No me gusta la palabra póstumo. No me gusta cómo suena en su solemnidad mortuoria —la pronuncio en voz alta y lo confirmo, póstumo suena a grandilocuente, helado y oscuro— y tampoco me gusta lo que significa, sobre todo cuando se asocia con la idea de reconocimiento en el campo del arte.
Veámoslo así: una persona empeñó su deseo, su creatividad y su esfuerzo en un proyecto y murió creyendo que había sembrado en el desierto. El tiempo jugó en contra y ya no podrá revertir su frustración; nunca sabrá que su nombre y su obra siguen vivos.
Releo esto que escribí y advierto que debería ser más precisa. No es que desprecio o subestimo que reparen una omisión sino que me resulta injusto que quien murió creyendo que su obra no había sido comprendida no pueda ver que finalmente ocupa un lugar en la historia de su arte.
Por eso aclaro: no me disgusta que se celebre la obra de un artista, aún a destiempo. Me pone triste, apenas eso.
Hola, ahí.
Una artista ignorada en su ciudad
Isabel Quintanilla nació en Madrid en plena Guerra Civil, cuando la capital española era asediada por el bando sublevado. Tenía tres años cuando murió su padre, militar republicano que había sido internado en un campo de concentración, en Burgos. Su hermana era casi una bebé. Fue su madre, modista, quien consiguió mantener económicamente a la familia. Ella y su hermana comenzaron a coser para las mujeres de clase alta de la ciudad.
Quintanilla (Maribel, para los cercanos) mostró muy pronto sus inclinaciones artísticas y a los 11 años comenzó a tomar clases particulares de dibujo y pintura y a dar tempranas pruebas de su talento técnico y su sensibilidad. A los 15 años ingresó a la Escuela de Bellas Artes de San Fernando, donde conoció a Antonio López, a Julio y Francisco López y a María Moreno, quienes serían entre otros sus pares luego en el grupo de los realistas españoles. De todos ellos, el más famoso fue y sigue siendo Antonio López.
En 1959 Quintanilla obtiene su título como profesora de Dibujo y pintura y comienza a dar clases como ayudante en un instituto. Francisco López se convertiría en escultor y también en esposo de Maribel y padre de su hijo Francesco. El casamiento fue en 1960 y fue gracias a un premio y una beca ganados por Francisco que la pareja viajó a Roma, donde vivió cuatro años y donde la artista terminó de formarse.
Pero los realistas no estaban de moda en su momento de mayor producción. En la escena artística española, en los años 50 y 60 dominaba el informalismo, un lenguaje abstracto de vanguardia en el cual los materiales desempeñan un papel decisivo. El ojo de la crítica no alcanzaba a los realistas o, si lo hacía, era para desmerecer la búsqueda de belleza en los objetos domésticos, cercanos, íntimos, populares.
En el 2016, el Museo Thyssen dedicó una muestra al grupo y en ese momento hubo una suerte de compromiso con Quintanilla, a quien le anunciaron que ella tendría pronto su propia retrospectiva. No llegó a verla, murió al año siguiente.
La muestra se llama El realismo íntimo de Isabel Quintanilla y ese título revela la clave de lo que podrá ver el espectador: hay en la artista una búsqueda de reconstrucción de lo real pero no en sentido fotográfico sino en el modo que una mirada reconstruye los objetos cercanos y, sobre todo, se propone apelar a la emoción.
Ausencia y presencia
La exposición reúne 90 obras de Quintanilla —está la primera, un bodegón que incluye varios de los tópicos que haría clásicos y también la última, otro bodegón que entregó a su marchand poco antes de morir—, e incluye muchas piezas que nunca antes se habían visto en España por formar parte de colecciones de museos y privadas de Alemania, país en el que a diferencia de España si obtuvo reconocimiento durante los años 1970 y 1980.
Leticia de Cos Martín trabajó durante tres años en la investigación y en la búsqueda de las obras, dispersas en diferentes colecciones de museos extranjeros y colecciones privadas. Ella es la comisaria de la muestra, quien estuvo a cargo de la selección, rastreo y curaduría de las obras y además la autora del catálogo.
“La realidad es tan grandiosa, que es lo que quisimos reflejar”, se le escucha decir a Quintanilla, ya mayor, en un video breve que puede verse acá, en el que además De Cos Martín detalla claves del estilo de la artista y cuenta qué encontrará el espectador que asista a la muestra.
La luz es clave en sus pinturas como lo fue y lo es en tantos artistas que ansían reproducir sus efectos. “La luz es lo más importante en la pintura porque la luz es la que te hace el dibujo. Si tu ves este vaso aquí, con esta luz que le está dando por la derecha, tú le ves de una manera, pero como te entre por otro sitio, esa línea ha desaparecido, pero sale otra. Es la luz que rodea. Es el momento que hay ahí… reflejar eso para mí creo que es lo más difícil”, señala la artista en el video.
En ese mismo video, Quintanilla dice algo así como que cuando aparecen personas en escenas, como las que ella pinta, hay de algún modo una clausura de sentido. En cambio, ella elige resaltar la ausencia porque de ese modo la escena queda abierta a la identificación del espectador, algo que ocurre indefectiblemente, doy fe de eso.
Las personas no están o están pero no se las ve. Son los objetos los que las representan y los que, también, sacuden al espectador, que se ve envuelto en esta intimidad de algún modo compartida. Los objetos construyen el retrato o, más bien, el autorretrato.
La máquina de coser
Hay bodegones, hay paisajes al aire libre y paisajes desde la ventana y hay también reproducciones de los escenarios más domésticos, como si pintara y dibujara su recorrido diario: baño, cocina, dormitorio, cuarto de planchar.
Una de las pinturas más destacadas es el “Homenaje a mi madre” (1971), el centro de la escena es la máquina de coser marca Alfa, un elemento infaltable y representativo de la mayoría de los hogares españoles de posguerra. Un elemento clave en la vida de Quintanilla porque fue gracias a una de esas Alfa y a la capacidad y voluntad de su madre que lograron sobrevivir.
En todas las obras de Quintanilla se despliega el escenario clásico de las mujeres de su época, el doméstico. No hay desprecio por las tareas de la casa sino que, por el contrario, logró capturar la belleza de ese escenario que para tantas mujeres significó la muerte de todo deseo y convirtió en el centro de su arte el lavado, el planchado, la cocina y la costura. Pasó su vida rastreando la luz y el tiempo a traves de esos espacios y esas acciones. Pasó su vida montando el caballete entre las cuatro paredes de su ambiente natural y desplegándolo entre las diferentes habitaciones.
Las naturalezas muertas o bodegones incluyen, a la manera tradicional, cortes de carnes, frutas, embutidos, verduras y otros alimentos sobre la mesa pero también, de pronto, un frasco con medicamentos, unas sandalias o un par de guantes (homenaje al Van Gogh de “Naturaleza muerta con naranjas y limones con guantes azules”) y unas llaves o, más allá, un frasquito con aceite en un alféizar.
Arte con Duralex
Uno de los objetos privilegiados de su extensa obra es el vaso Duralex, el irrompible —en la Argentina la marca era Durax— que estaba en todas las mesas familiares durante los años 70. Los dibuja a lápiz o los pinta sobre la mesa, sobre la heladera, sobre una mesita de luz, sobre el alféizar de la ventana. Los pinta con flores adentro (un ramillete de pensamientos que toca el alma, otro de claveles blancos, lirios). Los pinta como protagonistas o como actores de reparto. Pinta su vaso y pinta el vaso de todos. Es la sed de luz y del tiempo, a través de ese vaso. Hizo alrededor de 50 versiones en pequeño formato al óleo o con lápiz. En la muestra del Thyssen se pueden ver 12 de ellos.
“El vaso de Isabel, Maribel, es el retrato de los Nadie, que nacieron para ser Nadie y Nadie murieron. Olvidados y desaparecidos, como un vaso Duralex”, escribió el día de la muerte de Quintanilla el historiador del arte, periodista y escritor Peio H. Riaño, quien se lamentaba entonces por el modo en que la obra de la artista había sido ignorada.
Riaño es autor del libro Las invisibles, cuya bajada reza: ¿Por qué el Museo del Prado ignora a las mujeres?, de modo que algo conoce del proceso sistemático de ocultamiento y humillaciones de la obra de las mujeres artistas a lo largo de la historia.
En la misma nota, Riaño recordó además la amargura de Quintanilla cuando le dijo que tenía más prestigio en Munich, Hamburgo y Washington que en Madrid y en pocas líneas hizo un retrato de quiénes fueron y cómo funcionaban los realistas de Madrid.
“No redactaron ningún manifiesto. No declararon poseer ningún código estético, ni artístico como aglutinante. Eran amigos y familia y permanecieron unidos toda la vida. Eran mucho más que un grupo artístico. Son un caso insólito en la historia del arte español, hombres y mujeres a partes iguales creando. No reivindicaban ningún programa, pero sí las escenas del paso del tiempo. Mudo y exacto. Hicieron de la lucha por la verdad de su clase, su motivo. Sus héroes eran sus casas humildes. Detallistas en lo familiar, alejados de la pompa y la política. Ni cortesanos, ni activistas. No pintan el salón del trono, sino el cuarto de planchar”, escribió Riaño.
Dos frases más del crítico que me dejaron pensando:
“La cruel austeridad con la que retrataba su entorno sólo es comparable con el menosprecio que ha sido tratada en los manuales de arte español”.
“Isabel y compañía han sido los fantasmas que han cruzado el siglo XX, para ser rescatados en el siglo XXI”.
“Nosotros estábamos pintando una realidad que era la de España en ese momento, y a lo mejor no la querían airear”, arriesga en una entrevista Quintanilla. “Podíamos no resultar cómodos ni exportables. Tal vez el Duralex no resultara lo suficientemente digno como para mostrarlo en el exterior”.
Mujeres que avergonzaban
Justo en estos días terminé de leer Nuestras madres, un libro de la periodista y escritora catalana Gemma Ruiz Palà (1975) publicado por la editorial Consonni, que reconstruye diez historias de mujeres que crecieron durante el franquismo y de sus hijas, muchas veces feministas avergonzadas porque sus madres no hubieran podido salir de la encerrona del hogar, por el modo en que soportaron el machismo en silencio o porque se vieron obligadas a trabajar en lugares poco glamorosos o en oficios alejados de toda elegancia.
Mujeres presionadas que guardaron sus deseos en un cajón de la cómoda para poder seguir adelante en una sociedad reprimida y ultraconservadora, pero que hicieron de esa frustración un valor y empujaron a sus hijas a conseguir lo que su generación no había podido en materia de libertades e igualdad de derechos.
El valor del libro está en las historias que cuenta Gemma pero también en la forma de reparación que busca con la mayoría de esas madres aún con vida y mucho más en el modo en que lo hace, cuando para narrar reproduce el habla popular o cuando consigue entretejer todas las historias al modo de una novela. En unos días, vamos a presentar el libro de Gemma —escrito originalmente en catalán y ganador del premio Sant Jordi 2022— con Tamara Tenenbaum en la feria.
Una de esas historias es la de Isabel (el mismo nombre que Quintanilla, la vida da estas sorpresas), que aunque siempre quiso ser pintora terminó primero frustrada por su padre, fabricante textil y luego ya como ama de casa, cuidando a Bet, la bebé que nació cuando tenía 19 años y se había quedado embarazada del novio que pronto se convirtió en marido.
Isabel quería pintar y soñaba con formar parte de la serie de artistas mujeres que pintan a otras mujeres y lo hacen sin someterlas ni humillarlas. Siguió pintando y pintándose así, embarazada, y sin suavizar nada de aquello que nos pasa a las mujeres cuando atravesamos esa situación: manchitas en el cuerpo, una línea que cruza la panza de arriba a abajo, el azul de las venas que sobresalen en los pechos, el vientre cada vez más tirante…
Sola en casa con el bebé, con un marido haciendo carrera, como correspondía a la época, Isabel siguió pintando cómo y cuando podía.
“Montaba y desmontaba el lienzo con los ojos cerrados. Al lado plantaba la mesita con el bote de pinceles, la paleta, los óleos, el aguarrás y los trapos. Agarraba una silla y se ponía. Allá donde fuera que tuviera más trabajo del otro. Si en la cocina mientras cocía las verduras para el puré, en la cocina. Si en la sala de estar mientras Bet jugaba con las piezas de madera, en la sala de estar. Si en el dormitorio mientras la niña echaba un sueñecito, en el dormitorio. Si en la galería mientras vigilaba que la ropita se secara, en la galería. El único lugar donde Isabel no pintó nunca fue en el lavabo: por cuatro dedos no le cabía el caballete.
Y, por supuesto, esos autorretratos no tenían nada de mítico ni de místico. Tenían un precio: el de quererlo todo. En ellos, Isabel salía despeinada, sudada, con la camisa llena de lamparones. Salía tal como la titulaba el espejo: Madre con la lengua fuera con niña siempre de fondo”.
No quiero spoilearte más, pero sí debo decirte que esta Isabel guardó los óleos, los recuperó tiempo después para hacer arte con sus amigas y sus vulvas (sí, leíste bien), volvió a guardarlos y fue su hija quien finalmente los encontró y advirtió que la mujer que había tenido por madre había sido una artista alucinante.
Y sí, adivinaste: si te cuento esto junto con la historia de Quintanilla es porque esta Isabel también tendrá un maravilloso reconocimiento. Póstumo.
Más mujeres en los museos
Algunos estudiosos sostienen que solo el 5% de la obra que se ve en los museos del mundo fue realizada por mujeres mientras que el 85% de los desnudos son protagonizados por mujeres. Difícil hacer una comprobación científica, pero podemos conformarnos con la comprobación empírica que emerge si visitamos algunos museos a lo largo de nuestras vidas.
Andrea Giunta es una de las más grandes expertas e investigadoras de arte de la Argentina. Hace años viene trabajando desde el feminismo para quitar el velo que opaca la obra de las mujeres artistas. Uno de sus libros, tal vez el más famoso, es Feminismo y arte latinoamericano, en el cual propone una nueva manera de evaluar las obras y analiza varios casos de artistas cuyos trabajos no obtuvieron la atención que hubieran merecido por su calidad.
En una de las entrevistas que le hice, le pregunté por los medios para conseguir eso, que los museos saquen las obras hechas por mujeres de sus depósitos y las exhiban o que salgan a comprar arte de calidad realizado por mujeres lo que no compraron en su momento. Que los críticos y los historiadores dejen de invisibilizar el arte producido por mujeres, para terminar con la idea de que las creaciones de los hombres tienen grado universal pero lo que hacen las mujeres solo le importa a ellas.
Poco antes de aquella conversación, Giunta había hecho junto con la venezolana Cecilia Fajardo-Hill la curaduría de Radical Women (exhibida en Los Angeles y en el Museo de Brooklyn), una muestra de arte latinoamericano entre 1960 y 1985, compuesta por obras de 123 artistas de 15 países.
Durante la charla, hablamos de cifras y hablamos de cupo, pero sobre todo hablamos de una cosmovisión patriarcal que taladra los cerebros no solo de los hombres, sino también de muchas mujeres. Entre muchas cosas interesantes, esto me decía Giunta entonces:
“Tenemos que transformar nuestros puntos de vista, tenemos que hacer más visible la obra de artistas mujeres. El cupo es simplemente una estrategia, incluso la representación igualitaria es una política, es un deseo, es una búsqueda y es una lucha pero es una estrategia. Quizás siendo capaces de ver obras de estas artistas que están fuera del circuito, artistas históricas que tienen sus obras guardadas en valijas debajo de la cama, quizás siendo capaces de ver todas esas obras dentro de unos años las mujeres representan el 70% o el 60%. Digo, no es el objetivo porque si no parece algo muy mecanicista, es solo una estrategia. (...) Desde el oficio del historiador, se trata fundamentalmente de hacer la tarea que no hicimos, es decir estudiar la obra de estas artistas. Se trata de crear un camino para ayudar a descubrir el potencial, la riqueza, el conocimiento, la sensibilidad, que esas obras reúnen”.
Me voy despidiendo pero antes te cuento que la presentación del libro de Gemma Ruiz Palà será en la sala Alejandra Pizarnik de la Feria del Libro este viernes 10 de mayo a las 19, con una conversación entre su autora, Tamara Tenenbaum y quien esto escribe. También estará allí María Mur, una de las creadoras del proyecto editorial y cultural Consonni. La dirección es Av. Cerviño 4474.
Vuelvo a agradecer los correos y los mensajes en redes que llegan, incluso aquellos que, aunque valoran las historias y los comentarios culturales de estos correos, no acuerdan con algunos análisis o comentarios personales más ligados a la coyuntura social y política de la Argentina. Creo profundamente en la democracia también por eso.
Me despido hasta dentro de dos semanas: llegaré muy pronto a Buenos Aires pero voy a estar abducida por la Feria y sus múltiples actividades, ojalá puedas darte una vuelta por ahí. Siempre vale la pena estar entre libros y encontrarse con sus autores y con otros lectores.
Las imágenes que acompañan este envío son algunas de las obras de Isabel Quintanilla expuestas en el Museo Thyssen, un retrato de la artista en plena actividad y la tapa del libro de Gemma Ruiz.
Te recuerdo mi mail: es hpomeraniec@infobae.com.
Hasta la próxima.
*Para suscribirte a “Fui, vi y escribí” y a otros newsletters de Infobae, ingresá acá.
** Para leer los “Fui, vi y escribí” anteriores, clickeá acá.