Crear en el momento equivocado, vivir a destiempo. Se suele pensar todo lo contrario cuando se escribe o piensa a ciertos artistas que llegaron para ser una escisión, que inspiraron una nueva mirada en la pintura, los elegidos, los genios, los vanguardistas.
No Jean-Léon Gérôme, no él. Es más, podría pensarse hasta que fue el anti vanguardista, que su defensa del academicismo (en las telas y en las opiniones) terminó siendo el plomo que hundió su carrera en el olvido por varias décadas hasta su recuperación, allá por los ‘70 del XX, y lejos de su casa, en Estados Unidos.
Gérôme, de quien hoy se cumplen 200 años de su nacimiento en Francia, tuvo una vida exitosa a mediados del XIX, fue un referente, un farol, hasta que el impresionismo irrumpió en escena y bueno, como sucedía con las monarquías galas: “El rey ha muerto, viva el rey (Édouard Manet)”.
El escritor Émile Zola, referente de la cultura, no tuvo piedad en su crítica, al considerarlo un “cínico fabricante de imágenes anecdóticas para el consumo popular” y esas palabras, como talladas en mármol, se repitieron hasta el cansancio al momento de escribir la historia del modernismo.
¿Pero fue Gérôme un academicista más?, ¿repitió los patrones de un estilo que -hay que decirlo- ya estaba agotado y que las vanguardias venían a enterrar? No y no.
El éxito en vida que tuvo Gérôme fue directamente proporcional al olvido y la crítica: alguien que representó con tanta excelencia un estilo que el impresionismo venía a sustituir como lenguaje universal no podía ser otra cosa que un artista de obra muerta.
Pero, el tiempo puso a Gérôme en otro lugar. No se lo considera un genio, de manera incomprensible, porque eso pondría en disputa la manera en que la historia -y el mercado- del arte lee aquellas épocas. Sin embargo, el artista fue un constructor de imaginarios que tienen una profunda conexión con la cultura pop a través del cine y que, solo por eso, merece un mayor espacio en los libros.
Jean-Léon Gérôme creció en tiempos de profundos cambios sociales. El año de su nacimiento, por ejemplo, estuvo marcado por el ascenso de Carlos X al trono, el segundo rey de lo que se llamó la Restauración borbónica que había emergido tras la caída de Napoleón.
Hijo de un orfebre y joyero, creció en un ambiente familiar burgués y desde su infancia estudió latín, griego, historia y dibujo con Claude Basil Cariage, pintor neoclásico y ex alumno de Jean-August-Dominique Ingres, en su Vesoul natal.
En 1838 ganó su primer premio de dibujo y su obra llamó la atención de un amigo del pintor romántico-histórico Paul Delaroche, quien se convirtió en su maestro cuando en 1840 se mudó por su cuenta a París.
Pero tampoco fue todo sencillo, ni lineal. No contaba con la aprobación ni el apoyo paterno, por lo que a los 16 pasaba horas en las escalinatas de las iglesias donde vendía tarjetas religiosas, realizadas por él, para sobrevivir.
A los 19 viajó por primera vez, junto a su maestro Delaroche por Italia, donde recorrió las principales ciudades para su profesión: Florencia, Roma, el Vaticano y Pompeya.
Tras su regreso a la Ciudad de la Luz, se une al estudio del suizo Charles Gleyre, quien paradójicamente fue maestro luego de varios impresionistas como Monet, Renoir, Alfred Sisley, y de Albert Anker y James McNeill Whistler.
Pero durante su época de estudio compartió clases con Gustave Boulanger y Henri-Pierre Picou, con los que formó el grupo Néo-Grecs, que marca su primera etapa como artista, en los que ingresaron en los temas de las antigüedad, pero con una diferencia a lo que se venía realizando ya que no representan los “grandes temas” característicos del neoclasicismo, sino pequeñas escenas de la vida cotidiana.
En 1846 se matriculó en la Escuela de Bellas Artes y un año después llegó su primer éxito y el que lanzaría su carrera: una medalla de tercera categoría en el Salón de París por “Jóvenes griegos presenciando una pelea de gallos”, donde se aprecia su enfoque neogreciano.
En esta obra, que obtuvo una reseña favorable por el renombrado crítico Théophile Gauthier, se puede ver la influencia de su viaje a Pompeya, que tras su descubrimiento en 1748 comenzó a ser centro de procesión de las clases acomodadas del mundo.
Su padre, al ver su persistencia, se crecimiento, decidió apoyarlo con una generosa dotación de 1.200 francos al año, que el artista solía repartir entre sus compañeros.
El Salón le traería más fama cuando cuando recibió una medalla de segunda categoría por “La Virgen, el Niño Jesús y San Juan” y “Anacreonte, Baco y Eros”, en 1848, y comenzó a recibir encargo tras encargo del gobierno francés, como el gran mural “La época de Augusto, el nacimiento de Cristo”, que se encuentra en el Museo de Picardie, donde Napoleón III es colocado en el lugar de Augusto, y con cuyo dinero pudo emprender lo que marcaría se segunda etapa, el orientalismo.
Gérôme fue un enorme constructor teatral, un artista que creó un estilo propio en un híbrido entre la pintura de género y la histórica, lo que valió -en tiempos en que las estructuras estaban en conflicto: eran a la vez muy rígidas y se buscaba con desenfreno la ruptura de lo tradicional- muchísimas críticas. En ese espacio dejó una marca, generó una transformación, fue un antes y después, pero, otra vez, los tiempos estaban cambiando y todo aquel mérito, la valentía de habitar el pasado desde una nueva perspectiva no fue lo que lo sacó a flote, sino su perdición.
Como pintor logró sacarle solemnidad a las representaciones históricas dando lugar a puestas plenas de espectacularidad, drama y repleta de detalles que lograban convertir al espectador en un observador presente, en un testigo al lograr romper con la distancia del lienzo plano.
Entre 1853 y 1864, recorrió Turquía, Grecia, Turquía, Egipto, Siria y Palestina. En 1978, el crítico y teórico literario y musical palestino-estadounidense Edward W. Said escribió el libro Orientalismo, donde se estableció el término que reúne a la forma en que Occidente generó una representación reduccionista de Oriente. La imagen sincrética elegida para la tapa, sí, fue una obra de Gérôme, la pintura “El encantador de las serpientes”.
Eso sí, Gérôme no fue el primer orientalista. Antes que él o casi en simultáneo, Delacroix, Teodoro Chassériau, Antoine-Jean Gros, Eugène Fromentin o el ruso Alexandre Roubtzoff recrearon escenas que resaltaban el exotismo, la sensualidad de esos cuerpos tan ajenos, en escenas de los baños y harenes, con o sin esos ropajes de colores fantásticos, que producían un contrapunto entre los exteriores áridos, desérticos, y esos interiores oscuros, algo caóticos, de personas en rutinas que sólo podían despertar fantasías.
“La gran odalisca”, pieza de 1814, del pintor más importante de su generación, Ingres, director de la Academia, sin dudas validó aquellos escenarios como campo fértil para el arte. Pero, el desarrollo de la temática fue paulatina y para la época en que Gérôme realizó sus viajes fue cuando tuvo mayor explosión en las Exposiciones Universales de París de 1855 y 1867. Y sin “La gran odalisca”, heredera de la “Venus de Urbino” (1538) de Tiziano, como tampoco sin las piezas de Gérôme, “El almuerzo sobre la hierba” y “Olympia” (1863) de Manet lo más probable es que no hubieran existido.
A diferencia de sus colegas, que representaban escenas un tanto más decadentes, caóticas incluso, el orientalismo de Gérôme está guiado por un fuerte contraste de luces y sombras, de colores vivos, riquísimo en los detalles que, aún amontonados, superpuestos, generan una sensación de orden por el prodigio de su técnica, tan espectacular como la del mismo Ingres.
Tras ser elegido como profesor de Bellas Artes, entre 1868 y 1880, no detuvo su afán por viajar: Alejandría, El Cairo, fue testigo de la apertura del canal de Suez en el ‘69, donde permaneció varios meses, otra vez Turquía (1871, 1875 y 1879), otra vez Egipto (1874 y 1880) como también recorrió Italia y España.
Con la fotografía ya como aliada, el artista realizó capturas en cada uno de sus destinos al mismo tiempo que bocetaba, material que utilizaría luego en sus pinturas y que le sirvieron para generar una obra arquitectónica vívida, para administrar los espacios como nadie lo había hecho hasta entonces.
Así, su imaginario pasó de ser poco confiable, instintivo a partir de la observación, a estructurarse de manera más fidedigna y eso, sin dudas, le sirvió para poder representar esa teatralidad que lo caracterizó con mayor solvencia, entre las que se destacan “El harén en el quiosco”, “La terraza del serrallo” y la ya nombrada “El encantador de serpientes”, basadas en fotografías del Palacio de Topkapı, hoy una de las mayores atracciones turísticas de Estambul, como toda una serie de obras surgidas a partir de su visita a los baños de Bursa.
Durante su etapa historicista Gérôme quita el “heroicismo” clásico, despojando de la mirada clásica cargada de moral, para poner el ojo en la anécdota, construyendo así un puente entre su etapa neo greciana y la orientalista.
Por un lado, su factura, digna del Ingres que tanto admiraba, a la vez se alimenta del aprendizaje con Delaroche, escenificando con esplendor a la pequeña existencia de los protagonistas de la historia, pero a su vez no se centra en el momento más álgido del momento histórico que recrea, sino en los instantes anteriores o posteriores.
Este enfoque tuvo críticos, entre ellos Charles Baudelaire que consideró, tras visitar el Salón de 1859, que “la erudición tiene por objetivo disfrazar la ausencia de imaginación”. “En la mayoría de los casos, sólo se trata entonces de transponer la vida común y vulgar al marco griego o romano” escribió sobre las obras, entre las que se encontraban “El Rey Candaules”, “Ave, Caesar, morituri te salutant” y su primera versión de “La muerte de César”.
Esto también sucede en piezas icónicas como la segunda versión de “La muerte de César” (1867) o “Pollice Verso” (1872), quizá su más famosas, que tuvieron una profunda influencia en la manera en que el cine recreó el imperio romano, en filmes que fueron base como Quo Vadis de Mervyn LeRoy (1951) o Ben-Hur de William Wyler (1959).
En una charla, en el marco de una muestra El espectacular arte de Jean-Léon Gérôme, que se realizó durante 2010 en el Getty Museum de Los Angeles, el historiador de arte estadounidense Marc Gotlieb -que se especializa en arte romántico francés y pintura orientalista- sostuvo: “Gérôme forjó prácticas narrativas que al cine tardaría décadas en inventar”.
“Artistas como los circenses Ringling Brothers y Barnum and Bailey reescenificaron las fotografías de Gérôme en forma viva y los directores de los primeros espectáculos de Hollywood tomaron prestados elementos de Gérôme, tanto en decorados como en elementos de la trama”, dijo.
Sobre “Pollice Verso” sostuvo que “Gérôme hace girar el tiempo en varios ejes diferentes” para comparar el efecto con una técnica del cine conocida como bullet time (tiempo bala) que consiste en una ralentización extrema de la acción para permitir ver sucesos muy veloces, al mismo tiempo que la cámara se desplaza y modifica el ángulo de visión.
En la obra, como en tantas otras, suceden varias escenas en simultáneo y el observador puede moverse a través de la pintura. El gladiador pisa la cabeza de sus enemigos mientras mira hacia las gradas, donde las vírgenes vestales y el público detrás, todos enardecidos, piden el sacrificio de los derrotados. El emperador, por su parte, parece desentendido de la situación, come higos de manera pasmosa, sin muescas de emoción.
De hecho, el éxito de esta obra generó que, sin bases históricas, se considerase que en la lucha de gladiadores se utilizaba lo del pulgar hacia arriba o hacia abajo para ejecutar o perdonar la vida del luchador y Ridley Scott declaró que la obra fue una de sus mayores influencias para filmar “Gladiator” (2000).
La siguiente etapa del artista, conocida como “del taller”, es su paso hacia la escultura, que comenzó cuando tenía 54 años. En el marco de la Exposición Universal de 1878, comenzó creando obras en mármol blanco para luego pasar a la policromía.
Considerado “el padre de la policromía”, volvió a recibir muchas críticas por pintar sobre la escultura, técnica que inspirada en la antigüedad a la que le sumó un sentido del realismo moderno.
Una de sus piezas más reconocidas es “Corinth” (1903-1904), descrita por el Museo de Orsay como una “obra maestra extraña e inquietante”. La escultura muestra a una mujer desnuda con las piernas cruzadas y adornada únicamente con joyas que, con su mirada penetrante y pose algo provocativa, representa la figura de una cortesana Afrodita.
Sobre el final de su vida, el artista reunió su amor por la pintura y la escultura en una serie de autorretratos en su atelier, en la que se representaba trabajando.
El efecto “Zola”, que lo llevó al olvido, duraría décadas, muchísimas, y recién a partir de 1972, cuando se celebró su primera gran retrospectiva en Estados Unidos, su legado comenzó a ser valorado, sobre todo a partir del trabajo de historiador estadounidense Gerald Ackerman, su máximo erudito, que facilitó el camino para las muestras que siguieron en Francia.
Ahora, ¿por qué la recuperación se produjo en EE.UU. y no en Francia? Eso se debió a una decisión personal del artista, quien se casó con la hija de Adolphe Goupil, uno de los galeristas más exitosos de su tiempo, con sucursales en Nueva York, Londres, Berlín, La Haya y Bruselas, y que además ideó un eficaz sistema de distribución de reproducciones fotográficas.
Así, Goupil compraba pinturas a los artistas, las hacía reproducir en sus talleres y vendía las obras originales a coleccionistas, pero se aseguraba el derecho a realizar sus reproducciones, siendo el país norteamericano donde Gérôme tuvo mayor éxito de ventas (de pinturas y reproducciones).
Por supuesto, su mayor enemigo desde las letras y defensor a ultranza de Manet, Émile Zola, también se pronunció sobre este acuerdo: “Evidentemente, el Señor Gérôme trabaja para la casa Goupil. Hace un cuadro para que este cuadro sea reproducido mediante la fotografía y el grabado y se venda en miles de ejemplares”.
Cuenta el anecdotario que en 1893, cuando tuvo que juzgar el legado de Caillebotte al Estado, dijo: “No conozco a esos señores y de esta colección solo su título... Contiene cuadros de los señores Monet, Pisarro y otros, ¿no es verdad? Para que el Estado haya aceptado semejante basura, su mural ha de ser muy baja”.