Hola, ahí.
La imagen es célebre, es hermosa. Tiene la fuerza de los que buscan cambiarlo todo. Así, si nos preguntan rapidito, responderemos que es de Marx y no vamos a equivocarnos o, al menos, no del todo. Fue efectivamente Karl Marx el que describió como un asalto al cielo las aspiraciones de quienes participaron de la Comuna, aquella fugaz insurrección que tomó el poder en París entre marzo y mayo de 1871.
Lo hizo en una carta dirigida al médico Ludwig Kugelmann y la frase se convirtió en referencia frecuente de los discursos de izquierda. Sin embargo, todo indica que el origen de esa idea viene de antes. De hecho, suele señalarse que los comunistas heredaron esa frase magnética del romanticismo alemán, ya que la imagen del asalto a los cielos se lee en el Hiperión del poeta Friedich Hölderlin (1770-1843), novela lírica y de estructura epistolar que resultó una gran inspiración para rebeldes e idealistas de todos los tiempos.
El cielo es cobijo, refugio, ambición. Es deriva de la vida para algunas concepciones religiosas, es lo que cruzamos cuando dejamos nuestra casa y vamos en busca de ideas, amores, belleza o nuevas biografías.
El cielo es el borde extremo de nuestro mundo que no tocamos pero alcanzamos a ver. Enfurecido es maldición pero también puede ser la calma para almas tormentosas. Es el espacio al que los artistas se proponen retratar en el día y en la noche, el norte al que le hablamos creyentes y laicos y aquello que vemos cuando, en medio de la angustia o la desesperación, alzamos la mirada buscando respuestas.
Es la esperanza y el misterio.
1975
Hace unos días acompañé en la Feria del Libro a Eduardo Sacheri en la presentación de su novela Nosotros dos en la tormenta. Bien lejos de la desazón que provoca una sala vacía de público, esta vez las autoridades de la Feria autorizaron trasladar el evento a una sala más grande. Se imponía una realidad que siempre entusiasma mucho: la fila de lectores de Sacheri era mucho más grande de lo previsto.
Así fue que pasamos de la Halperín Donghi, historiador como Sacheri, a la José Hernández, la sala emblemática de la política, los revuelos y los autores más populares. A veces estrellas fugaces, a veces sólidas rocas de la industria editorial. En síntesis, unas quinientas personas fueron el sábado 11 de mayo a escucharlo a Sacheri hablar de los años 70, el escenario temporal elegido para su ficción.
Alejandro y el Cabezón son vecinos y amigos desde chiquitos. Estamos en 1975, un año en el que la violencia es un recurso naturalizado para imponer ideas, reprimir pensamientos diferentes, intimidar, poner en marcha acciones ejemplificadoras o tomar el poder.
El diálogo ya no es la herramienta para dirimir las diferencias políticas, la violencia y la muerte lo toman todo. Alejandro milita en el ERP (Ejército Revolucionario del Pueblo), fuerza de izquierda trotskista y el Cabezón eligió sumarse a Montoneros, cercano al peronismo y resistido por otros peronistas. Empiezan a entrar en la clandestinidad, eligen otros nombres para la militancia, pero siguen viviendo o visitando a sus padres. Y, sobre todo, siguen hablando entre ellos, cuando ya nadie parece poder conversar con el otro.
Esa amistad —tópico del autor— es uno de los centros de Nosotros dos en la tormenta. El otro centro es la paternidad, otro de los temas habituales en la literatura de Sacheri, quien quedó huérfano de padre siendo muy chico y que es a su vez padre de hijos que, si hoy estuviéramos en 1975, podrían estar en la vereda de enfrente de nuestro modo de ver la vida y también la muerte.
Alejandro y el Cabezón se encuentran a conversar a través de los techos, amparados por el cielo que buscan tomar por asalto. Aunque ambos eligieron la violencia armada, no actúan con las mismas certezas. Uno de ellos avanza con la convicción absoluta del triunfo sobre el capitalismo. El otro, en cambio, avanza con esfuerzo hacia el destino elegido pero lleno de dudas que ensombrecen cualquier forma del entusiasmo. Uno cree en matar para vencer. El otro piensa que tal vez todo será matar para morir.
La novela está compuesta por capítulos breves que integran cuatro secciones que llevan el nombre de las estaciones del año, de ese año salvaje del que en la Argentina se habla poco, un año que por diferentes motivos fue barrido bajo la alfombra. Es el año anterior al golpe militar: los personajes de Sacheri no saben que al año siguiente comenzará la dictadura.
La novela relata el vínculo entre los amigos, sus conversaciones y también la preparación de las células a las que pertenecen y los operativos que llevan adelante para hacerse notar ante la sociedad y, también, ante las autoridades de sus respectivos movimientos armados. Hay secuestros y ejecuciones sumarias pero detrás de esas acciones hay seres humanos, tanto del lado de los que eligen matar como del lado de quienes son elegidos para morir. Hay, también, familias a un lado y al otro. La tensión narrativa de esas acciones —persecuciones, llamados con amenazas de muerte o para arreglar las condiciones de liberación de un rehén, la toma de una propiedad— está muy lograda y es profundamente visual.
Hay un narrador en tercera persona que va cambiando el punto de vista con el uso del discurso indirecto libre en la mayor parte del libro y solo aparece una primera persona en los capítulos en los que el padre de uno de los amigos habla y expresa dolorosamente sus diferencias. Le habla a su hijo, le cuenta lo que piensa, lo que siente y lo que viven. Ama a ese hijo como a nadie más en el mundo y tiene la absoluta convicción de que el chico está corriendo a ciegas y no precisamente hacia la liberación, sino hacia un muro infranqueable. Un muro contra el que va a dar indefectiblemente y del que posiblemente no salga con vida.
La condición humana
Días atrás leí en la revista Nueva Sociedad una maravillosa entrevista de mi colega Mariano Schuster al gran historiador estadounidense Robert Darnton. La entrevista es larga, profunda y no tiene desperdicio. Pero hubo en particular una frase que me resultó muy conmovedora. “Lo importante, para mí, y es por esto que creo en la historia como vocación, es comprender la condición humana. No podemos entenderla observando solo lo que ocurre en el presente”, dijo el autor de La gran matanza de gatos.
Lo que destaca en la novela de Sacheri, por sobre todos los demás recursos de la literatura, es la búsqueda por humanizar un conflicto sangriento, letal, que no deja de reverberar en el presente argentino. Y esta es la razón más poderosa para leerla en tiempos de elevada violencia retórica e impugnación del diálogo como herramienta de la política.
Lo que consigue Sacheri en su ficción, y pese a las ideas desorbitadas del biógrafo presidencial Nicolás Márquez, que parecen representar hoy a mucha gente (“Los desaparecidos no eran personas, eran guerrilleros”), es recordarnos que los guerrilleros eran efectivamente personas que tenían pasiones, ambiciones y también dudas, así como las tenían sus víctimas, muchos de ellos ni siquiera funcionarios políticos, fuerzas de seguridad o grandes nombres del poder económico. No hay deliberada bajada de línea ni evidentes simpatías del autor por determinados personajes. Existe —y Sacheri lo enuncia cada vez que puede— una férrea voluntad por reconstruir y acercar los hechos al presente para permitir que el lector saque sus propias conclusiones.
No es un secreto la defensa de los valores democráticos y de su posición contraria a todo autoritarismo que hace el escritor argentino en cada una de sus apariciones públicas. Por todo esto, hay dos libros que me daban vueltas mientras leía su novela. Uno es el Born de María O’Donnell, esa extraordinaria y compleja reconstrucción del secuestro de los hermanos empresarios por parte de Montoneros y el otro es Patria, la monumental novela de Fernando Aramburu que retrata en más de seiscientas páginas el conflicto vasco-español a través de la historia de dos familias amigas que en cierto momento se vuelven enemigas, siguiendo la ley de una grieta inevitable entre los vascos: en una de ellas hay una víctima del terrorismo, en la otra, un terrorista.
Hay otra novela en la que pensé mucho. La recomiendo siempre, sigo pensando que es una de las mejores novelas de los últimos diez años. Se llama Quemar el cielo —una manera de revertir el cielo por asalto, una imagen tomada de una canción de Silvio Rodríguez—, su autora es Mariana Dimópulos y es un verdadero prodigio narrativo. Hay dos personajes centrales y dos puntos de vista que se entrecruzan hasta mimetizarse, algo que sucede en la forma de la narración pero también en la trama. Hay una primera persona, una mujer en el presente, Moni, quien tiene 54 años y busca o quiere saber qué fue de la vida o de la muerte de Lila, una prima algo mayor, miembro de la guerrilla del PRT-ERP a quien vieron por última vez cuando tenía 26 años.
Moni habla de sí misma y habla de Lila —a quien veía como heroína desde sus 11 años aunque en el presente es “la loca de mierda”, en la versión de un tío anciano en común—, pero también hay una narración en tercera persona que cuenta la historia de la guerrillera. “Deseo que algo no pase en el pasado: desandar errores, deshacer revoluciones, para que Lila viva. A quién se le ocurre”, dice la prima menor en las primeras páginas.
Adiós a Diego
No sé cuándo hablamos por primera vez, aunque sí recuerdo una tarde en la que charlamos en extenso y de todo, a lo largo de varias cuadras. Pienso que fue en 2010, por ahí. Salíamos de la casa de Juan Terranova, habíamos estado conversando unas horas con un autor danés al que Juan había invitado para que conociera a periodistas de cultura. Mientras recorríamos las calles de Caballito y lo escuchaba hablarme de cosas —hechos, personas y personajes, conceptos, ideas— que había vivido mi generación, pero no la suya, pensé: este pibe se ocupó de leer y de estudiar. No se la cree; no es de los que piensa que inventa todo. Este pibe me interesa: se dio cuenta de que hay que ir para atrás para poder viajar hacia adelante, siempre. Ese fue Diego.
Diego Rojas tenía 47 años y murió en la madrugada del lunes a causa de complicaciones de un trasplante de hígado que le habían realizado en 2020. Esperaba otra oportunidad y la peleó hasta el final; estaba dispuesto a volver a poner el cuerpo para un nuevo trasplante. Este mensaje a la manera de poema y rezo laico nos mandó a todos hace unas semanas, cuando se reavivó la esperanza.
A los amigos y a las amigasEn pandemia fui trasplantadoEl trasplante fracasó y tengo una oportunidad más para vivir, es un proceso abiertoEs una operación difícil pero la ciencia ha avanzado, espero que podamos compartir luego.De los errores y distancias sabemos todos, también debo las cercaníasSi todo sale bien lo celebraremos. Si no, podemos recordarAlgo habremos hecho bienDiego
No pudo ser.
Diego era militante trotskista, laburante y amigo leal, de los que están siempre. De los que acompañan en el dolor pero también en el éxito y la felicidad (alguna vez deberemos revisar aquello de que los amigos son los que se ven en las malas). Diego era un lector exquisito y tenía la formación y la audacia para ser un gran periodista cultural: poseía el instrumental para ser absolutamente destructivo, si se lo proponía. Pero no estaba en él convertirse en un dandy selectivo y cruel: por sus ideas, por su forma de pensar, Diego se sentía parte de la industria de la cultura, una pieza dentro de ese universo. Era, sí, un dandy, pero un dandy popular si eso es posible, y quienes lo conocieron tal vez puedan dar fe de su vocación para la fiesta, la frivolidad y lo exquisito tanto como por la calle, la protesta y el dolor de los de abajo.
Escribió en Clarín y en La Nación. Fue redactor en jefe de la revista Veintitrés y editor de la revista Contraeditorial. Condujo el podcast cultural de la Fundación Proa y durante los últimos años escribió de manera constante y regular para Infobae. Sus notas se publicaban en Cultura pero también escribía materiales sobre temas políticos y sociales en forma de columnas de Opinión.
Y justamente creo que lo que más vamos a extrañar es el vértigo de su opinión por asalto. Diego estaba siempre atento a todo; ni hablar de la cultura; para él, escribir y opinar sobre libros, sobre cine, teatro o arte era periodismo de divulgación —esta última, una palabra subestimada por no comprendida— pero como era militante las 24 horas del día, esa divulgación ilustrada le resultaba también una forma de la política.
La obsesión por escribir
Fui su editora, algo que no quiere decir nada pero que hoy, al menos para mí, dice mucho. Aparecía de golpe en el Whatsapp, nunca demasiado temprano y como si hubiéramos hablado recién. Solía llamarme Hindele, como me llamaban mis abuelos, vaya a saber por qué. Ahí mandaba su chisme o comentario del día pero también su opinión sobre el evento en cuestión, generalmente algo sobre lo que quería escribir. De esa forma anunciaba de qué iba su próxima nota. Así también, por asalto, había tomado en 2010 la historia del crimen de Mariano Ferreyra, quería saber y que supiéramos qué había pasado. Así, investigó y escribió y su testimonio fue clave para la condena del sindicalista ferroviario José Pedraza, ideólogo del ataque al militante trotskista.
Yo dirigía la editorial Norma cuando trajo la propuesta para un libro. Hasta ese día, nunca había visto a nadie en este oficio convertirse en Walsh. Todavía tengo presente el llamado tembloroso de Diego luego de conseguir la entrevista con Pedraza —creo recordar que fue en la calle Libertador, creo recordar que no pudo dormir la noche anterior—; recuerdo el esfuerzo descomunal de escribir y terminar el libro en un mes y medio y también las charlas que tuvimos con él y con Mariana Morales, la editora de no ficción que lo acompañó en esa patriada.
Su Quién mató a Mariano Ferreyra le puso el sello a ese homenaje al “Rosendo” del más grande periodista literario que tuvo la Argentina, el periodista justiciero, como llama al narrador de Walsh en sus clases de literatura argentina Beatriz Sarlo, maestra y amiga de Diego. Emociona recordar que el “Mariano Ferreyra” de Rojas es un libro seco, perfecto; la investigación rigurosa y en caliente del asesinato de un chico joven de izquierda y una radiografía insuperable del abuso de poder de las mafias sindicales. Hay una película dirigida en 2013 por Alejandro Rath y Julián Morcillo, que está basada en este libro y en la que actúa Martín Caparrós. Martín hace de un periodista que investiga este crimen, pero hace de Diego.
A Diego le había encantado y le causaba gracia. Lo enorgullecía, creo.
La política y la cultura como pasiones se cruzaban en él todo el tiempo, algo que puede advertirse en sus libros, que siempre tuvieron la impronta política en títulos como Argentuits, El kirchnerismo feudal, La izquierda y, con Mariana Romano, Pasen música. El caso Santiago Maldonado en la era de la posverdad.
En los años de la enfermedad, escribir se le hizo obsesión. Durante las internaciones, mientras esperaba el trasplante, no dejaba de pensar y proponer cosas, su cuerpo estaba quieto pero su cabeza no paraba. Afuera del hospital la vida seguía, la agenda apretaba y Diego insistía con escribir algo, lo que fuera, cualquier cosa. ¿Entonces?
Entonces le propuse una suerte de función social, la de escribir desde la espera del trasplante, una situación angustiante en la que no estaba solo. El drama de la necesidad de órganos se había acentuado durante la pandemia y mientras el virus ponía al mundo entre paréntesis allí estaba Diego, yendo y viniendo entre las alucinaciones en las que entraba por su enfermedad y sus pies sobre la tierra queriendo escribirlo todo.
Publicamos algunas notas a las que llamamos Apuntes sobre una espera, cuya bajada era: “Pensamientos, experiencias, ilusiones y temores en la antesala de un trasplante”. Ahí escribió sobre cuestiones tan diversas como la piedra de la locura, el miedo a la muerte y la esperanza. Y sobre la instancia de la espera y la desesperación que provoca.
Un año y medio después escribió acaso la más hermosa y luminosa de sus notas, la llamamos Crónica íntima de un trasplante. Allí Diego narra detalles del operativo del trasplante y su recuperación pero cruza todo con noticias de esos días, su biografía periodística, literatura, cine, su vínculo con el alcohol y su elección del Negroni como el trago perfecto.
Te dije que Diego murió el lunes temprano. Fue el día de cierre de una edición ultrapolitizada de la feria y sé que eso le habría gustado a su costado más provocador. Creo, además, que es una señal: Diego murió respetando el cierre, una ley de nuestro oficio.
Mientras la noticia de su muerte circulaba a la velocidad del rayo, Twitter recordaba el tiempo en el que nuestro amigo, con su cuenta pionera @zonarojas, amenizaba a diario la función. Era la era primitiva de esa red, cuando lo que se buscaba era la riqueza del intercambio y el debate y no la exterminación o cancelación del otro.
Relacionado con su nombre de TW, hay un título. La zona se llama la novela que Diego dejó terminada y en la que había concentrado grandes expectativas. Es su legado literario, una distopía en la que en un escenario de ultraderecha exacerbada y bárbara se da a entender que, de alguna manera, la dictadura argentina nunca terminó.
Hay militares, hay un periodista justiciero, hay violencia de los reprimidos y de los represores. Hay una periferia —La Zona—, en donde existe un submundo en el que viven y trabajan inmigrantes bolivianos —los padres de Diego nacieron en Bolivia— vinculados a los movimientos indigenistas. Son ellos quienes planifican y ejecutan la rebelión.
Queremos ver publicada esa novela.
Leni
En todas las redes sociales hubo despedidas hermosas y de la gente más diversa. Así era Diego: sin dejar de pensar desde la izquierda radical y de militar por un mundo diferente y sin discriminación, podía mantener conversaciones con todo el mundo, no era sectario. Contémoslo todo: pelear con él era hábito, lo sabemos quienes lo quisimos y lo tuvimos cerca. Te la discutía con argumentos e intensidad pero sin insidia. Era un peleador con clase, de hecho no recuerdo a una persona menos agresiva que Diego. Era imposible no quererlo y eso pudo advertirse en el velatorio de la avenida Córdoba, allí donde una multitud se reunió para despedirlo en una mañana soleada, fría. Indiferente.
(Siempre que muere alguien querido uno se pregunta cómo puede ser que por fuera de nuestro dolor todo siga en marcha).
No había signos religiosos en la capilla ardiente, era algo completamente ajeno para él. Había, sí, una bandera roja del partido Política Obrera envolviendo el ataúd, había flores rojas y otros signos de sus ideas, algunas fotos hermosas en portarretratos y una familia entera, la suya, muy cerca de sus restos. También, a upa de padres y hermanos estaba Leni, su perrita salchicha, el espejo amoroso en el que se miró durante estos últimos años.
Leonor Lenin Rojas (Leni, para abreviar) llegó a su vida una noche de invierno hace unos seis años; había ido a buscarla a Palermo con su amiga Gabriela Esquivada. En realidad, habían ido en busca de otra perrita, porque eran dos las que ofrecían. Y fue entonces que sucedió. “La Leni le empezó a coquetear. Duro”, me recuerda Gabi y me resume la magia de ese encuentro: “Así que hubo un cambio de planes sobre la marcha”.
Una vez que trascendió la noticia de su muerte, quienes lo conocían de cerca y también aquellos que solo lo trataban por las redes expresaron su preocupación por el futuro de la perrita de la que Diego hablaba y escribía a diario y que lo acompañaba a todas partes.
Leni ya está con el papá de Diego, y con él se quedará. Decidieron llevarla al velatorio para que pudiera despedirse; un especialista lo recomendó para evitar que la salchicha siga esperando el regreso de su humano, lo que podría hundirla en el abatimiento. Ella también tiene que cerrar un capítulo, el del duelo, igual que nos pasa a nosotros: esperar a alguien que ya no va a regresar puede partirnos en dos.
Murió Diego, valiente y tierno. Lector exquisito, observador agudo y discutidor elegante. Fue un compañero de oro y se fue temprano, tal vez tomando el cielo de los ateos por asalto. Sin él somos todos mucho más pobres.
Ahora, sí, me despido. Las imágenes de este envío son de obras de grandes artistas como Van Gogh, Degas, Constable, O’Keeffe, Turner, Boudin y Valloton, además de la tapa de la novela de Sacheri, la de Dimópulos y una foto de Diego Rojas con Leni, en los primeros días de su encuentro.
Te recuerdo mi mail: es hpomeraniec@infobae.com. Escribime si tenés ganas de hacerme un comentario o una recomendación.
Hasta la próxima.
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