De la verdadera violencia no se puede escapar, afirma el narrador de “El Ojo Silva”, uno de los cuentos de Putas asesinas de Roberto Bolaño. El fotógrafo de ese relato huye de Chile a México, luego a Europa, hasta que encuentra el mismo destino que tantos otros latinoamericanos de su generación en un burdel de la India. Fernell Franco, desplazado de pequeño hacia Cali con su familia por los enfrentamientos de facciones en Colombia, jamás abandonó la ciudad vallecaucana salvo por viajes de ocasión, pero logró transformar la dura experiencia de sus calles en algo más que un testimonio social, a través de una visión de artista autodidacta que lo llevó a experimentar desde el laboratorio con la materialidad y los límites de la imagen fotográfica y a encontrar otros modos de expresar la realidad cotidiana de su ciudad y su país.
La vida es la calle, la exhibición que inauguró esta semana la Fundación Larivière en el barrio de La Boca con curaduría de María Wills Londoño, recorre las series más destacadas del fotógrafo colombiano, aquellas que desarrolló al margen de su trabajo como reportero gráfico aunque sin dudas influido por los aprendizajes del oficio. “En los pueblos, era una guerra en descampado. Mi cámara estaba equipada con un flash electrónico. Pisaba los cadáveres, apuntaba y disparaba. Sentía como si el destello de luz no saliera de la cámara, sino más bien de mi cerebro, como si la escena no quedara registrada en el negativo, sino en mi memoria donde la recordaría toda la vida”, le contó Franco poco antes de su muerte a la investigadora María Iovino, responsable de poner en perspectiva la obra artística de uno de los exponentes principales de la fotografía latinoamericana.
Imágenes de prostitutas, pandillas, inquilinatos, billares, autobuses, inscripciones y ruinas del paisaje urbano, en muchos casos intervenidas química y plásticamente con distintos procesos, acercan al visitante un documento de época pero sobre todo la mirada de un artista. De las 68 piezas reunidas para esta muestra, la mayoría adquiridas por Jean-Louis Larivière para su colección y las restantes cedidas por el Malba y la Galería Vasari, hay muchas que permanecieron guardadas en cajas hasta que las desempolvó Vanessa Franco, la hija del fotógrafo, cuando la Universidad de Harvard le pidió catalogar el vasto archivo que había dejado su padre. El conjunto permite apreciar los diferentes juegos casi pictóricos con los negativos y el papel, desde el virado y la solarización hasta la intervención con aerógrafos o acrílicos y el rasgado para armar collages.
Como el personaje de Bolaño, Franco se introdujo en los espacios claustrofóbicos de los prostíbulos, aunque no solo encuentra allí una situación sin salida, sino también la complicidad de mujeres y niñas, “a quienes retrató en toda su potencia, fuerza y poder”, dice Wills Londoño. Una gran tela translúcida en el centro de la sala muestra al fotógrafo en un retrato grupal con algunas de las trabajadoras sexuales y uno de los chulos. No hay ningún gesto en su rostro que indique un aprovechamiento forzado del tema, sí hay en la serie una exageración de los contrastes y claroscuros en el laboratorio y un trabajo en secuencia de las imágenes para acercarlas a la experiencia cinematográfica. El cine negro, las películas mexicanas y el neorrealismo italiano que había visto en las salas caleñas desde su adolescencia influyeron fuertemente en su mirada.
“Aunque se puede ver como un ensayo gráfico, porque hay un cruce con lo que había hecho como reportero, es también una obra artística de mucha exploración. Yo creo que estos mestizajes de la fotografía se producen de manera más interesante cuando no hay formación”, agrega la curadora sobre la serie, que fue mostrada por primera vez en 1972 en Ciudad Solar, el centro de reuniones del Grupo de Cali. Franco se acercó a su efervescente núcleo por su amistad con Andrés Caicedo, Luis Ospina y Carlos Mayolo, a quienes conoció en una agencia de publicidad donde trabajaba como fotógrafo de moda. A través de sus obras, esta vanguardia cinéfila opuso a la pornomiseria imperante en la industria cultural de la época una estética que recibió el nombre de “gótico tropical”, con la que le dieron una vuelta crítica y local a los códigos del género anglosajón.
“En parte se manifiesta en entornos en su mayoría oscuros y en ruina, pero que también exaltan la festividad y complicidad social que existen en las sociedades latinas y que se forjan en el espacio público”, resume Wills Londoño este género visual de la cultura caleña, presente en toda la obra de Franco pero especialmente en su registro de espacios urbanos que estaban desapareciendo con rapidez, como las casas y mansiones viejas devenidas en viviendas improvisadas de migrantes rurales y desplazados, o los edificios históricos de Demoliciones, que terminaron dando paso a construcciones modernas ostentosas financiadas con dinero del narcotráfico. Como Óscar Muñoz, con quien trabajó estrechamente en estos proyectos, Franco exploró la descomposición de las imágenes como una preocupación por la fragilidad de la memoria.
También se muestran en gran formato algunas de sus fantasmagóricas piezas de Amarrados, serie que reúne mercancías y objetos que los vendedores ambulantes amarran y cubren como momias al llegar la noche. El costado más consuetudinariamente tropical aflora en Color popular, un trabajo con película de color apenas mostrado anteriormente, que se presenta acá mediante un par de copias cromogénicas en la sala principal. A oscuras, en una salita contigüa, también se reproducen con una larga playlist de salsa y rumbas una decena de diapositivas de la misma serie, que remite al mundo de los barrios marginales donde creció el fotógrafo. Ventanas, paredes, puertas de tabernas y las tradicionales “chivas” colombianas ofrecen toda su intensidad de colores y minuciosos detalles simétricos propios del arte popular.
*La vida es la calle se puede visitar hasta fines de agosto en Fundación Larivière (Caboto 564, CABA). Jueves a domingo, de 12 a 19h. Bono contribución: $1000.