Hola, ahí.
“Prueba otra vez. Fracasa otra vez. Fracasa mejor”.
Seguramente la conocés: la cita pertenece a Worstward Ho, un relato de Samuel Beckett de 1983 —seis años antes de su muerte— traducido al español penosamente como Rumbo a peor y, en rigor, es solo el final de aquella frase lo que el mundo emprendedor tomó como consigna fetiche, en su voluntad de mostrar que el fracaso es apenas una etapa del camino al éxito.
La cita completa dice así: “Ever tried. Ever failed. No matter. Try again. Fail again. Fail better” (Lo intentaste siempre. Siempre fracasaste. No importa. Prueba otra vez. Fracasa otra vez. Fracasa mejor). Lo extraño es que esa imagen pertenece a un relato muy complejo (como toda la obra del Nobel irlandés, dominada por la angustia existencial y el absurdo) y para nada optimista. Es decir que forma parte de un texto literario y hasta filosófico, si se quiere, cuyo destino no era en absoluto el de estimular a nadie sino, más bien, lo contrario.
Sin embargo, los apasionados por llegar a la cima que eligen pensar que todo es una cuestión de esfuerzo y de saber eludir la desesperación en la ruta hacia el triunfo alteraron el sentido original y acuñaron una frase inspiradora, de esas que leemos en un poster, en las tazas de regalo de fin de año de las empresas o en el tatuaje presuntuoso de algún deportista. Seguramente el oscuro Beckett jamás imaginó que una frase suya podría terminar como mantra en Silicon Valley.
Algo más, que pocos saben: esa idea de perfeccionar el fracaso vuelve a leerse en el relato de Beckett aún más extendido en su estallido pesimista, pero ningún vitalista se atrevió hasta ahora a reversionar esta forma de la frase.
Dice así (o más o menos así, Beckett es intraducible por definición): “Fracasa otra vez. Otra vez mejor. O mejor, peor. Fracasa peor otra vez. Aún peor. Hasta enfermar del todo. Vomita del todo”.
La mujer, la novela y el iceberg
Greta tiene 77 años y es una conocida escritora que vive retirada, acompañada de su gata Prascovia. Hace veintidós años que no da entrevistas; fue una decisión, aunque al comienzo de la historia no sabemos cuáles fueron las razones de este retiro de la palabra pública. Sí sabemos, en cambio, que le fue muy bien al comienzo de su carrera, cuando siendo muy joven una de sus novelas le hizo conocer el éxito y la fama. Hubo una segunda novela que terminó de consagrarla entre críticos y lectores y, cuando se proponía escribir la tercera, apareció el bloqueo, el gran terror de los escritores, el fantasma de la página en blanco.
Un bloqueo creativo es una crisis y una crisis puede resolverse o no. Si no se resuelve, deriva en la parálisis, es decir, en un fracaso.
En el presente de Noticias sobre el iceberg, la nueva novela de Liliana Heker, Greta acaba de volver de la Patagonia y por una cuestión práctica (precisa que alguien la ayude a deshacerse de un mueble) decide aceptar una entrevista que quiere hacerle Marcos, un joven aspirante a periodista, quien llegará a la casa de la autora acompañado de Albertina, una muchacha que parece llevarse el mundo por delante y que, de alguna manera, es una suerte de espejo retrovisor para Greta.
A partir de entonces, dos generaciones comienzan a dialogar con más o menos gracia y asperezas y será en ese encuentro que la historia de Greta, la que no conocemos los lectores, comienza a destrabarse. Greta nunca más habló con periodistas y, todo indica, tampoco habló mucho con ella misma durante todos esos años de eremita.
Dos generaciones dialogan, dos jóvenes discuten entre ellos delante de una escritora desconocida y retirada, una mujer mayor que conoció el éxito pero que desde hace años no puede terminar de darle forma a nada. Además de hablar con ellos y de escucharlos, en un monólogo interior por momentos desopilante Greta habla consigo misma para preguntarse qué pasó con ella y cómo hacer para disparar hacia adelante y construir obra una vez más.
Hay un diario. Greta lleva un diario en el que está todo o, al menos, todo lo que la escritora consideró digno de señalar a lo largo de su vida. “Todo escritor que lleva un diario está convencido de que un día ese diario va a ser leído como parte de su obra”, dice, aunque también advierte que los diarios son engañosos porque son engañosas las desdichas registradas ya que “una tiene más propensión a contarse a sí misma cuando está sufriendo”.
“En los diarios, siempre gana el dolor”, concluye.
No quiero adelantarte mucho más, solo decirte que en esta novela, en la que Heker volcó elementos de su propia vida, además de un viaje al trauma que dejó a Greta sin poder concluir nuevos proyectos hay un recorrido minucioso al interior de la imaginación y de la escritura, que le muestra al lector las infinitas condiciones que deben darse para que una idea afortunada termine convirtiéndose en una obra.
Piglia y la crisis de Walsh
En estos días leí un libro buenísimo, que recupera unas charlas que a comienzos de los 2000 mantuvieron Ricardo Piglia y Horacio Tarcus en la sede de entonces del Cedinci, el Centro de Documentación e Investigación de la Cultura de Izquierdas, que se había inaugurado un par de años antes. Cuenta Tarcus que Piglia se apareció un día para visitar el espacio, con curiosidad y entusiasmo, y que una vez ahí, empezó a revisar documentos y revistas y era tanta la información que tenía sobre esos materiales que Tarcus le propuso grabarlo.
Piglia aceptó, pero pidió que no se difundiera hasta que él terminara de publicar Los diarios de Emilio Renzi, su autobiografía estilizada, por llamarla de algún modo.
El libro fue publicado recientemente por editorial Siglo XXI, se llama Introducción general a la crítica de mí mismo y, a la vez que reconstruye de manera sensible y emocionante, diría, la voz oral de Piglia, ofrece una mirada del campo intelectual de los 60, los 70 y los 80 insuperable, ya que quien la ofrece fue, sigue siendo, una de las figuras más extraordinarias de ese tiempo.
Hay mucho para comentar sobre este libro —por ejemplo, el hermoso prólogo de María Moreno—, pero en este envío voy a detenerme en algo que dice Piglia sobre Rodolfo Walsh, a quien veía como uno de los grandes ejes de la literatura argentina posterior a Borges, junto con Saer y con Puig. Lo que me interesa contarte ahora tiene que ver con una hipótesis estremecedora, que podría resumirse así: según Piglia, fue el fracaso literario lo que llevó a Walsh —también a Paco Urondo, dice— a tomar el camino de la acción política.
Fue la imposibilidad de concretar la famosa novela que se había propuesto escribir (y por la que el editor Jorge Álvarez le pasaba dinero regularmente) y la idea que circulaba entonces acerca de la “inutilidad que produce la literatura”, lo que finalmente lo decide por la praxis revolucionaria. “Es una cosa que surge de la propia práctica, la sensación de que lo que estás haciendo es un fracaso, y no sabés qué va a pasar después. Entonces, en él hay esa generalización; pero, al mismo tiempo, mi opinión es que él, como muchos otros, encuentra en la política una verificación inmediata, de una eficacia visible”, explica Piglia.
De esto habla cuando da los argumentos de por qué él mismo no se fue “a la política práctica” y sostiene que aunque el suyo todavía era un lugar pequeño, ya comenzaba a tener un espacio en el ambiente literario luego de ganar el Premio Casa de las Américas con el libro de cuentos La invasión, con la publicación de la colección Serie Negra y con ciertas intervenciones públicas. Había proyecto, no había crisis ni bloqueo.
Pero no todos pensaban así sobre ellos mismos. “Estos tipos —Walsh, Urondo— encuentran en la política revolucionaria una alternativa de vida porque están en crisis. Una crisis que los escritores resuelven a su manera, siempre, ¿no? Mucha gente resuelve la crisis yéndose a la política. Hay que decirlo como es: al revés de lo que se puede pensar. Yo creo que muchas crisis literarias se resolvieron con el paso a la política como un lugar donde el sentido era visible, mientras que en la literatura es indeciso siempre. Entonces la política revolucionaria funcionó también como una alternativa, como irse a cazar leones al África, qué se yo. Pero hay un momento en que un tipo puede agarrar por ese lado porque no sabe qué hacer con lo que está escribiendo, aunque parezca mentira… Y si uno lee con cuidado el diario de Walsh, creo que puede percibir eso que digo”.
En estas charlas, Piglia dirá también que Walsh escribió novelas políticas (Operación masacre, Quién mató a Rosendo) y dice algo más, cuando habla de la enorme exigencia que tenía Walsh para con su propia literatura y para la literatura en general. Piglia deja entender que Walsh escribió una novela aunque no lo supo entonces. Lo argumenta así: “...lo más extraordinario que él escribe es ‘Cartas’, que es un milagro, que él puede como condensar en cuarenta páginas una novela que cualquier otro escritor habría escrito en trescientas páginas”.
Tal vez te den ganas de leer “Cartas”, uno de los relatos más importantes de la literatura argentina, entretejido —por temática, personajes y recursos técnicos— con “Fotos”, otro cuento espectacular de Walsh. “Cartas” se lee en el libro Un kilo de oro y “Fotos”, en Los oficios terrestres.
La traductora que perdió el Nobel
Laura Esther Wolfson tenía 14 años cuando leyó en inglés Anna Karenina, de Tolstoi, y decidió que iba a aprender ruso para leer esa misma novela en lengua original. Había nacido en 1965 en California, Estados Unidos, y fue esa lectura apasionada la que determinó sus estudios universitarios y, de alguna manera, su futuro como experta en la lengua rusa, como intérprete y traductora.
Llevaba varios años como intérprete y también procurando escribir su propia literatura en 2005 cuando el Pen World Voices, un festival literario para el que trabajaba habitualmente, le comunicó que ese año iba a ser la responsable de darle voz y lengua inglesa a las palabras de Svetlana Alexievich, una escritora bielorrusa que por entonces no era conocida fuera de sus ambientes más familiares. Conocerla fue saber que la obra de esa mujer reunía mucho de lo que a ella le interesaba.
La experiencia le resultó fascinante y, evidentemente, también fue positiva para Alexievich, quien ya de regreso en Europa les dio el nombre de Wolfson a dos pequeños sellos que buscaban traductora para editar sus libros. Pero Laura Wolfson estaba pasando un mal momento, tenía una enfermedad pulmonar crónica y no tenía seguro médico, lo cual en Estados Unidos significa quedar a la intemperie en materia de salud. Entonces, ante esa perspectiva, la traductora eligió mantener un trabajo fijo y no tan atractivo pero por el cual, además de pagarle un salario, le daban seguro médico.
Y dijo que no. Dijo que no por eso (el tiempo ya no rendía del mismo modo que cuanto era free lance), dijo que no también porque el tiempo que le quedara libre quería utilizarlo para trabajar en sus propios proyectos y también porque, aunque seguía hablando ruso casi como nativa, ya no estaba rodeada de rusoparlantes y el ruso como lengua, en general, ya no era uno de los grandes ejes de su vida.
Todos estos son los argumentos que Laura Wolfson desarrolla en Perder el Nobel, que comenzó siendo un ensayo premiado y tomó la forma de libro en la delicada colección Taller Editorial del sello mexicano Gris Tormenta. Y lo hace a partir de su experiencia luego de haber perdido el billete que ganó la lotería, es decir, fue su negativa a traducirla lo que la privó de ser la traductora de Alexievich cuando le dieron el Nobel de Literatura en 2015.
Como dice en el prólogo Marta Rebón, la premiada traductora española, quien tradujo las obras de Alexievich al catalán, “el anuncio del Nobel de Literatura es uno de esos escasos momentos en el calendario cuando la atención se centra en los traductores, especialmente si el escritor galardonado no es muy conocido, como ocurrió con Svetlana Alexievich”. Me gusta el título del prólogo: “El arte de perder para ganar”.
El libro, pequeño, sustancioso y sustantivo, es una perla para traductores e interesados en la literatura y en el trabajo de aquellos que consiguen con sus palabras darles luz a las palabras de otro en una lengua que es otra. Cuenta anécdotas, narra historias de cuando vivía en Moscú, revela situaciones algo miserables como la de traducir para otros que firman traducciones que no son propias y hace literatura con su propia vida.
Wolfson trabajaba habitualmente como intérprete cuando le llegó la propuesta para traducir a Alexievich. Ser intérprete no es lo mismo que ser traductor, explica. “Un oficio no es más difícil que el otro”, escribe, “simplemente son difíciles de diferentes maneras”.
En otro momento cuenta que había intentado hacerse un lugar como traductora literaria “en parte porque esperaba que me pudiera proporcionar alguna de las satisfacciones propias del escritor sin el riesgo del fracaso que ensombrece el intento de traducir el mundo en palabras”.
Traducir, estar escondido detrás de las palabras de otro. “(...) me pasaría horas esculpiendo frases y mi nombre aparecería en la página del título, quizá incluso en la cubierta del libro, pero sin la angustia de esperar, de aguardar a que la siguiente palabra saliera del vacío”.
El vacío. La hoja en blanco. El fracaso.
El tiempo es todo el tiempo
La película Un buen día se estrena en 2010 y es una producción de Enrique Torres, experto en supervivencia, exfutbolista, experiodista de sociales y espectáculos, guionista de teleteatros exitosos y cuñado de Andrea del Boca. Es su primera película y es también la primera —y la última— que dirige su suegro, el famoso director de TV Nicolás del Boca (1928-2018).
Dos argentinos que viven en Estados Unidos se conocen por casualidad (o eso parece al comienzo). Manuel está escribiendo un guión de cine y vive en una lancha; la mujer se llama Fabiana, nació en Longchamps y decir que es excéntrica es quedarse corto. La historia transcurre durante un día (un buen día), en el que se la pasan hablando, acercándose e intercambiando ideas existenciales sobre la condición humana y el éxito que no llega. Durante esas horas, Fabiana amaga a cada rato con retirarse del encuentro y grita cosas que no se entienden mientras él hace caras raras, procura calmarla y mantenerla cerca.
Richard Linklater ya había mostrado en Antes del amanecer (1995) y Antes del atardecer (2004) que con una idea parecida (dos personas que se encuentran, se acercan, se conocen pero deben separarse) se podían filmar películas de amor hermosas, sencillas y con ambición de clásicos. Un buen día solo tiene en común con aquellas películas el paseo hacia ninguna parte y la coincidencia cronológica en el desarrollo del guion.
El film de Torres es una suerte de parodia de cine indie atravesado por los mecanismos de una publicidad o un teleteatro modesto y a orillas del mar. A la hora del estreno, la crítica la despedaza. Muy pocas reseñas intentan salvarla o, al menos, no ironizar sobre el producto. Pero en una de esas piruetas insospechadas, la película es tan mala que pega la vuelta y se convierte en un éxito por debajo del radar de los medios y se afianza como objeto de culto, sobre todo de gente joven.
Un final inesperado, dramático y bizarro, forma parte de ese culto. Es ahí donde juega un rol importante una de las más grandes estrellas de la tv argentina, Andrea del Boca, quien le dio su impronta a la película familiar.
Pasan los años. Aunque la crítica y la taquilla la destruyeron, hay personas que siguen pensando que Un buen día vale la pena y la van llevando como bandera de lo incomprendido, ahí donde van, como misioneros del cine.
De a poco se arma una congregación de fans que se apropia del film, del guion, de los diálogos y de la historia del proyecto. Producen ellos mismos un fanfilm en 2018 —y lo actúan y lo dirigen—, consiguen salas para hacer proyecciones de “apreciación” de la película original y también de la propia, celebran la obra y la asumen como un hito. Lo que llamamos “consumo irónico” expande las fronteras del gusto.
Te dejo algunas de las frases que se han convertido en contraseña de ese club exclusivo:
“El tiempo es todo el tiempo”.
“¡Qué pedazo de pelotuda!”.
“Yo sé lo que es el orgasmo del alma”.
“El amor es el maquillaje de la tragedia: siempre termina mal”.
“Mejor borrate y dejame en paz, estoy harta de perdedores, ¿entendés?”.
“¡Sos un loser!” (a los gritos).
La película fracasada y exitosa fue filmada en Long Beach, California, y los fans, entre otras cosas, cuentan la cantidad de veces que el concepto “un buen día” aparece mencionado en la película, reproducen escenas clave y celebran cada vez que se revela algo nuevo de la filmación (por ejemplo, que la voz de la protagonista la terminó doblando una locutora). Por todo esto, fue calificada como “la mejor peor película” de la historia del cine argentino.
El premiado cineasta argentino Néstor Frenkel (director entre otras de El coso, Los visionadores, Buscando a Reynols) se vio seducido por esta historia, la de la película mala y despedazada y la del culto alrededor de Un buen día. Fue así que se propuso filmar un documental que recuperara todas las historias dentro de esta historia y en el camino se encontró con, al menos, dos más: la del propio Enrique Torres (a quien entrevistó en su casa de Miami, donde vive con Anabella del Boca, su esposa, desde que sus propuestas dejaron de tener eco en el mercado argentino) y la del actor argentino Aníbal Silveyra, quien también reside en Estados Unidos.
La película nueva es realmente buena, se llama Después de Un buen día y recupera toda esta paradoja del fracaso exitoso. Tiene varios momentos extraordinarios pero una de las cosas más interesantes que ofrece es cómo Frenkel —quien viajó a filmarlos a ambos en el país donde hoy viven— consigue contrastar las experiencias de fracaso y humillación de Torres y Silveyra.
Las personas vivimos los fracasos de manera diferente, es natural. Mientras el guionista y productor ríe todo el tiempo y disfruta esta recuperada celebridad que le otorga el nuevo tiempo de su película mala, Silveyra no consigue desprenderse del dolor y la vergüenza por lo que fueron las críticas, las burlas hirientes y los memes que florecieron con las capturas de sus gestos.
Del presente de la actriz que hizo de Fabiana, Lucila Polack, quien utilizó el seudónimo Lucila Solá para el film de Torres, no sabemos nada. O, más bien, seguimos sabiendo lo que sabíamos (que fue pareja de Al Pacino por muchos años) y un dato más: que es la madre de Camila Morrone, joven actriz en ascenso, bella como su mamá, exnovia de Leo Di Caprio y habitual protagonista de noticias en las páginas de celebridades.
Te dejo la opinión de Frenkel sobre el concepto de “película mala” porque me resulta interesante y me recordó algunas cosas que dice a veces Fernando Martín Peña: “Yo creo que las películas malas son aquellas que se olvidan, las que a nadie le dan ganas de hablar, a nadie le dan ganas de volver a ver, de recomendársela a un amigo. Esas son las películas malas”. Lo dijo recientemente en una entrevista con el diario La voz.
Fallar otra vez
Hay otro libro muy recomendable de la colección de Gris Tormenta que publicó el de Laura Wolfson y es, justamente, Fallar otra vez, de Alan Pauls. Originalmente fue una conferencia que Alan dio en Casa de América de Madrid, en el marco de un curso para el desarrollo de proyectos cinematográficos.
El texto es soberbio porque es interesante y entretenido. Habla sobre la creatividad, la escritura y la corrección —ese momento odiado y temido—; se detiene en ejemplos como Proust y Joyce, que vivían corrigiendo, sacando y añadiendo como un modo de no dejar de escribir y los contrapone a los de Aira y Knausgard (tan distintos, claro), que no dejan de escribir pero no corrigen nunca, en lo que Alan llama “una fuga hacia adelante”.
“Proust y Joyce no paraban de corregir para seguir escribiendo. Aira no corrige para no parar de escribir. Pero sus vicios no son problemas que deben ser solucionados, son piedras de toque de una poética”, dice Pauls.
Lo que más me interesa de este texto es cómo pone el acento en la diferencia, es decir, en lo inesperado de cada obra y del trabajo de cada autor. En cómo aquello que para un artista puede ser un fracaso o una falla porque no cumple con un mandato o con un precepto de época, es, finalmente, su mayor logro, lo que lo hace original, distinto.
“Lo único que nos hace originales —insiste Pauls— son los problemas que tenemos”.
Y así, entre fracaso y fracaso (que como habrás visto a veces le ve la cara al éxito), me voy despidiendo.
Las imágenes que ilustran los textos son de los libros y autores de los que escribí y de las películas Un buen día y Después de Un buen día.
Te paso unos datos. En Rosario, el jueves 30 a las 19, en el cineclub Lumière se va a poder ver la película Después de un buen día, con la presencia del director, Néstor Frenkel. En la misma ciudad, habrá funciones en el cine El Cairo el viernes 07/06, el sábado 15/06 y el viernes 21/06.
En CABA, el estreno es el 8/6 a las 22 en el Centro Cultural General San Martín, con la presencia del director y también los siguientes sábados 15, 22 y 29 de junio a las 22, en el marco de una retrospectiva de Frenkel.
El documental también podrá verse todos los viernes del mes de junio a las 22, en Malba Cine. Esos mismos viernes, pero a las 20, se proyectará en 35 mm Un buen día (2010).
Te recuerdo mi dirección de email, es hpomeraniec@infobae.com, por si te dan ganas de escribirme, contarme algo o darme tu opinión sobre estos correos semanales.
Espero que tengas una buena semana (empecemos por un buen día, para estar a tono con el envío) y que sigas con ganas de leer y disfrutar de buenas cosas.
Hasta la próxima.
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