Ileana Hochmann (Buenos Aires, 1945) comenzó, a partir de los ocho años, a vivir dividida entre dos culturas, dos idiosincrasias, rodeada siempre el agua, entre la “sensualidad y movimiento” de Río de Janeiro y una Buenos Aires más “rígida”, dice en este encuentro con Infobae Cultura en su taller de Barracas.
A partir del 6 de junio, la artista visual argentina-brasileña presentará su retrospectiva, “Tercera Margen”, en la que reúne obras de sus 60 años de trabajo en el Espacio Cultural de la Embajada de Brasil en Argentina - Palacio Pereda.
Pero fue en Río de Janeiro donde comenzó su carrera profesional con 16 años, en los talleres del Museo de Arte Moderno, para luego continuar en la Escuela Nacional de Bellas Artes y la Escuela de Artes Visuales de Parque Lage. Allí, también tuvo como maestro al reconocido pintor, grabador y serígrafo Dionisio del Santo.
Hochmann, que participó de la escena carioca tropicalista de los años 60 y 70, participó de numerosas exposiciones, entre ellas GRITO junto a artistas como Antonio Dias, Rubens Gerchman, Anna Maria Maiolino, Iberê Camargo, Adriana Varejao y Ligia Texeira. En 2008, regresó a la Argentina para su primera exposición individual y expuso además en Copenhague, Colonia, Roma y París.
La muestra, que cuenta con curaduría de Eugenia Baro, reúne más de 80 obras, entre las que se incluyen dibujos, serigrafías, textiles, objetos, fotografías, mantos y videos, realizadas desde los años 60 hasta la actualidad. Las piezas, muchas de ellas inéditas, conforman 4 ejes: “Línea - Dibujos 60/70″, con obras que traen al presente el espíritu del Tropicalismo; “Plano/color”, con serigrafías únicas y serigrafía Experimental; “Volúmen/texturas”, con sus nudos, objetos y collages, y “Cuerpo”, con las series de ‘Fiz das tripas, corazón’, ‘Pandemia/Pospandemia: Viscerales’ y ‘Desnudez’, entre otras.
— Comentabas que no va a ser una retrospectiva común, ¿a qué te referís?
— Sí, la Embajada de Brasil me hizo una invitación. Saben que soy argentina, pero en realidad ellos me consideran brasileña-argentina, porque prácticamente toda mi vida de arte fue allá. Recién en estos últimos años comencé a trabajar acá. La idea principalmente es presentar una retrospectiva de 60 años a través tiene distintos ejes, pero que de repente te des de cara con algo totalmente inesperado en relación a lo que es la obra en general.
— Hay una frase tuya, en la que decís te sentís un poco “una heredera de la Semana del Arte Moderno del ‘22 y de la antropofagia”, pero a la vez, habiendo vivido en Río, sos más de la generación del 70, del Tropicalismo, ¿cómo convive eso en tu obra?
— Es que soy de la generación de Caetano Veloso, de Gilberto Gil, tenemos casi la misma edad, Así que sí, por un lado soy muy de la generación del Tropicalismo, que al igual que la Semana del Arte Moderno cambió la mirada sobre el arte, como también pasó con Hélio Oiticica y Lygia Clark. Lo que hicieron todo el grupo del tropicalismo fue una revisión de lo que fue la Semana del ‘22. Mário de Andrade y Oswald de Andrade con el manifiesto Antropofágico generaron un escándalo, le dieron una vuelta de tuerca a la cultura y que planteaban ya cosas que un siglo después se siguen planteando en la Bienal de San Pablo con insistencia. Ya no se dice indio, está prohibido, se dice indígena. No es esclavo, sino esclavizado. Entonces, el manifiesto de ellos, que eran dos grandes intelectuales de familia de clase media alta, decía que cuando los pueblos originarios se comían a los extranjeros en realidad había como algo espiritual, para ellos era una ceremonia en la que sumaban lo que había traído esa gente de afuera y pasaba a ser integrado. Ese manifiesto cambió totalmente el arte brasileño, como sucedió con los del movimiento de tropicalia.
— Hay obras que realizaste durante la pandemia, ¿cómo fue ese proceso?
— Sí. Creo que fue una gran sorpresa para mí lo que sucedió en pandemia. Sentí que de golpe empezaron a aparecer todas las cosas de Brasil, que ni siquiera yo sabía, el sincretismo, que tiene mucho de Bahía, pero de Río también.
— Es como si ese proceso de encierro te llevara a tu propia antropofagia, salió toda una cultura que viviste, que fuiste consumiendo, integrando. Y empezaste, por ejemplo, a sacarte fotografías, algo que nunca habías hecho.
— Me parece genial lo que estás diciendo, porque no se me pasó por la cabeza. Yo respeté el encierro de la pandemia, me pasó que había unas hojas de un papel fabriano y empecé a dibujar, algo que no hacía desde el ‘73. Se acabaron las hojas. Y en un momento estaba tomando sol y saqué una foto de mi rodilla viendo los pliegues. Empecé a andar por la casa desnuda, a armar las luces con veladores, porque no sabía cómo hacer una sombra, no sabía nada. No sabía nada del celular más que tener el WhatsApp y el Instagram, entonces hice unas primeras fotos desnuda donde estoy jugando y sostengo un cuadradito en el dedo para taparme los pechos. Eso fue a parar a una exposición súper importante en Río de Janeiro. Hasta ese momento solo había trabajado con fotógrafos, todos capos, como Patricia Ackerman, con quien hice toda la serie de las “Venus” por San Telmo.
Después, a los seis meses empezaron a dejar que bajáramos de a dos. El edificio tiene un parque de 400 metros, entonces empecé a traer hojas de palmera, hojas secas y a hacer unas bolas de barro con un pedazo de tronco. Hice un escenario también. Yo soy heredera de escenógrafos y de un arquitecto. Desde muy chiquita, mi tío, el escenógrafo más importante de Brasil, me llevaba y creo que me quedó la cosa escenográfica. Entonces, con mi cuerpo, con hojas de palmera, iba armando historias junto a la biblioteca.
Esos días encontré un texto de 1978 en portugués, donde ya hablo de figuras de yeso pintadas, que son santos del candomblé. En ese texto escribo ya de una manera extremadamente sensual. Escribí: “Voy a girar; no puedo girar India; no puedo girar negra: no puedo girar europea. Voy a girar”. Ese girar siento que está relacionado con lo que hice con la palmera, la pelota de barro y todo eso: fue como volver a refabricar ese universo entero, traerlo de vuelta y comerlo otra vez.
— También lo que contabas de tu experiencia con tu tío y armar estos escenarios es parte de ese proceso antropófago. En ese sentido, me comentaste del regreso al dibujo, de los tema que salieron que ni sabías que tenías y habías acumulado por años, ¿considerás que a lo largo de tu carrera los hilos, los temas, más allá de los medios, se repitieron?, ¿creés que los artistas trabajan sobre los mismos temas aunque los presenten en diferentes formatos?
— Pienso que el artista es eso. Hablo de mí, pero pienso que es general. ¿De qué va a hablar el artista que no sea de él?, ¿de dónde va a salir toda la fantasía, la imaginación y todo? Creo que todos los artistas hacen lo mismo de manera diferente. Cuando ponés toda la carne arriba del asador, como dicen acá, y mirás con detalle te das cuenta de que ya estaba todo ahí desde el inicio. En mi caso, las curadora me hizo notar que había dos temas que atraviesan toda mi carrera: la letra o la palabra y lo femenino.
Yo soy feminista, pero al principio no quería poner esa palabra porque hoy tiene 70 interpretaciones diferentes y con algunas estoy de acuerdo y con otras no. Pero al final acepté porque es algo que se ve de solo mirar la obra. Ya desde mis dibujos, desde mis poemas sobre el cuerpo, hay una cuestión política, y creo que en las fotografías de desnudez que hice en la pandemia también, porque hay todo un preconcepto sobre la vejez, el ser una “señora” desnuda.
— La desnudez siempre fue un acto político, de transgresión a nivel social, ¿cuándo realizaste esas fotografías sentías que lo estabas haciendo desde ese lugar?
— En ese momento de encierro tenía mucho la televisión encendida y escuchaba todo el tiempo lo del material descartable. En un momento dije, “esta gente está loca, yo también soy descartable para ellos”. Ahí empezó el trabajo, pero sin ningún pensamiento conceptual. Empezó para decir “estoy viva, tengo que mostrar que estoy acá, esta gente me está enterrando hace nueve meses”. No soy una persona que planee antes lo que va a hacer. Acciono y después, muchas veces, entiendo el sentido.
— Cuando decías que la letra o la palabra es uno de los temas de tu carrera, ¿Cómo surge esa relación?
— Vengo de familia judía que llegó al país escapando de los pogromos, a través del puerto de Odesa. El agua está en toda mi historia, desde Odesa, el Río de la Plata y Río de Janeiro. Uno de mis abuelos era profesor universitario. Entonces me leía cosas y me quedó muy marcado algo que me dijo: “Como los judíos no pueden tener tierras, entonces llevan la palabra bajo el brazo, hacia donde vayan”. Es la Torá que se enrolla y te la llevas para otro lado, ¿no? Y en un momento hubo una historia con una carta familiar, que parecía que se habían juntado el samovar y el tango argentino. La carta era de mi abuela materna de Odesa, una tragedia total. Y nunca la perdí en mis mudanzas, y yo soy de perder muchas cosas. La carta estaba ahí, entonces empecé a trabajarla primero en litografía, una cosa de grabado formal, después en serigrafía. Y empecé a hacer una serie que se llama “Pataletas”, que son partes de máscaras. “Murió mi corazón loco”, dice una frase. Agarré la palabra “loco” y empecé a transformarla. Impresiones en tinta a base de agua, a base de óleo. Y ahí surge el error, que es algo que me gusta mucho, no lo considero como algo negativo, me entusiasma más. Hacía distintas pruebas, pero el papel se paraba, lo pasaba por agua, lo recortaba, y se transformó en una letra tridimensional. Hubo una transmutación nacida del error.
En uno puse “murió mi corazón” en blanco y “murió mi corazón” en negro y un pedacito de mármol, y lo compró Jacobo Fiterman sin conocerme. No lo conozco personalmente. Lo que fue genial, porque creo que no puede haber algo mejor en la vida que te compre alguien que no te conoce, que nunca te vio y no sabe tu currículum.
— Otra vez, esto de las letras te atraviesa, desde un momento casi formativo. Contabas antes lo de tu tío y la arquitectura y ahora reflexionás sobre la influencia en tu obra de algo que tiene que ver con tu familia, con una historia que existió antes de que vos seas siquiera un pensamiento. Es una reescritura de la historia familiar en un punto, a partir de distintos momentos artísticos. Y también hay una reescritura de tu cuerpo, a partir de tus obras de pandemia, ¿es esa reescritura la “Tercera margen”?
— El nombre “Tercer margen” viene de un cuento de un escritor magnífico que es poco conocido en Argentina, João Guimarães Rosa. En un cuento, una familia del nordeste, que es un lugar seco, pobre, el padre empieza a construir una canoa, pone unas cosas adentro, se aleja por unos riachos y después vuelve. No entienden por qué está haciendo eso y cada vez se empieza a alejar más. Entonces, no saben qué le pasó. Para mí durante años fue un drama saber si era argentina o brasileña. Entonces yo decía que cuando me aparecía el Río de la Plata desaparecía el margen de Río de Janeiro, aquella maravilla de los morros, todo. No podía tener las dos y era realmente un sufrimiento porque no conseguía saber. Vine acá. Viví un año en Mar del Plata trabajando en una florería. Tenía un nudo con eso. No sé decirte cuándo, en algún momento hace algunos años, me di cuenta de que no era que estaba sufriendo, que no era ni de allá ni de acá, que era el arte, que la tercera margen era el arte. Y hay algo en ese cuento que te dejan abierto, pero no tan abierto. Si tenés una determinada formación, rápidamente te das cuenta de que la gran posibilidad es la locura, cosa que me agrada mucho. Hay una mujer que falleció hace mucho tiempo y tenía un manicomio donde hizo un trabajo fantástico de artes con locos, en Brasil. Ella decía que la diferencia entre los locos y el artista es que el artista vuelve. De hecho, estoy totalmente de acuerdo. Me parece que es realmente así. Y es eso. Y yo me doy cuenta que la palabra ahora cada vez tiene más importancia.
— En esas dos coexistencias de tu ser, de no pertenecer, y si el arte es ese camino del medio, por llamarlo de alguna manera, ¿considerás que el arte también, en ese sentido, a vos te ayuda a encontrar esa identidad?
— Hay un libro que se llama “El síntoma”, de una de las analistas más famosas de allá. Siempre quise entender cuál era mi síntoma, me lo preguntaba todo el tiempo. Y creo que es el arte. Pero hasta llegar ahí hubo todo un camino. Yo tenía ocho años cuando nos fuimos, pero hay unas cosas que quedaron. Nos quedamos poquísimo tiempo porque mi mamá no se adaptó a Río. Y mi padre dijo “bueno, no hay manera, porque el empleo está ahí, el dinero está ahí, así que hay que volver”. Tenía esa cosa de que volví para acá, tipo 12, 13, 14 años, y me encontraron un novio. Me invitó a ir al cine. Me hicieron un tapado, una cartera y los guantes para ir al cine. Y yo venía de Río, donde hacíamos concursos de escupir pedazos de banana nanica.
Por otro lado, en Río es toda una sensualidad, te movés de otra manera, lo sentís de otra manera. No es que te vestís como querés, a la loca, no es eso. Pero hay una sensualidad que todo es blando, como en movimiento, y la idea que a mí me quedó de acá es lo rígido, aunque cambió muchísimo también, el tiempo pasó, pero en mucho sigue siendo rígido. Entonces, siempre hubo algo que no solo tenía que ver con el lugar, sino también con las vidas que tenía.
— ¿Cómo fue revivir esos 60 años de producción, el proceso interior?
— Fue un poco como el dice Agamben en “¿Qué es lo contemporáneo?”: lo contemporáneo es mirar para atrás y hasta lo ancestral para poder estar aquí. Para mí es mucho de eso. Entonces lo que creo es que te hace mirar para todos lados, de repente. Todas las épocas, todas las fases. Voy a cumplir 79. Y lo más interesante de toda esta historia es poder mirar, continuar mirando. El día que que no pueda mirar más, chau. Uno no puede elegir.
*”Tercera Margen”, de Ileana Hochmann, en el Espacio Cultural de la Embajada de Brasil en Argentina / Palacio Pereda, Arroyo 1130, entre el 6 de junio y el 12 de julio. Entrada gratuita