Como un nuevo cielo ha comenzado, y son ya treinta y tres años desde su advenimiento, el Infierno Eterno revive. ¡Y vean! Swedenborg es el Ángel sentado en la tumba; sus escritos son lienzos doblados. Ahora es el dominio de Edom y el retorno de Adán al Paraíso. (Matrimonio, lámina 3)
“Ahora” es 1790, cuando el entusiasmo por la Revolución Francesa recorría Europa como pólvora regada y parecía que la humanidad estaba al borde de una transformación fundamental; pero “ahora” también puede ser un día cualquiera de 2024 en el que alguien llega por primera o enésima vez a El matrimonio del cielo y el infierno y percibe el poder que encierra.
Para leer a William Blake en estos tiempos no hay que negar su profunda extrañeza sino más bien abrazarla y hacer de ella el punto de partida; para entenderlo, es preciso aceptar una ignorancia que al principio será casi total. No por su peculiar mitología, sino porque su cosmovisión es radicalmente distinta de la nuestra. Para Blake, toda idea que hiciera del ser humano algo inferior a un dios es, simple y sencillamente, un error criminal que lleva a la atrofia de las facultades creadoras: “El hombre es el arca de Dios o un fantasma de tierra y agua”. Hijos de Newton y Darwin, hoy en día estamos más cerca de asumir lo segundo, y de creer que el ser humano es poco menos que nada, pero Blake se reiría de semejante pesimismo, y su obra, como un shock eléctrico, nos obliga a considerar la posibilidad contraria.
Blake ocupa un lugar anómalo entre los románticos ingleses: ignorado por la mayoría de sus contemporáneos, ingresó al canon un siglo después, envuelto en confusión y malos entendidos. Para algunos críticos, más que al romanticismo pertenece (al menos en espíritu) al s. XVII, la era de John Milton y la Revolución Inglesa que decapitó del rey Carlos I; otros tienden a considerarlo como un adelantado, un poeta del s. XX o XXI que tuvo la mala suerte de nacer en el XVIII, idea que se volvió un lugar común en las ediciones recientes de sus poemas, que hacen de Blake un contemporáneo nuestro (sin mencionar las lecturas new age de su obra).
Pero la extrañeza de Blake, que en buena medida vuelve posibles estas divagaciones, no se deja neutralizar por ellas. Los críticos literarios hablan de su vida, de Burke y Swedenborg, de la batalla de Valmy y la represión de William Pitt, con la intención de domesticar a Blake y volverlo conocido, incluso familiar. Pero nada de eso es suficiente: a menudo, solamente vuelve más enigmática su figura y su poesía. Blake no escribe desde el centro de la historia, esa Historia con mayúscula donde operaron Napoleón y Pitt, sino desde uno de esos arroyos periféricos. Ahí, entre los juncos, la perspectiva es distinta: los cadáveres que arrastran las aguas se atoran entre las plantas y se vuelven imposibles de ignorar. Ahí, en las aguas enlodadas, pueden hallarse sedimentos anacrónicos que la corriente central habría barrido, y anticipos de futuro entre los camalotes.
Borges, al hablar de la incongruencia entre Whitman, el hombre de letras que escribió Leaves of Grass, y el vagabundo efusivo y casi divino que aparece en sus páginas, señala que “Pasar del orbe paradisíaco de sus versos a la insípida crónica de sus días es una transición melancólica”. El amante de la poesía de Blake encuentra una perplejidad análoga, pues su trayectoria vital, exteriormente discreta, no parece armonizar con el fuego apocalíptico de sus visiones. Es más fácil (y sin duda más atractivo) imaginar a Blake caminando entre las llamas del infierno, como en el primero de los “Caprichos memorables” de El matrimonio del cielo y el infierno, que por las calles de Londres, y más sencillo verlo recibiendo el espíritu de John Milton en su jardín de Lambeth, al final de Milton, que discutiendo el diseño de un grabado con John Trusler u otro de sus clientes.
Pintor y grabador al mismo tiempo que poeta, Blake desarrolló una técnica de grabado propia que le permitió crear obras híbridas que combinan textos e imágenes, y que en la práctica le dio un nivel de control sobre el aspecto final de sus libros que probablemente no logró ningún otro autor. El resultado son las “Profecías iluminadas”, el canon que Blake construyó con los poemas que grabó usando esta técnica, obras que exigen ser vistas además de leídas, ya que la interacción entre palabras y dibujos les da otra dimensión. Esta edición incluye El matrimonio del cielo y el infierno, La Revolución Francesa, Visiones de las hijas de Albion, América, Europa y La canción de Los, que forman parte del llamado “Ciclo de Orc” y que, escritos entre 1790 y 1795, ofrecen una lectura en clave profética y apocalíptica de la Revolución Francesa.
En El matrimonio del cielo y el infierno, quizá su obra más célebre, Blake mezcla la sátira intelectual con la profecía apocalíptica, el verso con la prosa, lo oracular y lo grotesco. Una de las ideas centrales del Matrimonio es que las creencias no son neutras sino que moldean la percepción; la percepción, a su vez, no es pasiva sino que moldea la realidad: “Un necio no ve el mismo árbol que un sabio” (Proverbio 8); si creemos que el ser humano es un fantasma de tierra y agua, así lo será. Pero no es necesario aceptar una realidad tan mediocre; al contrario, lo mejor sería prenderle fuego.
Así debe entenderse la famosa frase que tomara Aldous Huxley como título de su libro (y que le dio nombre a The Doors): “Si las puertas de la percepción se despejaran, todo aparecería al hombre como es: infinito”. Las “puertas de la percepción” son los sentidos, y un aumento de su poder perceptivo modificaría la realidad que se percibe, y nos permitiría ver que, creativamente hablando, es en verdad infinita. La poesía y la pintura no son para Blake una manera más o menos lujosa o banal de entretenerse, sino los instrumentos para ampliar la percepción y, literalmente, cambiar nuestro mundo. Debido a que “el hombre se ha cerrado a sí mismo, hasta ver todas las cosas por estrechas grietas de su caverna”, es necesario abrir esa caverna que es su cráneo, no con picos y palas sino con versos e imágenes.
Blake no es un místico en el sentido banal del término: cuando dice que un diablo escribió una sentencia en una piedra “con fuegos corrosivos”, está hablando de la manera en que él la grabó en el cobre; cuando habla de los “inmensos acantilados” en la caverna, se refiere al diseño en relieve de una lámina. Este énfasis en lo material y perceptible (siempre que se perciba de manera imaginativa) es coherente con una práctica artística que (como todas) depende de los sentidos. Nada podría estar más lejos de Blake que lo vaporoso e inefable, experiencias imposibles de comunicar o poner en palabras: lo suyo son contornos brillantes y líneas claramente trazadas. Una obra de arte es una percepción realizada, una encarnación de la Imaginación: Dios, es decir, la Imaginación, se manifiesta en Blake como Blake se manifiesta en sus obras, y leer uno de sus libros iluminados es participar del cuerpo de Dios, como si de una eucaristía estética se tratara. En última instancia, ahí está el matrimonio del cielo y el infierno: en la obra de arte.
Me encargaron esta traducción cuando era un joven recién graduado de la carrera de Letras, con más entusiasmo que experiencia, antes de terminarla fue necesario a un largo proceso de lectura y reflexión. Traté de responder a los desafíos específicos que presenta la obra de Blake: su naturaleza híbrida, la mitología personal que desarrolla, una retórica simultáneamente plebeya y erudita, versos que de tan largos amenazan con desbordar la página. Los aspectos formales, a menudo despreciados en las traducciones que hacen del verso libre su bandera, no son algo menor sino parte intrínseca de lo que, como se dijo, aspira a ser no un ornamento sino un instrumento de liberación. Es por eso que trabajé en paralelo con versiones alternativas de la mayor parte de los poemas, probando versos y tonalidades distintas, en busca de traducciones que se sintieran como textos vivos, poemas que admitan (o incluso pidan) una lectura en voz alta, y no pálidas sombras.
Asimismo, elaboré un nutrido aparato de notas para ayudar al lector recién llegado a orientarse en medio de la singular mitología blakeana, la cual busca desnudar a los viejos dioses de su ropaje de misterio y mostrar su naturaleza profunda. Así, Orc no es solo Adonis y Cristo, sino el principio vital de juventud y rebeldía; Urizen, a su vez, tiene algo de Odín, de Zeus y el Dios de Job, pero a su vez es Newton y el espíritu calculador de la ciencia moderna. Finalmente, una larga introducción desarrolla el turbulento contexto histórico, la era de las revoluciones que acompañó la vida de Blake.
El propósito de Blake al crear sus obras no era meramente estético, sino religioso y político. Se trata de liberar el alma de las cadenas de la opresión, cadenas que son tanto mentales (la cobardía y la represión) como físicas (la esclavitud y la explotación); se trata, para volver a la cita del comienzo, del regreso de Adán al paraíso. Pese a escribir desde uno de los arroyos periféricos de la historia, la poesía de Blake es la expresión más radical de la exigencia revolucionaria de un mundo auténticamente humano, el grito más audaz de una época que lo pedía todo, la demanda insatisfecha de convertir a la tierra en un paraíso.