Paradójico o no, el gran maestro de la pintura naif (inocente) era, dicen, una persona de carácter afable, algo mentiroso, siempre dispuesto al diálogo, amigo de la música y los favores, y que, a lo largo de su vida, recibió más bromas -algunas bastante crueles- que elogios por parte de colegas y conocidos.
Henri Rousseau, “el Aduanero” que nunca trabajó en la aduana, pintó contra la corriente sin buscarlo, no quiso ser un renegado ni pertenecer a ningún movimiento, ni vanguardia, apenas sobrevivió de dar clases -de música- y, por una de esas casualidades, su obra podría habría motivado en la creación del término “fauvista” y, para la crítica de arte, se anticipó al surrealismo.
Se cumplen 190 años de la llegada al mundo de este artista en el pequeño municipio de Laval, donde no recibió formación alguna en esto de pararse frente a un lienzo en blanco y que tampoco le daría ningún otro lugar, porque Rousseau, hijo de un hojalatero, sí se formó sobre todo en música y su caligrafía era tan exquisita que llegó a recibir varias medallas durante su infancia.
Fue todo lo pobre que se podía ser en aquellos tiempos y, quizá por eso, a lo largo de su vida se tentó varias veces con el encanto de lo ajeno, como cuando a los 19 -ya viviendo en Angers- le hurtó 10 francos a su jefe, un abogado, y para no ser encarcelado por mucho tiempo se alistó por 7 años a la Infantería, fuerza de combate a pie de la que, en primera instancia, había sido eximido por ser estudiante. Cosas de la vida, de la vida de Henri Rousseau.
Y aquí, como en un cuento de Roald Dahl o un filme de Tim Burton, la realidad y la ficción comienzan a mezclarse, convirtiendo la figura del bueno de Rousseau en un mito que él mismo ayudó a construir cuando, muchos años después, escribió su autobiografía y que se consolidó gracias a otro autores, como su amigo Guillaume Apollinaire, quienes tiñeron páginas de anécdotas que, en muchos casos, no se pudieron comprobar.
La cuestión es que la ley cayó sobre él, un mes apenas. Allá, por el ‘67, dos batallones franceses regresaron a Angers luego de cinco años en México, hacia donde habían partido para apoyar a Maximiliano de Austria, proclamado Maximiliano I, emperador de México, en un reinado conocido como Segundo Imperio Mexicano, y que fue paralelo al gobierno de Benito Juárez.
México había suspendido los pagos de su deuda externa, entonces la Francia de Napoleón III, inició una intervención militar de la que sus aliados, España y el Reino Unido, se retiraron rápidamente. Detalles más, detalles menos, EE.UU. termina siendo aliado del gobierno mexicano, que termina deteniendo y fusilando al emperador sin imperio. Aquel suceso fue inmortalizado por una serie de pinturas de Édouard Manet, entre 1867 y 1869.
Rousseau escuchó los relatos de aquellos soldados derrotados, memoriza los detalles, y los hace propios. Él estuvo allí, más allá del mar, como músico, con su saxofón pegado al cuerpo, acompañando a los combatientes y pudo observar paisajes impensables que, aseguraría, lo inspiraron para crear su serie de pinturas más famosas y las que, a fin de cuentas, lo convirtieron en inmortal, las pinturas de la jungla.
Un año después dejó el ejército tras la muerte de su padre, el reglamento lo avalaba por ser único sostén de su madre, y al poco tiempo se casó. Estalla otra guerra, ahora con Prusia pero, otra vez por ser hijo de viuda, no tiene acción sostenida en el frente.
En Les Soirées de Paris (Las tardes de París), publicado en 1914, Apollinaire relata: “Las guerras han ocupado un lugar considerable en la vida del Aduanero. En 1870, la presencia de ese ánimo del sargento Rousseau ahorró a la ciudad de Dreux los horrores de la guerra civil. Le gustaba evocar las circunstancias del hecho y su voz de anciano tenía inflexiones extraordinariamente orgullosas cuando recordaba que el pueblo y los soldados lo habían aclamado al grito de ‘Viva el sargento Rousseau’”.
De hecho, las dos primeras obras que se conocen del artista (que aún sobreviven al menos) giran en torno a la guerra: “Paisaje invernal con episodio bélico” (1877) y “La batalla de Champigny” (1882), ambas sacadas de grabados publicados de periódicos de la época, lo que parece reforzar ese juego entre la fantasía y la realidad.
Sin dudas, la mayor guerra que tuvo que sostener el Aduanero fue la de la pérdida. A lo largo de su vida se casó y enviudó dos veces, y tuvo nueve hijos, siete de los cuales murieron en su primera infancia, uno cuando alcanzó la mayoría de edad y sólo le sobrevivió su hija Julia-Clémence.
Más allá de algunas obras esporádicas, Rousseau comenzó a pintar de manera regular a los 40 años, cuando consiguió un permiso para realizar reproducciones de los principales museos de París y un año después, en el ‘85, inició su andar por los salones de arte.
Por supuesto, comenzó en el de los Rechazados, que había tenido su bautismo dos años antes, y que reunía las obras de los artistas que el jurado oficial del Salón de París consideraba que no tenían calidad suficiente. Entre otros, allí se presentaron en sociedad pintores como Manet, James McNeill Whistler, Courbet y Cézanne.
Allí presentó dos obras, “Danza Italiana” y “Crepúsculo”, sobre la primera un crítico escribió para L’Evénement: “Evidentemente es la obra de un muchacho de 10 años que ha querido hacer ‘muñecos’. Además, hay que deducir que el muchacho en cuestión no sabe ver en absoluto y ha sido su fantasía la que ha corrido con la pintura. Las figuras parecen de cartón pintado…”. Lamentablemente, están desaparecidas.
Si hay algo que no le faltó al Aduanero fue determinación, de los Rechazados pasó al Salón de los Independientes, donde en su segunda edición presentó 4 piezas, tres paisajes, perdidos, y “Una noche de carnaval”, obras que fueron defendidas por Camille Pissarro ante la burla de sus colegas. Sin embargo, el mayor logro de aquel año fue un diploma de la Academia Musical de Francia por la composición de un vals.
Y es que durante todos aquellos años, hasta que comenzó a tener una cierta continuidad en ventas, Rousseau vivió de la música, dando clases sobre todo, trabajó como decorador de negocios, entre otros oficios malpagos.
En 1893 se jubiló de la oficina de impuestos, con grado de primer inspector y una pensión anual, y a partir de allí su producción y dedicación aumentó, y al año siguiente, en el Salón de los Independientes, presentó su primera obra maestra: “La Guerra”.
Más de dos décadas después del conflicto franco-prusiano y de La Comuna de 1871, realizó esta obra que que tuvo comentarios sarcásticos por sus formas -como ese caballo estilizado -pero no real- que tomó la de los caballos del Derby de Epsom de Theodore Géricault- y terminó convirtiéndose en uno de sus proyectos más ambiciosos, por su tamaño, y reconocidos por su ejecución.
En el único artículo extenso que se realizó sobre la obra de Rousseau en vida, el pintor (y amigo) Louis Roy escribió en Le Mercure de France: “Esta manifestación puede haber parecido extraña porque no evocaba ninguna idea de algo ya visto. ¿No es ésta una cualidad importante? Él tiene el mérito, raro estos días, de ser absolutamente personal y tiende hacia un arte nuevo”.
La obra estuvo desaparecida hasta el final de la Segunda Guerra y se la conocía tanto por la documentación como por una litografía firmada publicada en la revista de grabados L’Ymagier. La hallaron en una residencia de Louvier, luego fue adquirida por el Louvre en 1946, pero recién comenzó a ser expuesta en el Museo de Orsay desde 1986.
Cuenta la leyenda que Gauguin, tras su regreso de Tahití, habría quedado encantado con la obra e invitado al artista a una cena en el palacio del Elíseo, sede de la presidencia francesa, pero que el guardia no lo dejó ingresar por su aspecto algo andrajoso y que incluso, Sadi Carnot, entonces al frente de la Tercera República, salió a consolarlo. Otra vez, la fantasía o la realidad hacen su parte.
Y es que el Aduanero seguía teniendo un mal pasar económico y sobrevivía con lecciones privadas de violín, como las que le daba a la hija de una verdulera, que le pagaba con alimentos, y de otros instrumentos a cambio de trajes usados o comidas y, cada vez más, de dibujo.
En 1897 presentó “La gitana dormida” en el Salón de los Independientes, cuadro al que describió como “una negra errante, una bandolinista, yace, en un sueño profundo, vencida por el cansancio, con su jarrón al lado. Un león que pasa por allí, capta su olor pero no la devora. Hay un efecto de la luz de luna, muy poético”.
Arreciado por las deudas, intentó vender la obra al alcalde de su pueblo natal, porque creía que sus pobladores querrían “poseer un recuerdo” de él, escribió en la carta que viajó con la obra. Fue rechazado.
En cambio, a un comerciante de carbón parisino sí le agradó la pieza y la tuvo en su colección hasta 1924, cuando el crítico de arte Louis Vauxcelles, responsable de haber dado nombre al Fauvismo y al Cubismo, le siguió el rastro e hizo de nexo con el marchante Daniel-Henry Kahnweiler -promotor de los fab four del cubismo: Pablo Picasso, Georges Braque, Juan Gris y André Derain- quien, a la espera de su añejamiento, lo sacó a relucir en 1939, cuando fue adquirido por Simon Guggenheim por USD 25 mil, quien, a su vez, lo donó al Museo de Arte Moderno de Nueva York (MoMA).
En 1905, su “León hambriento atacando a un antílope” recibió la atención de la crítica. Es un antes y un después. Si bien había ya realizado algunas piezas desde fines del siglo anterior, esta le da inicio a su etapa del exotismo, su serie de las junglas, que representó en alrededor de 25 pinturas.
Su inspiración, opinan los estudiosos, provenía de libros con ilustraciones infantiles, pero sobre todo del Jardín de las Plantas de París, emblemático jardín botánico con una extensión de 23,5 hectáreas, en conjunto con las ideas mentales que había hecho de las expediciones a México.
De hecho, el conjunto principal de animales de “Jungla con antílope…” -otra vez los especialistas- dicen proviene de de una bandeja pirograbada italiana y que guarda muchas similitudes con “Lucha entre un tigre y un búfalo” (1908).
En el caso de la pintura de 1905 hay una anécdota bastante particular de aquel Salón de otoño en que se presentó: fue colocada en un espacio relevante, central, junto a la de los artistas que a partir de ese año comenzaron a ser llamados como fauvistas -movimiento de las bestias, en francés- por lo que no resultaría del todo equivocado pensar que aquella obra tuviera una influencia en la elección del término por parte de Vauxcelles.
En aquellos días entabló amistad con Apollinaire y Robert Delauney, quien a su vez lo introduce en el riquísimo mundo artístico de aquel París.
Pero ese reconocimiento no mejoró mucho su economía y en 1907 volvió a ser detenido. Esta vez por ser parte de una estafa en la que se falsificaron estampas, impresos, sobres y firmas del Banco de Francia. De los 20 mil francos obtenidos, apenas se quedó con mil y entregó el resto a su socio, un viejo conocido de la orquesta a la que perteneció en el 1900.
Por el testimonio de los vecinos que obtiene la policía cuando se lo investiga se sabe que era “una persona de conducta irregular y en realidad carente de lícitos medios de subsistencia” como que “se dedica en parte a la pintura al óleo, pero sus obras demuestran no tener valor” y que “sus costumbres y probidad parecen muy dudosas, aunque no hay pruebas de que frecuente individuos de sexo viril”, ya que “sólo recibe a menudo a varias mujeres, con las que a veces está hasta entrada la noche”.
Ese año pintó “La encantadora de serpientes”, en la que se revela un paisaje nocturno e irreal, iluminado por una luz fría que se rebota del agua, que tuvo como fuente de inspiración un grabado sobre madera de Paul Gauguin expuesto en 1906.
La obra fue adquirida por Jacques Doucet en 1922 por consejo de André Breton, entonces encargado de ampliar la colección de arte moderno del diseñador, por 50.000 francos y luego ofrecida como legado al Museo del Louvre en 1936.
Solo faltaban dos años para su muerte y comenzó, al fin, a ganar dinero. Aquel 1908 es recordado por el famoso banquete que organizó Picasso en su honor, al que asistieron Apollinaire y la pintora Marie Laurencin, con quien el poeta está viviendo una relación conflictiva, por decirlo de alguna manera, la escritora estadounidense Gertrude Stein y su amante Alice Babette Toklas, los escritores y críticos Max Jacob, André Salmon y René Dalize, los pintores Derain y Braque, la compañera del malagueño Fernande Olivier (autora de la crónica de aquel encuentro) y algunos marchantes y coleccionistas.
Tras haber sido rechazado por el Salón de Otoño, ese año, Wilhelm Uhde -destacado marchante, coleccionista, crítico de arte y escritor alemán- le organiza su primera exposición individual, en una tienda de muebles. Rousseau llevó los cuadros en persona en una carretilla, en varios viajes, pero no asistió nadie. El organizador nunca puso la dirección del evento en la invitación.
Entre el 18 marzo al 1 de mayo, pocos meses antes de su muerte el 2 de septiembre de 1910, se expone “El sueño”, la más grande de todas sus piezas de la jungla en el Salón de los Independientes.
En la pieza se representa a Yadwigha, una joven polaca que fue amante de Rousseau, desnuda sobre un sofá a la izquierda del cuadro, mirando por encima de un paisaje de follaje exuberante, que incluye flores de loto, y animales como aves, monos, un elefante, un león y una leona y una serpiente, que se desliza a través de la maleza y marca en su reptar las curvas de la mujer. Con el brazo izquierdo señala a los leones y a un negro, que semioculto encanta a la serpiente.
Durante su exhibición, Rousseau incluyó un texto interpretativo:
“Yadwigha en un hermoso sueño
Se ha dormido suavemente
Oye el sonido de un piccolo oboe
Interpretado por un bien intencionado encantador [de serpientes].
Mientras la luna se reflejaba
En los ríos [o las flores], los árboles verdes,
Las serpientes salvajes escuchan
Las alegres melodías del instrumento”
El marchante de arte francés Ambroise Vollard compró la pintura ese año y la vendió, a través de las galerías Knoedler de Nueva York, al fabricante de ropa y coleccionista de arte Sidney Janis en enero de 1934. Luego, Janis la comercializó a Nelson A. Rockefeller en 1954, quien finalmente la donó al Museo de Arte Moderno de Nueva York para celebrar el 25 aniversario del Museo, donde aún hoy puede disfrutarse.
El Aduanero muere por una gangrena, en los registros del hospital se asegura que estaba alcoholizado. Dos días después, solo 7 personas acuden al funeral, en una fosa común del cementerio de Bagneux. Un año después, Delauney y el escultor Armand Queval pagaron el traslado a un sepulcro privado, en el que Apollinaire escribió: “Gentil Rousseau, tú nos oyes. Te saludamos, Delaunay, su mujer, Mr. Queval y yo. Deja pasar libremente nuestros equipajes por la Aduana del cielo. Te llevaremos pinceles, colores y telas a fin de que tu ocio sagrado, allí en la luz real, lo consagres a pintar, como hiciste mi retrato, ¡la faz de las estrellas!”. El escultor Brancusi y el pintor Ortiz de Zárate grabaron aquellas palabras en la lápida. En el ‘47, es trasladado a su pueblo natal para ser enterrado en un parque público.
En el año de su muerte, Max Weber presta obras de su colección para una muestra individual en una galería neoyorquina, al año siguiente el Salón de los Independientes otorga una sala entera para sus trabajos y allí comienza su ascenso que lo llevaría más allá de París, con grandes muestra en galerías y museos de Berlín, Chicago, Basilea, Tokio...
Y así, entre mito y realidad, entre rechazo y aplausos, la muerte puso al bueno de Rousseau en los espacios más destacados, en los libros de historia y, este año, por ejemplo, alcanzó su máximo récord en una subasta.
Las principales obras del artista se encuentran en museos, por lo que es imposible saber cuál sería su valorización del mercado, pero hasta ahora ninguna de sus pinturas había superado los 5 millones de dólares. Sin embargo, los “Los flamencos”, que había sido parte de la colección Whitney desde 1949, fue vendido por USD 43,5 millones en la subasta de Christie´s, la primera de la temporada de primavera en Nueva York, superando a piezas de Picasso y Bacon que a priori tenían una mayor cotización. Era la primera vez que una gran pieza del artista salía a la venta en 30 años.