Adelanto exclusivo de “Ideas diversas”, el nuevo libro de César Aira

El escritor argentino que año a año se posiciona como candidato al Nobel de Literatura acaba de publicar un compendio de filosas reflexiones y variados recuerdos

El escritor argentino que año a año se posiciona como candidato al Nobel de Literatura acaba de publicar un compendio de filosas reflexiones y variados recuerdos

A los once o doce años, en la escuela, yo era el que leía, el literato, había leído la Ilíada, la Odisea, supongo que en reducciones o adaptaciones para la juventud, pero también las novelas de piratas de Salgari, Julio Verne, muchas más, todo lo que me caía en las manos. Mis compañeritos, que admiraban mi saber exótico (del que yo no perdía ocasión de jactarme) no tocaban jamás un libro. Esto lodigo para presentar los personajes de los siguientes dos episodios.

La maestra nos hizo un dictado. Lo anunció como un texto sacado de un libro. Dictó una oración. Luego: punto aparte. Otra oración. Punto aparte. Entonces un chico, creo recordar que López (¡justamente López, esa bestia!), le dijo: Ah, son oraciones sueltas. Y la maestra: No, es un texto, pero empieza así. Y yo, para mí, extrañado, intrigado, interesado, descubría gracias a este breve intercambio la diferencia entre el punto aparte y el punto seguido, entre las frases sueltas y las que siguiéndose componen un texto, un párrafo, un discurso. Era nuevo para mí, pese a que ya debía de haber leído mil libros.

Segundo episodio: creo que era algo así como una redacción, tema libre. No recuerdo qué escribí yo. La maestra hizo leer en voz alta algunas redacciones. Lito Miganne, que se sentaba en el pupitre contiguo al mío, fue uno de los que leyó: había escrito el relato de la cacería accidentada de un oso, en un bosque. Y terminaba: Esa noche, sentado junto al fuego de la chimenea, recordé la aventura... Y ahí terminaba. Yo no podía creerlo. Faltaba “Y entonces me desperté”. La maestra lo felicitó a Lito y pasó a otra cosa.

Yo seguía sin entender cómo la maestra no le hacía la observación pertinente. ¿Acaso Lito, ese gordito con el que yo me juntaba a jugar todas las tardes, había matado a un oso en un bosque alguna vez? La tranquila seguridad con que había escrito y leído, el asentimiento de la maestra, el que todos lo dieran por algo natural, me causaba un shock de perplejidad que hizo que hoy, sesenta años después, lo recuerde vívidamente.

Estas ignorancias mías pueden haberse debido, lo mismo que tantas otras antes y después, hasta ahora, a una distracción (la palabra es débil para lo que quiero decir), a esa sobrenatural distracción que volvió tan deficiente mi educación. En el episodio del oso, mi sorpresa y desconcierto son especialmente extraños dado que yo leía novelas entonces, las devoraba, una tras otra. Supongo que se debió a que a los autores de esas novelas los ponía en una categoría humana fuera de la órbita de los seres corrientes que veía en la calle o la escuela.

Una categoría donde oscuramente esperaba ponerme a mí algún día.

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A muchos escritores les ha pasado que, cuando el editor les pide que escriban diez líneas para poner en la contratapa, o para una gacetilla de prensa, descubren que escribir todo el libro fue más fácil que dar por buenas esas diez líneas.

No debería sorprender. La calidad está más a la vista en lo breve que en lo extenso. El compromiso es mayor.

En este caso (de la contratapa o la gacetilla) el autor siente como si ese párrafo se pusiera en la balanza y debiera pesar tanto en méritos como las doscientas y trescientas páginas del libro. Cada palabra debe estar calculada, evaluada, pensada diez veces, leída y releída con los ojos facetadísimos de la mosca incalculable que son los lectores y críticos. Y se produce una paradoja lamentable: cuanto más se la trabaja, mayor es la insatisfacción.

Con la extensión, la forma pierde protagonismo, el contenido se apodera de la atención del escritor y la pluma corre rápido. Nos damos cuenta de que lo que estaba ausente era la espontaneidad, con invitarla a la fiesta se terminaba el problema. Claro que hay que seguir siendo espontáneo todo el tiempo, y es difícil hacerlo cuando uno es consciente de que está siendo espontáneo.

No, aquí tampoco es fácil. Porque toda extensión contiene brevedades, nos guste o no. No existe la extensión pura. Está sembrada de trampas, y de cualquiera de ellas, en cualquier momento, puede saltar una brevedad y paralizarnos.

Portada de “Ideas diversas”, el nuevo libro de César Aira editado por el sello Blatt&Ríos

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A propósito de los altos precios a los que Picasso podía vender sus cuadros, la imaginación popular forjó la leyenda según la cual cuando quería algo, lo dibujaba (vendía el dibujo y con ese dinero compraba el objeto deseado). Recuerdo haber leído lo que parecía un episodio de un cuento infantil, aunque lo daban por verídico: Picasso caminando por el campo encontraba a una viejecita, charlaba con ella, le oía decir que su ambición nunca realizada era tener una casa propia. Sacaba un bloc del bolsillo, dibujaba una casa, firmaba y le daba la hoja a la señora (con las señas de un marchand, supongo).

Ahora bien. William Rubin, que fue director del MoMA y amigo de Picasso, cuenta en sus memorias que cuando dibujaba algo, Picasso tenía que hacerlo una y otra vez, la primera nunca lo satisfacía, debía “calentar la mano” y repetir varias veces hasta que le saliera bien. Curioso dato, tratándose de un artista de legendaria seguridad en la improvisación. (Y no hay motivo para dudar de la palabra de Rubin.)

El que crea lo dicho en el primer párrafo y sepa lo del segundo podría llegar a la conclusión de que las insatisfacciones y repeticiones de Picasso no se debían a escrúpulos o dudas estéticos (¿cuáles podría tener, el más grande de los pintores modernos?) sino a la eficacia mágica de valor de cambio que tuviera el dibujo.

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A una hora temprana del día, sin que haya amanecido aún, no por causa de la hora sino de las nubes, bajas, grises, pesadas, yo espero con deliciosa anticipación todo lo bueno que habrá para mí hoy.

Lo peor del marxismo, o al menos algo casi tan malo como las prolongadas y cruentas dictaduras que prohijó, fue la enorme cantidad de trabajo intelectual que se hizo en su nombre y que resultó perfectamente inútil. Si esa energía mental y ese tiempo se hubieran empleado en la creación artística, en la ciencia, cuánto se habría enriquecido nuestro mundo.

Fue un error histórico. Cómo precaverse para que no vuelva a suceder. Porque si vuelve a suceder, será con algo muy diferente de la política y no lo vamos a ver mientras está ocurriendo. (En otros tiempos sucedió con la religión.

Quizás el modelo de este error sea siempre la religión.) ¿Y si todo trabajo intelectual estuviera sometido fatalmente a la misma suerte? Con el psicoanálisis bien puede pasar, o estar pasando.

¿Entonces tenían razón los otros? Porque estos trabajos siempre se hacen frente a una oposición que los denuncia enérgicamente como fraude.

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A una pintura abstracta se la puede seguir pintando indefinidamente. El artista le puede agregar otra raya, otro círculo, otro color, tapar un azul con un verde, poner un punto negro en medio de una mancha roja, rodear otra con orlas o picos, cruzarlo todo con una diagonal blanca... Las posibilidades siguen abiertas siempre. No es que en la pintura figurativa no se puedan hacer cambios y agregados, pero ahí hay límites marcados por el tema y el argumento. Es lo abstracto lo que da esa libertad de modificación infinita. Lo confirma el hecho de que la música, arte abstracto por naturaleza, también admite que el compositor siga cambiando o agregando otra nota, otro acorde, otro transporte.

¿Hasta cuándo? Hasta que el artista da un paso atrás, contempla y queda satisfecho. Y tendría que quedar satisfecho a la larga. No hay cuadro abstracto tan malo que no se lo pueda seguir pintando encima hasta que quede bien.

Es sólo cuestión de tiempo.

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