Michelle Aslanides se enteró de que Argentina había entrado en guerra camino a la escuela. Su papá la llevaba en el auto. Por el estéreo, una voz anunciaba que la disputa era por Malvinas. Era un viernes, 2 de abril de 1982. Tenía 14 años. “La sensación que tuve cuando me enteré fue de angustia. Pasaron muchos años: hay situaciones que quedan grabadas. Fue un miedo muy fuerte que yo tuve, mucho miedo”, dice Michelle en un libro que acaba de publicarse: Nuestras mujeres de Malvinas: a cuatro décadas de la guerra, escrito por Silvia Cordano y Beatriz Reynoso, editado por el sello Leamos. Son entrevistas a diferentes mujeres que se relacionan de alguna manera con el conflicto —madres, novias, hermanas, hijas, enfermeras, antropólogas— pero el caso de Michelle permite asomarse por una ventana singular. Ella fue una de las tantas que le envió cartas a los soldados. Y uno de ellos, desde Puerto Argentino, le contestó: Fabián Streinger.
Fabián Streinger llegó a las Islas Malvinas el 14 de abril de 1982. Tenía 21 años y le faltaba un mes para terminar el Servicio Militar. Eran 180 soldados conscriptos en la Compañía de Comunicaciones 10. Se asentaron en la base de Puerto Argentino. “Nos dijeron: ‘acá hay cartas que están mandando chicos de Argentina, ¿quieren responder?’. Y yo estaba aburrido porque lo que yo hacía durante la colimba no tenía nada que ver con comunicaciones. Aparte de hacer guardia, trabajaba en el taller que allá no estaba. Entonces tenía tiempo libre. Y me puse a responder. Una de esas cartas era de Michelle”, cuenta ahora, en un mediodía soleado en el patio del Círculo Italiano. Fabián vive desde ya varios años en Estados Unidos: nació acá en el 61 pero a los 4 años se mudó a Nueva York con su familia, volvió a los 14, un año antes del Golpe de Estado. Arrancó un año atrasado el secundario: no hablaba nada de español.
Estaba en el cuartel cuando uno de sus superiores les dijo que su compañía tenía que trasladarse a Río Gallegos. Nadie entendía demasiado. Las familias de todos los jóvenes soldados fueron avisadas del traslado. Llegaron al aeropuerto de la capital de Santa Cruz, pasaron una noche ahí, y al otro día, sin explicaciones previas más que la propia guerra, partieron a Malvinas. Su madre estaba segura de que Fabián estaba en Río Gallegos, lejos del conflicto, hasta que un día recibió un llamado. Una amiga suya que vivía en Estados Unidos le dijo: “Vi a tu hijo”. “¿Dónde?” “En la tele. Está en las Malvinas”. “Cuando llego a la isla estaba el canal NBC de Nueva York. Estaban por ahí preguntando si alguien sabía hablar inglés. Entonces me hacen un reportaje. Ahí lo ve una amiga nuestra argentina que vivía allá. Estaba viendo las noticias en ese mismo momento. Me ve a mí hablando con un periodista pero también ve escrito en la pantalla: Fabián”, cuenta.
Terminó el Industrial como maestro mayor de obras. Luego hizo el Servicio Militar. Iba a ser un pequeño paréntesis previo a un viejo sueño: ser arquitecto. Pero llegó la guerra. Una vez allá, con frío y hambre, pero con tiempo, empezó a escribir. Con su familia se comunicaba por telegramas. “Era de una frase nomás. Más de eso no podías escribir”, recuerda. “Los tengo todos guardados”, asegura. También cartas. Muchos de sus amigos de la infancia comenzaron a escribirle. “Y después llegaron las cartas de los chicos, de los alumnos. Algunos eran bien chiquitos, siete u ocho años, que aparentemente era con ayuda del profesor. A veces mandaban un dibujo. Era muy lindo. Eso nos animaba”. En el libro, Michelle Aslanides dice que “la primera carta fue como una botella tirada al mar”, y recuerda una parte: “No sé por dónde empezar pero por algo me tengo que decidir así que te voy a hablar de mí ya que no te puedo preguntar nada a vos para que vos me contestes”.
Fabián hacía guardia y ayudaba en los depósitos. “Llegaban raciones de comida, había que sacarlas y llevar todo al camión. Eso era para distribuir entre todos, pero los que estaban en el frente no recibieron nada. Al final, cuando terminó la guerra, los depósitos estaban llenos. Nosotros teníamos hambre. Los que estaban enfrente se estaban muriendo de hambre”, cuenta Streinger y agrega, con firmeza, sobre la logística y los tratos de los superiores: “Yo no tengo ningún problema en hablar de nuestro capitán Tomatis, que era lo peor que puede existir en un ser humano. Durante toda el año de la colimba nos usaba para robar, por ejemplo cosas de construcción, y construir su quinta. Y nos usaba a nosotros para construirla. En nuestra compañía había de todo: electricistas, mecánicos, plomeros. Cuando llegamos a las islas, nunca más lo vi. Él se fue a servirle café a Menéndez. Era un tipo que tenía miedo, que no sabía lo que hacer”.
Pero tuvo suerte, dice Fabián: “Se agregó a nuestra compañía un teniente, no me acuerdo el nombre. El tipo era un fenómeno, un jefe militar. Había algunos que sabían lo que estaban haciendo, que no estaban de joda. Este teniente comandó nuestra compañía. Fue realmente un ejemplo. Pero había algunos suboficiales, tipos de dos metros, unos roperos, que le veías el miedo que tenían. Miedo a morir. Muchos soldados también tenían miedo, estaban solos, no sabían qué hacer”. “Yo no recuerdo sentir ese miedo, miedo de morir”, dice y se le aparece una imagen en la cabeza, la del primero de mayo. “Fue el día que entendimos lo que es una guerra. Estábamos en el Town Hall, un teatro con ventanas enormes, con cortinas. Dormíamos en el piso, en bolsas de dormir. A las cuatro de la mañana se escucha un ruido y vemos por la cortina como una luz pasando. Era un Harrier que estaba pasando al lado nuestro y un misil atrás de él. Y ahí nos fuimos a la trinchera”.
Cuatro días pasaron en la trinchera. “Estuvimos ahí hasta darnos cuenta que no iban a atacar Puerto Argentino. Pero todos los días estaban bombardeando el aeropuerto que estaba a dos kilómetros. Yo siempre veía el humo subiendo, y pensaba: ‘Si cae una bomba acá no hay adonde esconderse’. Ese fue el miedo que sentí, el miedo de que, bueno, puede pasar en cualquier momento”, recuerda el veterano de Malvinas. En el continente, Michelle leía las respuestas de Fabián: “Él me contaba que no la estaba pasando bien. Cuando recibo la carta también había unos cartelitos de propaganda para la guerra. O sea, él escribió su carta y después hubo gente que metió unos papeles, panfletos (...) De hecho, hoy pensándolo bien, creo que seguí buscándolo a Fabián para verificar si esa carta era de él. Era todo tan raro lo que vivimos que yo necesitaba que algo de todo esto fuera humano; no sé como decirlo, necesitaba rescatar algo”.
Hoy Fabián Streinger lo recuerda de este modo: “Ella me respondió, y al final de la carta su mamá también escribió algo. Entonces les respondí a los dos. Luego siguieron los intercambios. Creo que la última fue de ella. Las últimas semanas fueron caóticas. Como yo hablaba inglés, me llevaron a la casa de un kelper y montaron un centro de inteligencia. Yo escuchaba la radio de los ingleses y anotaba todo. Eso se lo mandaban a inteligencia en el continente y después ellos hacían sus cosas. Entonces puede ser que me perdí alguna carta”. Entonces la correspondencia se interrumpió. Y terminó la guerra. “Cuando hicieron el monumento en Plaza San Martín, habían unas placas —dice Michelle— con los nombres de los fallecidos. Lo primero que hice fue ver si encontraba a Fabián ahí, porque mi primera sensación fue que si él no había respondido después de la guerra era porque no estaba más. No encontré su nombre, así que me quedé aliviada también porque no estaba”.
Después de la guerra, Fabián armó su propia vida: de día trabajaba en Entel, de noche estudiaba Arquitectura en la UBA, pero al año se fue a Estados Unidos, estudió Marketing, se casó, vivió en San Pablo, volvió a Estados Unidos, tuvo dos hijos. Michelle, por su parte, hizo su vida en Barcelona. Con las redes sociales, buscó a Fabián en Facebook pero no tuvo suerte; sí en Linkedin, en el año 2016. “Fabián necesito contactarte, ¿Estás por ahí? Una vez creo haberte escrito pero no sé si te llegó mi carta, quería saber si vos estuviste en las Malvinas porque cuando yo era chica recibí una carta escrita por un soldado que tenía tu nombre y nunca supe más de él y no sé si sos vos. Un beso”. Entonces, la respuesta: “Hola Michele, disculpá pero recién vi tu mensaje. Debo ser yo, porque soy el único Fabián Streinger en el mundo y no lo puedo creer que te acuerdes. Yo tengo muchas de las cartas que recibí en Malvinas y voy a ver si encuentro la tuya. Qué lindo este mensaje”.
Ese mismo año, ese mismo mes, coincidieron los dos en Buenos Aires. Se reencontraron, 34 años después. “Fue lindo saber lo que ella pensaba. Saber un poco de la mamá, porque la mamá había fallecido, y también me escribía cosas lindas. Fue un lindo encuentro. No importa lo que pase, es algo que está dentro tuyo. Es parte de tu historia”, dice ahora Fabián, algo conmovido. También menciona a su compañía y recuerda un asado reciente en Hurlingham, en un centro de Malvinas. “Te puedo mandar fotos. Éramos cuarenta”. De los casi 200 que integraron su compañía, 23 fallecieron por diferentes causas; uno de ellos en Malvinas. “Ignacio era hijo único de madre viuda. Y después de eso, nosotros, un grupo de nuestra compañía, cuidó de la mamá porque ella nunca salió. Ella falleció el año pasado. La cremaron y en junio está yendo un grupo para llevar los restos junto a los de su hijo que quedó allá. Tenemos ese vínculo. Nos ayudamos. Es como una especie de hermandad”.
Fabián Streinger habla resuelto. Se permite conmoverse, no esquiva el dolor: “Era como que la sociedad argentina quería separarse de lo que pasó y olvidarse de la guerra. Ya pasó. Empezar de nuevo. Mucha gente nunca me preguntó qué hiciste, qué te pasó. Años después les dije: ‘me podés preguntar, no tengo problema en hablar de lo que pasó'. Me decían: ‘Tenía miedo de preguntar’. Mucha gente así”. Pero esa etapa ya pasó. Y la guerra también. ¿Qué es lo que queda? En el prólogo de Nuestras mujeres de Malvinas, el soldado británico Geoffrey Cardozo —quien identificó a los soldados muertos en las islas una vez terminada la guerra— se pregunta: “¿Es demasiado sencillo decir que los hombres hacen la guerra y las mujeres recogen los pedazos después y hacen la paz?”. Hoy, Michele Aslanides es militante de los Derechos Humanos y trabaja por el derecho a la información veraz.