Hola, ahí.
Siento profunda admiración por las personas que pueden trasladarse de un lugar a otro apenas con lo indispensable. Estoy tan lejos de esa forma de la libertad: soy miembro del club de las que andan siempre con cartera, bolsas y bolsitas; las que cuando viajan cargan valijas y mochilas y abrigos para diferentes temperaturas, por las dudas. Las que salen de casa y llevan saquito por si hace frío y remera de manga corta debajo del pullover por si hace calor. Las que necesitan tener todo a mano por si llego a necesitarlo.
Soy también socia de otro club, el de los que guardan y les cuesta tirar. Las pocas veces que logré hacer limpieza de objetos vetustos e inútiles lo celebré como un triunfo. Así y todo, no me considero una persona aferrada a los bienes materiales, no se trata de eso; hay detrás de esta forma de conservadurismo un miedo atávico y un respeto reverencial por lo que los objetos contienen, por la historia detrás de cada uno de ellos. Así, a esta altura de mi vida, no consigo desprenderme de nada aunque hace tiempo que me ahogo dentro de mi propio espacio, como el protagonista del cuento “Vida Moderna”, de Eduardo Wilde, a lo mejor te acordás.
Por todo esto es que admiro a quienes tienen y van con lo justo, los que andan con lo mínimo y no acumulan. Y a quienes pueden instalarse en cualquier parte como si siempre hubieran estado o siempre fueran a quedarse ahí. A todos ellos, el mayor de los respetos.
Zweig y yo
Llevo casi cuatro semanas fuera de mi casa. Aunque me adapté fácil a la ciudad en la que voy a estar unos días más, me faltan cosas fundamentales: mi cama, mis plantas y mis libros.
Estoy en Atenas con la mitad de mi familia, la otra mitad quedó en Buenos Aires. Este tironeo es algo a lo que estoy acostumbrada; estar todos juntos reunidos alrededor de una mesa como en las películas de Sandrini es un milagro que ocurre muy de tanto en tanto, así que el modelo de madre Tupac Amaru lo conozco porque siempre me está faltando alguno de mis hijos.
Lo de la cama es inevitable. A veces en los viajes tocan camas mejores que la de uno, a veces son peores (es el caso de esta temporada) pero nunca es la propia y eso se siente, sobre todo con el paso de los días. En cuanto a los libros, ahhhh, se me hace difícil explicar por qué los necesito si hoy existen internet y los ebooks.
Y es que en general, cuando estoy escribiendo muchas veces me acuerdo de cosas que anoté en los libros durante la lectura. Hace un mes, hace diez años, hace treinta. Subrayados, notas sobre algunas frases, números de página en los que hay algo que me interesa y puedo llegar a necesitar alguna vez. Soy una persona que solo encuentra las cosas en su propio desorden, entonces necesito mis libros.
El otro día, hablando con mi marido —yo acá, el allá— le comenté que la falta de los libros se notaba bastante, sobre todo a la hora de escribir estos envíos. Entonces le dije en broma que me sentía un poquito Stefan Zweig (1881-1942) en Nueva York, cuando escribió su monumental y autobiográfico El mundo de ayer —una elegía a la civilización europea, desde la perspectiva de un pacifista— sin su biblioteca, sin documentos ni periódicos (“No puedo ir a buscar información a ninguna parte porque la censura ha interrumpido o ha puesto trabas a la correspondencia en todo el mundo”) y, por lo tanto, apelando solo a su memoria.
Viajaba mucho, Zweig, de manera obligada; necesitaba tener un espacio propio pero le resultaba clave no atarse a nada material ni humano para evitar el desgarro de las ausencias. La vida errante tiene sus reglas y desprenderse de los objetos o no apegarse de más a las personas, lo ayudaba a llevar mejor el nomadismo: “…puesto cada vez que me construía un hogar me obligaban a abandonarlo y veía desintegrarse todo lo creado a mi alrededor, esa misteriosa sensación de vivir sin atarse a nada me resultó muy útil. Aprendida muy temprano, me hizo más llevaderas las pérdidas y las despedidas”, escribe.
Era el verano boreal de 1941, él y su mujer ya habían pasado por Londres y terminarían su periplo en Brasil (lo de su suicidio en pareja en la casa de Petrópolis te lo cuento otro día). Las semejanzas entre mi situación y la de una de las grandes bestias de la literatura del siglo XX se reducen a la nostalgia y la necesidad de andar con mis libros encima. Y nada más: Zweig huía entonces de la persecución del nazismo (primera diferencia, enorme). Y era Zweig, qué tanto (segunda diferencia, enormísima. Aplausos, por favor).
Cada vez que hablo de Stefan Zweig pienso en mi amiga María Fernanda Heredia, escritora ecuatoriana y una de las mayores autoras de literatura infantil y juvenil en lengua española. Adoro a María Fernanda y ambas adoramos a Zweig. Uno de nuestros desafíos favoritos cuando nos escribimos o nos vemos es ver qué nueva novela, biografía o relato del gran escritor judío austríaco leímos recientemente o qué nueva edición hallamos. Nos fascina su sensibilidad, su forma de narrar, la calidad de sus relatos.
Espacios y minimalismo
Mientras escribo esto, recuerdo que María Fernanda, quien también viaja my seguido por su trabajo, siempre lo hace con una valija pequeña, de las que pueden llevarse arriba del avión. Nada que no quepa en una de esas valijas va con ella; aprendió a llevar consigo lo indispensable para no cargar de más. O para no cargar más que con ella misma, algo que deberíamos hacer todos, algo que debería hacer yo de ahora en más, pienso.
Sandra es periodista y crítica musical. En estos años vive a dos orillas entre Buenos Aires y Madrid y, mientras chateamos por Whatsapp, me dice que se fue dando cuenta de que necesita poco, muy poco para instalarse o, más bien, para sentir que está viviendo en un lugar que ya es su casa. Que con el tiempo se fue despojando de cosas superfluas hasta llegar a una especie de equilibrio que le permite acomodarse sin grandes problemas ahí donde elige estar. Se me ocurre que eso debe parecerse bastante a sentirse libre. Libre para quedarse, para irse, para cambiar de espacio, de rumbo, de escenario.
(Pienso en mis libros, en qué haría con ellos. En qué haría sin ellos).
Irene y Nacho son pareja, son periodistas, trabajan para medios digitales y son autores de newsletters muy interesantes sobre crianza (ella) y paternidad y masculinidad (él). Fueron nómades, tienen dos hijos y ahora viven en las afueras de Atenas, adonde llegaron en plena pandemia en busca de aire y una casa para criar a los chicos. Irene es italiana, Nacho es argentino. Sus hijos son dos varones hermosos de 4 años y 1 año y medio.
Irene dejó Nápoles en 1999; desde entonces, vivió, estudió y trabajó en 15 países. Fuera de Italia, sólo sintió que estaba en “casa” en dos ocasiones. La primera fue cuando vivió en Buenos Aires y la segunda ahora, que viven en la playa, a 40 minutos de la capital de Grecia.
Le pregunto qué cosas necesita para sentirse “en casa”. Y me responde por Whatsapp: “¡La gente! Y después unas cositas: aceite de oliva, pasta al dente, mi música (tan sencillo ahora con Spotify!), mi kindle (renuncié a libros físicos), y mis diarios escritos. Con la digitalización de los libros y la música todo se vuelve más fácil”.
— ¿A qué te referís cuando hablás de tus diarios escritos?
— Por muchos años escribí todos los días, por la noche; llevé diarios en papel desde los 15 años y esos diarios quedaron por muchos años en Nápoles, en la casa de mis padres. Recién cuando estuve en Buenos Aires y me sentí en casa, hice la mudanza de mis diarios. Fue la primera vez. Eso me dio una sensación de “Guau, aquí me voy a quedar”, pero después nos fuimos, como sabés. Y ahora, de vuelta, por fin, el año pasado, cuando estuvimos allá, me los traje y están conmigo en Grecia.
— ¿Y qué espacio físico ocupan esos diarios?
— Son un par de cajas chicas, deben ser unos 10 kg en total. Pero ya van un par de años en los que no escribo a mano y en papel todos los días, así que estoy acumulando menos.
Al final de esta respuesta, Irene añade una sonrisita digital.
Mi hijo mayor actualmente vive y trabaja en Atenas pero la ciudad en la que residen habitualmente con su esposa es París. Durante varios años vivieron en diversas ciudades, en algunos casos por estancias cortas, en otras por becas un poco más extensas, pero siempre llevando y trayendo muebles y sus cosas fundamentales.
Ambos son historiadores, investigadores. Me gusta el espíritu liviano y minimalista con el que aprendieron a vivir, la forma en la que deciden qué es lo indispensable para sentirse bien. ¿Qué cosas no pueden faltarte cuando te mudás a algún lado? ¿Qué es aquello que te permite sentirte en casa y sin lo cual no podés asentarte?, le pregunto a él.
–Mi computadora y algunos libros –me responde sin dudar.
Cuando le pido alguna precisión, la encuentro. Los libros no son siempre los mismos. Esos libros que necesita en papel con él cada vez que se traslada son aquellos sobre los que está trabajando puntualmente. Su computadora y sus libros son también su casa.
Veo pegada en la pared del escritorio de su departamento, entre otras imágenes, una foto que le di hace relativamente poco, luego de la muerte de mi papá. Están ellos dos, durante unas vacaciones en las que yo no estaba. Es una foto de los 90. Agus debe tener ahí unos diez años, tiene las manos adentro de los bolsillos de las bermudas, me cuesta reconocer ese gesto. Mi papá, mucho más alto, lo abraza desde atrás. Su brazo derecho cruza de manera amorosa el pecho del nieto, por entonces el único. También mi viejo tiene puestas bermudas, usa sandalias. Agus le sonríe a quien les saca la foto. Imagino que la que está detrás de la cámara puede ser mi hermana, pero tal vez es Mabel, la mujer de mi papá, una abuela para mis hijos.
Agus se convirtió en padre hace unos días y tiene entre sus objetos queridos una foto con su abuelo. Me emociona.
(Esta semana, después de demorarme unos tres o cuatro días en hacerlo, le respondí un mensaje de Instagram a un viejo compañero de trabajo de Mabel que vive en Estados Unidos hace décadas. Estaba preocupado porque hacía mucho tiempo que ni mi papá ni ella respondían su mensajes. Tuve que tomar coraje y contarle que habían muerto en 2022, que el Covid había arrasado con ellos con diferencia de tres meses. Me tomé esos días para responderle porque necesitaba valor para hacerlo. Primero pensé que era porque me daba tristeza darle tremenda respuesta a un señor tan cálido y amoroso. Después advertí que lo que me faltaba en realidad era valor para recordar una vez más lo que pasó con mi familia).
Perfect Days
En Instagram encontré un videíto de Wim Wenders en el que habla del tema clave de su maravillosa película Perfect Days, sobre la que escribí en extenso hace unos meses, cuando la vi y me enamoré para toda la vida.
“Durante la pandemia estuve constantemente prensando en como íbamos a vivir después”, dice en ese video el director alemán. “Todos creíamos que la vida iba a ser diferente, que habíamos aprendido como sociedades y que, de algún modo, íbamos a vivir de otro modo y a manejar diferente el tema de la abundancia. No imaginábamos que íbamos a ser más imprudentes que antes. Comprendí que había una posibilidad de decir algo sobre este tema y de hacer una película sobre alguien que no quería más posesiones ni creía en el enriquecimiento. El personaje compraría un único libro para leerlo hasta terminarlo y recién entonces compraría otro. No compraría cinco libros de golpe”.
(Me gusta cómo Hirayama, el personaje protagonizado por el actor japonés Koji Yakusho, toma cada noche un libro de un estante pequeño de su departamento mínimo y lee unas frases hasta que le llega el sueño en la colchoneta en la que duerme. Me gusta cómo introduce cada casette con su música favorita en el dispositivo de su auto cada vez que emprende un viaje o cómo busca con su Olympus analógica la luz entre los árboles cada mediodía, cuando descansa de su trabajo, que consiste en limpiar baños públicos en Tokio).
Por ciertas cosas que se ven en la película —la llegada de su sobrina, la aparición fugaz de su hermana con chofer— advertimos que Hirayama no vivió siempre así, de esa manera austera; la satisfacción obsesiva con la que realiza a diario su tarea y también las tareas de su casa y la sonrisa abierta con la que saluda al cielo todas las mañanas lo confirman.
Leo a Wenders en una entrevista en la que dice que “nuestras sociedades se caracterizan por la abundancia. Es una especie de enfermedad que se ha transmitido a nuestros genes, de modo que, a menudo, pretendemos tener más de lo que realmente necesitamos, ya sea cultural o materialmente. Como resultado, hoy en día es más difícil encontrar personas que conscientemente quieran prescindir de lo superfluo”.
En esa misma charla, menciona algo sobre un familiar suyo que hace tiempo practica el desprendimiento de lo que no es vital y señala que “ahora es una de las personas más felices porque ha perseguido constantemente el minimalismo y la reducción como filosofía de vida”.
También elogia el modo en que muchos de los más jóvenes apenas se conforman con lo que cabe en una valija pequeña, como la de mi amiga María Fernanda. “Es algo muy positivo”, asegura, “muestra un posible camino hacia un futuro en el que no todo el mundo aspire a poseer demasiado”.
Lo que piensa y dice Wenders me ilusiona. El país y el mundo en el que vivo me llevan a desconfiar profundamente de sus expectativas.
Lana y San Francisco
Mi hija está conmigo en Atenas, escucha acá, al lado mío, el tema Old Money de Lana del Rey y vuelvo a pensar que ese tema me recuerda a otro. Buceo en Google y, efectivamente, los acordes del comienzo homenajean al Tema de amor de Romeo y Julieta (1968) de Franco Zefirelli, compuesto por el gran Nino Rota.
Yo era chiquita cuando se estrenó esa película, la vi más tarde. La que sí vi en su momento, o poco tiempo después, fue Hermano Sol, hermana Luna (1972) en la que el cineasta italiano recrea la historia de San Francisco y Santa Clara de Asís, una historia poco familiar por mi origen judío pero que me impactó por la estética (hoy posiblemente la vería algo vulgar, pero entonces me resultaba pura emoción).
Fue tan fuerte esa película para mí con la figura de San Francisco de Asís, el chico rico que se deshace de sus bienes para acompañar a los pobres. Me resultó conmovedora. En ese tiempo, en todo el mundo muchos chicos ricos o sin necesidades económicas pensaban —algunos con violencia— en cómo diseñar un mundo que incluyera a los que menos tenían.
Escuchar la canción de Donovan es siempre una flecha en el tiempo hacia mi infancia y la ilusión. No creo que haya habido nadie de mi generación que no quedara subyugado por ese film. Resulta siempre alucinante ver cómo un joven rico se desentiende de su herencia (“se vuelve loco”) y se va con los que menos tienen.
Ya era una joven adulta cuando una tarde, mientras viajaba en el subte, alguien me dejó sobre la falda una suerte de estampita grande, cuadrada, con la imagen del santo con la coronilla rapada —se llama tonsura— y su famosa oración. En abierta contradicción con mi origen, llevé esa estampita conmigo por años en la cartera. Hasta que se perdió o se rompió, no recuerdo.
No soy religiosa, no soy católica, no creo en Dios ni venero a los santos. Soy hija de la Guerra Fría, de la universidad pública y de la democracia de Alfonsín. Los años me quitaron ilusión y me dieron cinismo a cambio, pero aún me emocionan los hombres y las mujeres que se entregan profundamente a los demás.
Seguro la conocés, pero ahora que volví a leer la oración de San Francisco me di cuenta de que hace mucho tiempo que nadie hace una convocatoria a la paz con esa convicción y ese vigor ni se vuelca a lo espiritual y a lo colectivo por encima de lo individual y lo material como en esa historia. Así que elijo reproducirla:
Señor, haz de mí un instrumento de paz.
Que allí donde haya odio, ponga yo amor;
donde haya ofensa, ponga yo perdón;
donde haya discordia, ponga yo unión;
donde haya error, ponga yo verdad;
donde haya duda, ponga yo fe;
donde haya desesperación, ponga yo esperanza;
donde haya tinieblas, ponga yo luz;
donde haya tristeza, ponga yo alegría.
¡Oh, Maestro!, que no busque yo tanto
ser consolado como consolar;
ser comprendido, como comprender;
ser amado, como amar.
Porque dando es como se recibe;
olvidando, como se encuentra;
perdonando, como se es perdonado;
muriendo, como se resucita a la vida eterna.
Lola y un peso que no cede
Lola (Maite Aguilar) está cursando la secundaria en los años 90. Tiene 16 años, va a una escuela privada, comienza a tener sus primeros contactos amorosos y su atención está puesta en un viaje de intercambio a Alemania al que desesperadamente quiere ir. Es un viaje que cuesta plata (a sus padres de clase media golpeada no les sobra) y debe varias materias previas que ponen en riesgo su sueño. Tiene, además, una hermana mayor, Juli (Miranda de la Serna), con problemas psiquiátricos severos. La plata familiar se va con ella y su salud mental. Gran parte de la atención de sus padres, también.
Vi Alemania la primera película de María Zanetti y me gustó muchísimo. El casting es un hallazgo, los diálogos son verosímiles y delicados y también es muy tierno el retrato familiar, con esos padres que hacen lo que pueden desde el amor y el respeto por la hija enferma, buscando no desatender los cuidados hacia Lola y el hijo más chiquito.
Me gusta la estética, el color, la música; el video de la fiesta me recuerda a Aftersun, la película autobiográfica de Charlotte Wells, también una infancia con límites económicos vivida en los 90 y, sobrevolando, la depresión, en ese caso de un padre.
No hay nada sobregirado en el tono elegido para narrar la historia de Alemania desde el punto de vista de la adolescente en una época sin celulares ni internet, cuando los más chicos todavía se entretenían entre ellos sin necesidad de pantallas a toda hora.
Lola quiere viajar, necesita crecer y salir de la tensión, del miedo a la oscuridad, del ahogo inquietante que le provoca su hermana mayor con su amor desenfrenado y sus violentos ataques de ira y autoflagelación. Lola necesita irse para sentirse ligera.
La película tiene raíz autobiográfica. En el final, hay una dedicatoria a Mariano Zanetti (1975-2019), el hermano de la directora cuya historia y padecimiento impulsaron la creación de la película.
Comienza con una escena hermosa en la que Lola, su madre (María Ucedo) y su abuela española están tiradas en una cama, viendo el final de Camila, el clásico de María Luisa Bemberg. Se las ve en silencio y unidas en la emoción que provoca ver la ejecución de los amantes ordenada por Rosas. La madre y la abuela ya vieron antes y más de una vez la película, posiblemente Lola la está viendo por primera vez.
En otra escena, Lola le pregunta a su abuela que vive sola (una emocionante Vicky Peña), cómo es estar internada. Es que la internación es la amenaza que pende sobre la inestabilidad emocional de Juli. Hay una familia entera volcada amorosamente a una hija que no puede más. Esa abuela parece tener la respuesta, tal vez porque ella misma conoce de qué se trata y cómo se siente vivir así.
“Cuando tu cabeza es un infierno, el amor no alcanza”, le responde la abuela a Lola. Es definitivamente triste saber que no siempre alcanza el amor.
Mientras miraba ese diálogo, recordé a la Perichona, la abuela francesa de Camila O’Gorman, examante de Liniers y, de alguna manera, la mancha social de la familia. En la película de Bemberg, pese al desdén familiar, Camila ama a su abuela, que es una especie de mal augurio para lo que será la conducta de la muchacha, que se enamora de un sacerdote, huye con él y termina frente a un pelotón de fusilamiento aún estando embarazada.
En el film de Bemberg, el personaje de la Perichona fue interpretado por Mona Maris, famosa actriz argentina de los primeros tiempos del cine y compañera de rodaje (¿y algo más?) de Carlos Gardel.
Soy fan de este cine argentino artesanal, pequeño pero enorme en su alcance emocional; soy muy fan de estas historias que tienen que ver con nuestra identidad y que, al mismo tiempo, logran capturar la atención de cualquier persona sensible en cualquier lugar del mundo.
A este cine le están pegando ahora, de este cine nos quieren despojar ahora. No defiendo ninguna gestión del INCAA, no soy experta, no soy especialista en la industria cinematográfica y soy demasiado grande para ignorar que en el Estado puede haber amiguismo, corrupción y discrecionalidad. Pero la solución no es romperlo todo.
Aspiro a un mejor Estado, no a su desaparición. Quiero una mejor educación pública, no su eliminación. Quiero un Estado que estimule las industrias culturales que nos dan identidad y generan trabajo, prestigio e ingresos.
El oxímoron está en el poder: en este momento están a cargo del Estado personas que lo odian, lo descalifican y creen que es ahí, en el Estado, donde se encuentra la raíz de los males que nos acechan.
No podría pensar más distinto.
Serrat y Machado
La primera vez que escuché la imagen “ligero de equipaje” —título de este envío— fue en la voz de Serrat cantando Retrato, su versión musical del poema de Antonio Machado, aquel que comienza con “Mi infancia son recuerdos de un patio de Sevilla”.
Un poema cuyos últimos versos dicen así:
“Y al cabo, nada os debo; me debéis cuanto he escrito.
A mi trabajo acudo, con mi dinero pago
el traje que me cubre y la mansión que habito,
el pan que me alimenta y el lecho en donde yago.
Y cuando llegue el día del último viaje,
y esté al partir la nave que nunca ha de tornar,
me encontraréis a bordo ligero de equipaje,
casi desnudo, como los hijos de la mar”.
Me quedan pocos días acá, en Grecia. Me quedan pocos días con amores a los que voy a volver a ver quién sabe cuándo. Así vivimos los padres que tenemos hijos y nietos afuera, con el cordón de la distancia de rescate que acuñó Samanta Schweblin más virtual que nunca. Mirando el celular en la madrugada por si mi hijo mandó algún mensaje en su mañana activa, para no perder su entusiasmo, ese impulso que lo llevó a escribirnos.
A partir de ahora, la búsqueda diaria será la de una nueva foto o un nuevo video de Miriam, mi nieta, la que pude conocer enseguida, la que no crecerá cerca de mí. La que de ahora en más me verá en persona pocas veces pero muy intensas. La que posiblemente me hablará por primera vez por videollamada. La que sabrá que, aún a la distancia, la amo como a nadie.
Me queda contarte mi ascenso a la Acrópolis, la emoción del Partenón y el cielo más azul que vi en mi vida en compañía de mi hija, mi guía. (Desde ayer, en cambio, el cielo es naranja a causa de la llegada de polvo del Sahara). También te debo mi viaje de un día en ferry a Hydra, la isla griega en la que en los 60 vivió Leonard Cohen y el viaje en micro a Delfos, ya sin oráculo. Será en otra ocasión, tal vez pronto. Tal vez, no.
La semana próxima, cuando te escriba, ya voy a estar en tránsito hacia Buenos Aires. Sé que voy a estar pensando en cómo suprimir lo material que parece indispensable pero no lo es. No me convertí en Marie Kondo, nada más lejos de mí que ese eficientismo en el orden. Lo que me entusiasma es la idea de desprenderme sin culpa, de vivir sin fantasmas que presionan desde un pasado que no va a volver.
Las imágenes de este envío son de las personas y las películas mencionadas y de una obra del artista Mohamed Hafez. Los newsletters de Irene Caselli y Nacho Pereyra son The First 1.000 Days y Recalculando.
Muchas gracias por tantos correos amorosos, inteligentes y sensibles. Voy respondiendo de a poco y también me voy liberando. Te recuerdo mi mail: es hpomeraniec@infobae.com.
Te deseo una muy buena semana y desde acá celebro que tanta gente haya llenado las calles con comportamiento ejemplar en contra del recorte de fondos y para resguardar la universidad pública, una de las mejores cosas que tenemos los argentinos.
Hasta la próxima.
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