No le pedimos una foto a Paul Auster aquel día en Brooklyn. Era 2012, Auster iba a cumplir 65 años al día siguiente, habíamos viajado especialmente para entrevistarlo. Nos había citado en un café muy cerca de su casa: no nos sacamos fotos, no prendimos los celulares, pero estuvimos cuatro horas sentados alrededor de una mesa hablando de política y, claro, del paso del tiempo. Dos periodistas, una fotógrafa, Paul Auster y un par de botellas de vino: la conversación fluyó.
Nos dijo algo que entonces era una expresión de vitalidad y que ahora se lee como presagio: “No tengo ninguna enfermedad, los anteojos no me molestan, supongo que lo que me preocuparía es mi pasión por los cigarrillos, tengo más tos que la que tendría que tener y sé que eso me va a hacer mucho daño al final. Pero no puedo parar y parte de mí no quiere parar”.
Auster murió este martes por un cáncer de pulmón. Esa tos, piensa uno ahora. Esa tos de la que también escribió en Diario de invierno, el libro autobiográfico que acababa de publicar.
“Toses, ni que decir, sobre todo por la noche, cuando tu cuerpo se encuentra en posición horizontal, y en esas madrugadas en que los bronquios están obstruidos más de la cuenta, te levantas de la cama, vas a otra habitación y toses como loco hasta expectorar toda la porquería”.
Así decía en ese texto donde se podían encontrar muchísimas claves de sus novelas. Parte de lo que se cuenta en ellas -descubrimos en el Diario.. -eran hechos reales de la vida del escritor. Se lo dijimos y él desestimó la distinción entre ficción y realidad: le daba lo mismo, explicó, de dónde sacaba el material para sus escritos. Lo importante era encontrar la frase, el tono, la literatura.
“Si muero hoy, ya he dejado muchas cosas” nos dijo a Andrés Hax, Adriana Grossman y yo, que entonces trabajaba para el diario Clarín. Era una hipótesis, nada de eso estaba a punto de pasar. Sin embargo, se le notaba la edad a Paul Auster. Ese escritor al que muchos años antes le había preguntado -en Buenos Aires-qué se sentía ser tan lindo, ahora ya no cortaba el aire con el pecho, lo sostenía, pesado, con los hombros.
“Si muero hoy, ya he dejado muchas cosas”, nos dijo en el bar. Y bebimos, bebimos bastante.
Entre nosotros
Paul Auster no era cualquier escritor para los argentinos. En los 90, en una discusión salarial, una mujer había convencido a sus compañeros de trabajo de ir a fondo con el reclamo porque “lo que nos ofrecen no alcanza ni para comprar la Trilogía de Nueva York”. Hablaba de una obra que se había leído con fervor en el país y que conmovía corazones.
Pero más: Auster había visitado la Argentina en 2002, cuatro meses después de que el país ardiera. Entoces su libro El país de la últimas cosas -de 1987- había sido leído como si hablara de nosotros, como si hubiera anticipado ese presente que estábamos viviendo. Se trataba de una ciudad en la que todo lo que era se esfumaba en un momento. Donde la gente daba vueltas en soledad, sin rumbo. ¿Por qué nos leíamos ahí? Eran tiempos de estampida por Ezeiza, de rascar en los documentos amarillentos de la abuela a ver si podíamos gestionar un pasaporte que nos abriera las puertas de Europa, de telegramas de despido como hojas de los árboles en ese otoño horrible, de persianas que bajaban. “Auster da una visión de la Argentina, muestra un sitio donde ya no se fabrica nada, donde quedan ciudades con edificios llenos de objetos que ya nadie usa, es la visión de los cartoneros”, escribió Ana María Shúa.
Eso. Ese era nuestro hombre del bar. El de las copas de vino, el de los hombros caídos, el de los ojos grandes. Sentíamos que nos conocía más de lo que él sabía que nos conocía.
Pero no sólo por eso. No sólo por jugar con él -Paul Auster, el hombre de carne y hueso- y un doble que escribe, en un loop que nos hace acordar a Borges. También -o sobre todo- porue el azar sostiene los destinos de sus personajes, como muchas veces sentimos que sostenía los nuestros. También porque revela una angustia por el origen como la que convirtió a este país del Cono Sur en otra capital del psicoanálisis.
Nos entendemos con los libros de Paul Auster.
Sin rendirse
Fue fácil, entonces, comunicarnos. Llegó puntual, hablaba claro, no tenía apuro, fue paciente, no rehuyó ningún tema. Tampoco nos hicimos amigos: una cordialidad profesional y entusiasmo intelectual guiaban sus respuestas.
Le preguntamos cosas personales porque el libro era autobiográfico. Habló de su mujer, la escritora Siri Hustvedt. Dijo que el amor era deseo, “un deseo físico tremendo”. A los 65 ese deseo no se había apagado. “Lo confieso”, nos contestó.
Tratamos de tomar con alguna ligereza algunas cosas, como la muerte de su padre, que ocurrió en la cama, al borde del orgasmo. “Una buena muerte”, le dijimos y él respondió que no para la mujer que estaba con él, que imaginen ese espanto. Nos sentimos un poco tontos.
“Soy amable, no busco peleas, trato de ser un buen amigo, un buen marido, trato de pensar en los demás antes que en mí, soy perseverante, hago bien mi trabajo y trato de tener una postura ética en la vida y de mantenerla. Claro que me equivoco todo el tiempo, pero hago lo mejor que puedo”. Así se veía..
“Se ha cerrado una puerta. Otra se ha abierto. Has entrado en el invierno de tu vida”, había escrito en ese libro en el que contaba su vida para iniciar su vejez.
Nueve años más tarde lo volví a entrevistar, ahora por teléfono. Faltaban meses para que se le declarara el cáncer que terminaría con él. ¿Se sentía igual que aquella vez en Brooklyn? “Me siento más el mismo que lo que pensaba en ese momento, tengo un par de dolores más, tengo un hombro mal y el doctor me dijo que necesito una cirugía de reemplazo, que será pronto. Pequeños dolores así, pero no me quejo, un poco de dolor está bien. Estoy rodeado de amigos que murieron o tienen cáncer o tuvieron un ACV. Tengo suerte. La vida termina en algún momento pero no me voy a rendir todavía”.
Eso dijo. Con el diario de este 1° de mayo en que amanecimos con Paul Auster muerto, es difícil no estremecerse.