No te cubro más

Un día cualquiera en el campo, con sus malos humores y un pase de factura, cambia de repente por la irrupción de la vida. Así lo revela este cuento que Infobae Cultura publica en exclusiva

Guardar
Ilustración de Verónica Martínez Castro para el cuento "No te cubro más"
Ilustración de Verónica Martínez Castro para el cuento "No te cubro más"

Todavía estaba oscuro, pero pronto empezaría a clarear. Sergio y Guille terminaron de acomodar sus aperos y a las seis y media montaron. Sergio miró hacia la casa de Eduardo. Todas las persianas estaban cerradas, pero se veía humo que escapaba de la chimenea. Era lunes. “Seguro que ese anoche se pasó con el tinto y hoy no se puede despertar”. Exhaló con fuerza y disgusto y el aire se tiñó de blanco, suspendido en el frío.

Los dos hombres salieron al paso. Se escuchaba el crujir del hielo bajo los cascos de los caballos que bufaban, nerviosos, descansados, tal vez con ganas de algún galope que se les negaba. Sergio y Guille sostenían las riendas cortas e iban barriendo el campo con la mirada para que nada se les escapara. Susurró un cardo y una perdiz emprendió vuelo desde allí nomás. Se ve que estaba bien camuflada porque ni hombres ni caballos la habían visto. En eso se empezó a mover la tierra al compás de la yegua de Eduardo que le daba con su fusta para alcanzarlos.

—¡Buen día! −saludó Guille con su alegría de siempre.

—Buen día −mascullaron los otros dos.

—¿Se te rompió el reloj? dijo Sergio, el capataz.

Eduardo recibió el primer dardo, pero no contestó.

Llegaron a la tranquera y Guille se bajó solícito a abrirla.

—Yo no te cubro más −siguió el capataz, casi con rabia.

—¿De qué hablás? Me cansaste. El sábado no revisaste el molino, dejaste sin agua la pileta y si yo no llego, las vacas se mueren de sed. Ni hablar de que todos los días tengo que limpiar el verdín para que no se tapen los caños porque vos no te querés mojar las manos. ¿Quién mierda te creés que sos?

Eduardo no tuvo tiempo de contestar. Le alcanzó las riendas a Guille y siguieron los tres.

—Ese machito está embichado. ¿Quién lo castró?

Ni Guille ni Eduardo dijeron nada. Guille esperaba que el otro hablara. No quería delatarlo frente al capataz. Tratando de ayudar, propuso solícito —Yo tengo curabicheras en mi mochila. Si ustedes lo enlazan, lo curamos ahicito.

Eduardo azuzó a su tobiana y comenzó a hacer girar el lazo en círculos casi perfectos. Lo arrojó y logró pasar la soga sobre la cabeza del ternero. Sergio hizo lo mismo con las patas traseras. El ternero cayó y Guille corrió a ponerle el spray.

—A mí no me engañás. Este lote era tuyo y ni siquiera lo revisaste.

—Lo revisé. Estaba bien. Se habrá embichado ahora. Yo no puedo estar todo el día arriba del caballo. También tengo que repartir rollos. ¿Te pensás que soy un burro de trabajo?

Yo no pienso nada. Yo sé. Estoy harto de que no cumplas. Esta vez se lo voy a contar al patrón. Si no, después la pagamos todos y a mí me gusta este trabajo. Nunca nos trataron mejor. Se preocupan de que a nuestros pibes no les falte nada. ¿Qué más querés?

—A mí no me alcanza la guita.

—¿Sabés por qué no te alcanza? ¡Porque te la pasas de joda! Invitás a tus amigos y comés asado día por medio. Así no le alcanza a nadie.

Mientras hablaban iban recogiendo los lazos. Guille le devolvía el ternero a su madre, que mugía inquieta, caminando de un lado a otro. Los teros también se hacían oír. Le revoloteaban cerca, aunque seguramente el nido no estaba por ahí. Cuando los teros se sienten amenazados, vuelan y gritan lejos de sus huevos. Uno les presta atención y seguro que no encuentra el nido. Además, los huevos son overos. Tienen el color de la tierra. Se mimetizan. Sólo los muy baquianos los saben ver. Guille volvió a montar.

En ese momento Eduardo respondió furioso:

—¡Dejame de joder!

—Eh, no es para tanto. Está bien que estés enojado, gordo, pero la verdad es que River jugó un partidazo. Ta bien, nosotros ganamos por penales, pero creo que a Ibarra no lo salva nadie. Boca es un desastre. No lo jodas, Sergio.

—¿De qué hablás, Guille?

Sergio entendió la confusión del chico, pero siguió encarándolo a Eduardo casi furioso:

—Si no te gusta este laburo, mandale la carta al patrón y volvete al Chaco. Te lo dije. Yo no te cubro más.

La cara de Guille se transfiguró. No estaba entendiendo nada. Eduardo se encasquetó la gorra casi hasta los ojos. Acarició el cuerito de oveja de su recado y no contestó.

El cielo se incendiaba. Iba a ser un buen día. El frío dibujaba el paisaje haciéndolo nítido, como en alta definición. Siguieron en silencio hasta que Eduardo divisó una vaca caída, alejada del resto.

—Debe estar pariendo. Voy a echar una ojeada.

Se acercó a la vaca, desmontó y les hizo una seña para que se le unieran.

—Viene de culo. La vamos a tener que ayudar.

Guille le pasó el lazo a la vaca por el cuello y la ató a un poste para que no se moviera. Sergio le levantó la cola y Eduardo metió el brazo dentro del animal casi hasta el hombro. Su idea era empujar al ternero nuevamente hacia adentro e intentar girarlo. La pobre pujaba para sacar su cría y se encontraba con una fuerza opuesta.

—A ver si le puedo agarrar una pata.

Pese al frío lacerante, Eduardo se bañó en transpiración. Tanta era la fuerza que hacía que las venas del cuello se le hincharon, pero él persistía. Un grupo de caranchos sobrevolaba la escena. Olían la muerte. No querían perderse el festín. Sergio los miró con disgusto. “Ya me los bajaría yo si tuviera la carabina”.

—Aquí está. La tengo.

Y metió su otro brazo. Fue girando al animalito con infinita paciencia hasta tomar las dos patas traseras. Las enganchó con un alambre y comenzó a tirar. Sergio y Guille ayudaban a la vaca palmeándola y animándola. Eduardo estaba al límite, pero no aflojaba. Hasta que el hombre y el animal unieron sus fuerzas y el ternero se deslizó bañado en fluidos. Pese a todo, la vaca no perdió demasiada sangre. Habían llegado a tiempo.

El capataz había observado el trabajo del peón en silencio. ¡Qué hijo de puta! Cuando más engranado estoy, viene y salva un ternero.

Eduardo y Guille limpiaron al ternerito quitándole los restos de placenta que lo cubrían y estaban intentando pararlo. La vaca había sufrido mucho en ese parto de pesadilla, pero ni un mugido se le escuchó. Lentamente empezaba a recuperarse. Los caranchos ya no les hacían sombra.

Eduardo tenía los brazos y la ropa llenos de sangre, bosta y orina.¿Qué le vas a decir al patrón? lo preguntó más con sonrisa que con bronca. Sabía que se lo había vuelto a ganar.

—Dale, vago de mierda. Volvé a bañarte que apestas. Total, el pibe y yo estamos acostumbrados a arreglárnosla sin vos.

Eduardo amagó con darle un abrazo y contagiarle su porquería, pero era sólo una chanza. Montó la tobiana y enfiló hacia su casa, al paso.

[Ilustración: Verónica Martínez Castro]

Guardar