los restos desérticos de un lago que se secó hace cinco millones de años. Pero el trío llegó tarde hasta en esa elección del lugar. El célebre director de cine italiano Michelangelo Antonioni había empezado a filmar allí en 1968 su clásica película californiana, Zabriskie Point, con el telón de fondo de las protestas estudiantiles, el movimiento de las Panteras Negras, la cultura de la droga y la liberación sexual. Su film incluía una orgía en esa locación.
En mayo de 1975 se podría suponer que darse con ácido allí era menos un acontecimiento estético de vanguardia que un cliché hippie. Al final el trío encontró una banda sonora menos plebeya que la de Antonioni para sus ensoñaciones al reemplazar a Pink Floyd y The Grateful Dead por cintas de Richard Strauss, Stockhausen y Pierre Boulez. Foucault tomó ácido en los estertores de un período en el que el LSD era considerado lo que su colega, el historiador del pensamiento antiguo Pierre Hadot, iba a llamar un “ejercicio espiritual”, que pronto sería reemplazado por el emprendedurismo alimentado por la cocaína de las discotecas y nightclubs de finales de la década del setenta. El efecto fue profundo en Foucault. De hecho, iba a alterar radicalmente la dirección de sus investigaciones en los años siguientes.
Cuando casi ocho años más tarde publicó el segundo y el tercer volumen de Historia de la sexualidad, el proyecto se centraba en las “técnicas del yo” que había descubierto en la ética de la Grecia clásica y la antigua Roma. En vez de estudiar la sexualidad a través de las paradojas de la represión y la confesión heredadas del cristianismo, la ubicaba en la larga serie de las maneras en que los hombres se veían a sí mismos, se gobernaban a sí mismos y buscaban moderar, controlar o liberar, según el caso, lo que veían como placeres, deseos o tentaciones de la carne. Lo que los modernos llaman “sexualidad” ya no debía ser visto como una verdad profunda que hay que desentrañar desde nuestro inconsciente como lo haría Freud. Era simplemente una manera más en la que nos inventamos como seres humanos en relación a la erótica, el hogar y la familia, la vida cotidiana y la ética. Dada su relatividad histórica y su relación con la cultura confesional del cristianismo medieval, la sexualidad era algo de lo cual los antiguos nos podían ayudar a escapar, o, como Foucault iba a decir a menudo, algo acerca de lo cual al menos podíamos “pensar de otra manera”. No tenemos que liberar nuestra sexualidad, sino liberarnos de todo el sistema confesional que predicaba la liberación basándose en la sexualidad.
No sería injusto decir que durante la década del sesenta Foucault había compartido la obsesión de cierto tipo de filosofía francesa de deshacerse del “sujeto”, un término extraño que es a la vez técnico y oscuro. Rechazar al sujeto, anunciando su muerte o la muerte del autor se volvió un tropo en el discurso y la teoría literaria de Foucault, Barthes, Derrida y compañía. En la década del setenta, el sujeto se explicaba no solo como una suerte de ficción de los enunciados de las ciencias sociales y del comportamiento, sino como resultado de la aplicación de esas pseudo-ciencias en lo que estadounidenses como Erving Goffman llamarían “instituciones totales”: el manicomio, el hospital, la escuela y, sobre todo, la prisión.
Lo escandaloso del trabajo de Foucault sobre las prisiones, por ejemplo, era que reemplazaba la idea de que podían deformar o brutalizar al sujeto humano por la afirmación de que en su búsqueda de un mayor humanismo fabricaban a los propios sujetos a los que dominaban o sometían. Sin embargo, después de sus experiencias californianas, y su exposición al “culto californiano del yo”, el sujeto de Foucault se vuelve un sujeto libre, un agente activo capaz de hacerse a sí mismo a través de la meditación y el yoga, la terapia y la “autoayuda” y con el potencial para la auto-transformación radical a través de experiencias extremas. “Hacer del principe de plaisir un principe de réalité”, le escribió a Wade, era “un problema ético y político que hay que resolver ahora”. Por lo tanto, implicarse en aventuras eróticas, experimentos con drogas psicotrópicas y la “invención” de nuevos estilos de vida hacían posible la transgresión del yo normalizado que es producido por las instituciones del moderno Estado de bienestar. Para decirlo en los términos de los neoliberales estadounidenses que Foucault estaba leyendo en esos tiempos, el “emprendedor de sí mismo” estaba dispuesto a poner en riesgo su propia identidad en el acto de auto-creación.
Sin embargo, Foucault es el último hombre que tomó LSD en otro sentido, más profundo que el de ser simplemente quien adopta tardíamente una cultura. Fue un autodiagnosticado último hombre en el sentido de que había anunciado la “muerte del hombre” –en la forma del homo dialecticus y el sujeto soberano– ya en 1964, y después, de manera más notoria, en Las palabras y las cosas, dos años después. Más tarde iba a exponer una serie de finales significativos –el de la política y el de la revolución, entre otros–. A veces a Foucault le gustaba presentarse a sí mismo como un antihegeliano, ubicándose en la tradición positivista francesa que se oponía al idealismo alemán y sus filosofías de la historia. Pero hasta en la década del sesenta las esquirlas de la filosofía de la historia, con sus teleologías y escatologías, desgarraban el tejido del austero formalismo del arqueólogo. De muchas maneras, el pensamiento de Foucault tiene el rostro arcano del Hegel francés. Era el que enseñaba Alexandre Kojève en la École Pratique des Hautes Études en la década del treinta –posteriormente una inspiración clave para el libro The End of History and the Last Man de Francis Fukuyama– y, más directamente, Jean Hyppolite, a través de quien Foucault afirmaba haber “escuchado algo de la voz de Hegel” y con quien tenía, como dijo en su lección inaugural en el Collège de France, la “mayor deuda”.
Cuando tenía poco más de veinte años, Foucault escribió una tesis sobre la Fenomenología del espíritu de Hegel, que había sido traducida al francés por Hyppolite. Al aceptar su cátedra en el Collège unos veinte años después, Foucault iba a admitir que los recursos que movilizó contra Hegel quizás fuesen una astucia a través de la cual el filósofo alemán nos espera. Como señala David Macey, biógrafo de Foucault, es difícil que no se hubiese enterado de que fue el hegeliano Kojève quien primero se aseguró de que la “muerte del hombre” entrara en el léxico público a finales de la década del cuarenta. Es cierto que no era la figura de las ciencias humanas la que “se borraría como en el límite del mar un rostro de arena”, sino un ser que enfrenta su propia finitud –su propia muerte–. No obstante, Foucault compartía con Kojève la tesis del “fin de la revolución” y la presunción de que el moderno Islam tenía potenciales elementos comunes con el legado mediterráneo greco-latino.
Foucault también compartía con Kojève giras de descubrimiento a Japón. Este último encontró en la vida ritual de los japoneses una poshistoria alternativa al “retorno a la animalidad” de la humanidad ejemplificado por los Estados Unidos pero también seguido por el comunismo soviético y el chino y el Tercer Mundo en vías de desarrollo. La cultura japonesa –la ceremonia del té, el teatro nō, el ikebana– le parecía a Kojève una suerte de esnobismo desprovisto de valores humanos sustantivos. De manera similar, el enigma de Japón y la “misteriosa” naturaleza de sus habitantes llevaron a Foucault de nuevo allí en su segundo viaje en abril de 1978, inspirado en los textos de los grandes íconos contraculturales de la época, Alan Watts y D.T. Suzuki.
La gira incluyó una estancia en un templo zen y fue allí, discutiendo con Omori Sogen Roshi, uno de los maestros zen más importantes del siglo XX, que argumentó que “desde 1789, Europa ha cambiado en función de la idea de revolución. La historia europea ha estado dominada por esta idea. Es precisamente esta idea la que está en vías de desaparecer”. Estaba anunciando nada menos que “el fin de la política” y al hacerlo se ubicaba a sí mismo en un linaje intelectual hegeliano aparentemente en desacuerdo con su propia autopercepción. En tiempos de la desaparición de la Unión Soviética y la caída del Muro de Berlín, Fukuyama argumentaba que una aspiración global a la democracia liberal satisfaría el deseo humano de reconocimiento, honor, estatus y realización. La humanidad ya no estaría en desacuerdo acerca del modo de organización social. La lucha entre el socialismo y el capitalismo sería reemplazada por “la interminable resolución de los problemas técnicos” y “la satisfacción de las sofisticadas demandas del consumidor”.
De ahí en adelante, todos nos habríamos convertido en mayor o menor medida en partidarios del capitalismo liberal democrático. Fukuyama llamó a este mundo “poshistórico”. “Lo que la gente cree” era entonces reemplazado por “lo que la gente desea”, poniendo al sujeto en el centro de la política. Si en el conflicto de clases lo que contaba era de qué “lado” estábamos, todo lo que contaba en la era del fin de la historia era saber “qué” o “quién” éramos. Como ha señalado Walter Benn Michaels, en la era poshistórica, en vez de cambiar el mundo, el último hombre –y la última mujer– buscaban cambiarse a sí mismos reemplazando la devoción a una causa por una dedicación a experimentar con el yo. Se podría objetar que lo que Foucault llama el “último hombre” se reduce al individuo conformista, disciplinado que diagnosticó en Vigilar y castigar, o, en el mejor de los casos a quien busca las satisfacciones placenteras pero triviales de la sociedad de consumo. Puede que sea el “último hombre” del Zaratustra de Nietzsche:
La gente continúa trabajando, pues el trabajo es un entretenimiento. Mas procura que el entretenimiento no canse. La gente ya no se hace ni pobre ni rica: ambas cosas son demasiado molestas.
¿Quién quiere aún gobernar? ¿Quién aún obedecer?
Ambas cosas son demasiado molestas.
¡Ningún pastor y un solo rebaño! Todos quieren lo mismo, todos son iguales: quien tiene sentimientos distintos marcha voluntariamente al manicomio.
Estas palabras nos recuerdan mucho a lo que Foucault escribió y dijo en los años posteriores a su propia “prueba de fuego”. Iba a rechazar el Estado de bienestar en tanto estaba arraigado en la relación pastoral cristiana del pastor que manda y el rebaño que obedece. Buscaría evitar el problema de la desigualdad mediante nuevas medidas negativas en relación al impuesto a las ganancias, lo que hoy llamaríamos renta universal básica. Y en la idea del capital humano, estaba fascinado con el trabajo no como producción sino como forma de elección y auto-consumo. Sin embargo, como Foucault insistió siempre, todo esto era parte de una investigación acerca de en quiénes nos hemos convertido en nuestro presente, un diagnóstico de nuestros límites y capacidades que deja presagiar una posible trascendencia. Previó que el fin de la política y la revolución no significaban una complacencia pasiva, sino que el último hombre iba “deliberadamente a buscar la lucha, el peligro, el riesgo y la osadía [...] insatisfecho por la paz y la prosperidad”, como iba a decir Fukuyama unos pocos años más tarde.
En vez del mediocre, pasivo y conformista “último hombre” nietzscheano, el último hombre de Foucault llegaría a ejercer cada vez más la autonomía, a gobernarse a sí mismo y a hacer de la vida una “estética de la existencia”. Foucault es antihegeliano en tanto rechaza la lucha por el “reconocimiento” que arraiga en la dialéctica amo-esclavo. Sin embargo, no la reemplaza por la lucha de clases del marxismo, sino por el combate por la auto-creación, por maximizar el auto-gobierno y la autonomía contra la heteronomía de la “subjetivación” [assujettissement]. El último hombre de Foucault no solo se da cuenta de que se acabó la revolución sino también la aburrida y potencialmente autoritaria política de la reforma social progresiva del Estado de bienestar con su terapéutica del alma.
Tomar LSD sería uno, si no el primero, de los muchos experimentos que el último hombre acometería para volverse otra cosa que una identidad dada. Las visitas de Foucault a un monasterio zen o a comunas taoístas fueron sin duda otro tipo de experimento y, a nivel colectivo, sus dos viajes a Irán lo iban a ayudar a observar una “espiritualidad política” desde hacía tiempo olvidada en Occidente, pero viva en una suerte de liturgia de autotransformación sacrificial como una contraconducta frente a Occidente, su Estado y su modernización.
Más dramáticamente, mientras estaba bajo el efecto de drogas, Foucault iba a ser atropellado más tarde por un coche en la rue Vaugirard, donde vivía. Tuvo “la impresión de que estaba muriendo” y experimentó “un placer muy intenso” que iba a ser “uno de mis mejores recuerdos”. Aquí, el filósofo de la “muerte del hombre” iba a tener por un momento la experiencia de la hegeliana “muerte del hombre” de Kojève como una auto-supresión que es “verdaderamente su muerte, es decir algo que le es propio y le pertenece exclusivamente y que por consiguiente él puede conocer, o querer o negar”. A menudo Foucault usaba el término épreuve para referirse al uso del cuerpo en “experiencias límites” como la intensificación del placer en los rituales sadomasoquistas, experiencias que trascendían ampliamente la cotidiana complacencia del último hombre de Nietzsche. En el uso que hace de este término, afín a la idea de una ordalía o una prueba, nos recuerda el acid test de los Merry Pranksters. Como argumentó Foucault en su célebre texto “¿Qué es la ilustración?”, “esta actitud histórico-crítica debe ser también experimental”, tiene que ser una “prueba” trascender los límites de la identidad dada de uno. Como escribió François Ewald, asistente de Foucault en el Collège de France, con motivo del vigésimo aniversario de la muerte del filósofo:
Es con Foucault que encontramos la primera gran elaboración del modo de existencia del individuo contemporáneo, libre de las “grandes narrativas” y alienaciones de los movimientos de masas que marcaron el siglo XX, dedicada a construir y valorar su existencia mediante la invención de artes y estilos de vida.
Esta es la increíble historia de nuestro libro: de la mayor mente de Francia, de su encuentro con una California que adoraba como un lugar de calidez y tolerancia y que incluso consideraba desconectada del resto de los Estados Unidos, de su rechazo a los términos del discurso político y su búsqueda de una nueva “gubernamentalidad” de izquierda en lugar del socialismo y de su reemplazo del sujeto soberano por los nuevos poderes y nuevas formas de creación de sí autónoma afines a las que había descubierto en la Antigüedad greco-latina y que sobrevive hoy de forma clandestina en Oriente. Pero será el sorprendente encuentro con una nueva y cada vez más influyente forma de pensamiento político, el neoliberalismo, el que será decisivo entre todos estos desplazamientos.
Será en sus épreuves de demasiado gobierno, de acuerdo a los modos de veridicción que surgieron del mercado, que Foucault encontrará el espacio para un último hombre que pueda escapar del conformismo del sujeto soberano y su normalización disciplinaria sin volver a la sumisión al gobierno soberano. Teniendo en cuenta esto, Foucault no solo reformuló su Historia de la sexualidad como una genealogía del sujeto moderno para vislumbrar formas alternativas de constituir el yo, sino que también repensó la Ilustración como una crítica de cómo somos gobernados y desplegó el neoliberalismo como marco en el que inventar una gubernamentalidad de izquierda que crearía una manera menos normativa de ejercer el poder. Estos variados proyectos no deben verse como investigaciones separadas sino como múltiples épreuves que conforman un único proyecto: la “problematización” del presente y de quiénes creemos que somos para estar en ese presente, o, para ser más precisos, en el presente de Foucault.
Todo esto podría simplemente ser una historia increíble que diera aún más contexto al desarrollo del pensamiento de Foucault y a lo que los estadounidenses persistirían en llamar French theory en las décadas posteriores. Pero, para nosotros, esta historia es crucial para la historia de nuestro presente, una historia que otra vez hoy aparece en las calles, en la que aquellos que han quedado obsoletos por esta “gubernamentalidad de izquierda” y fueron declarados intolerantes y retrógrados por el último hombre foucaultiano recurren a una violencia brutal y políticamente peligrosa para ser oídos.
[Fotos: Bettmann Archive; Michele Bancilhon via AFP; Anabella Reggiani; BROKER/Shutterstock; Télam; Hulton-Deutsch Collection/CORBIS/Corbis via Getty Images]