Mi amigo Rojo, Por Daniel Divinsky
Hay libros que, como los vinos (y las personas) que envejecen bien y otros a los que les sucede lo contrario. La primera categoría está integrada por aquellos que pueden leerse con placer y provecho mucho tiempo después de haber sido escritos o publicados (entre los que se cuentan, obviamente, los clásicos). Y hay otros libros que no envejecen nunca, o se resignifican o revitalizan con el tiempo.
Cuando acometí en esta oportunidad la relectura de Mi amigo el Che, con vistas a escribir estas líneas, temí que los años hubieran sido implacables con esta obra que devoré en el momento de su aparición, hace nada menos que cincuenta y cinco años.
Además, fui testigo cercano de la gestación del proyecto, una idea brillante y audaz del editor Jorge Álvarez, que sumaba talento y audacia a su falta de escrúpulos para crear productos innovadores y oportunos.
Cuando mataron al Che, Álvarez alquiló un departamento en el que virtualmente encerró a Ricardo Rojo, quien aportó la historia en primera persona, junto al gran Rogelio García Lupo, que proveyó la experticia escritural. En poco tiempo elaboraron este testimonio de primera mano sobre el revolucionario argentino.
No fue esa la única apuesta de riesgo que hizo Álvarez en esa época. En algunas otras, fracasó. Contrató a David Viñas para que se instalara, todos los gastos pagos, por unos meses en un hotel de Junín para escribir una biografía de Evita en sus primeros años.
Cuando Viñas regresó a Buenos Aires, agotada toda la dotación de capital, no había escrito absolutamente nada y declaró que nunca lo haría.
El relato de Rojo-García Lupo conserva la frescura de la inmediatez con la que fue escrito y la potencia de la autenticidad de las vivencias de Rojo junto a Ernesto Guevara a través de los años, desde su época de médico, interesado en la Arqueología e incansable excursionista por Latinoamérica hasta que devino en el gran líder que fue.
Hay biografías más integrales del Che (las de Jon Lee Anderson, Che Guevara: una vida revolucionaria y Paco Ignacio Taibo II, Ernesto Guevara, también conocido como El Che, entre varios otros) pero lo que distingue a este libro es que no se trata de una hagiografía ni de un panfleto a favor del protagonista, sino de un racconto minucioso (y a veces muy revelador), de la trayectoria de un hombre. Parte desde sus orígenes como estudiante comprometido políticamente hasta su conversión, primero en líder de una revolución, luego en funcionario a cargo de la economía de un país (hasta ese momento totalmente dependiente de los Estados Unidos y de la exportación de azúcar) y, finalmente, en combatiente por la libertad de otros pueblos del continente, con métodos temerarios, que se revelaron equivocados, algo que es fácil afirmar “con el diario del lunes”.
Un valor extra de este libro es que constituye un ayudamemoria minucioso y preciso de la historia latinoamericana del periodo que abarca. Como persona interesada en un tema de cuyo desarrollo fui contemporáneo, me sirvió para recordar asuntos olvidados y para esclarecer puntos que desconocía. Más en la lectura actual que en la del momento de su primera publicación.
Otro de los méritos de Mi amigo el Che, es que, tal vez por lo prematuro de su escritura, logra no trazar la semblanza del protagonista como un superhéroe o santo, invulnerable e infalible. Aparecen claramente sus errores, sus vacilaciones, su valiente testarudez en algunos aspectos.
Lo más cerca que estuve del Che fue por interpósita persona. Traté mucho a María Rosa Oliver, esa especie de “Victoria Ocampo de la izquierda” que transitó casi todo el mundo en su silla de ruedas (había tenido polio en su infancia) acarreada por la fiel Pepa (quien después de la entrevista con Mao Tsé Tung salió comentando “Ese chino no me gusta nada”), cuyas memorias (Mundo, mi casa) tuve el honor de publicar. Es la única mujer que aparece mencionada en el Diario de Guevara y me contó, en diversos encuentros, aspectos de esa relación. Y mucho antes, todavía estudiante de Derecho, estuve entre los organizadores de una fallida charla de Celia de la Serna de Guevara, madre de Ernesto, en la Facultad y debió ser suspendida por el ataque a tiros, (felizmente sin víctimas) de los fascistas del Sindicato Universitario de Derecho, una agrupación estudiantil de extrema derecha.
Cultivé la amistad de Ricardo Rojo (de ahí el tramposo título de estas líneas) mucho después de la aparición del libro: ambos éramos asistentes regulares a unos almuerzos que hacíamos los días martes, donde se reunían periodistas de la talla de García Lupo, Sergio Villarruel, Norberto Vilar, Santiago Senén González, Adolfo Coronatto, Jacobo Timerman en algunas oportunidades después de la última dictadura y varios colados fines, entre los que me contaba. Su presencia introducía siempre un toque de escepticismo: ante cada juicio crítico duro acerca del gobierno de turno, Ricardo espetaba: “Pero ellos están allí y nosotros aquí”, puntualizando que el furor de los comentarios no afectaba en lo más mínimo a quienes mandaban.
¿Qué puede aportar la lectura de este libro a quienes lo aborden ahora, sin haber vivido la época en la que transcurre lo que se cuenta? Básicamente, informará sobre “hechos reales” y otorgará dimensión humana a un personaje luego convertido en remera o ícono. Cabe recordar una divertida canción del enorme cantautor (o “cansautor” como se autodenigra con gracia) Kevin Johansen en la que crea los personajes del Che Donald y Mac Guevara, uno de ellos declarado “empleado del mes”, como acostumbran en la famosa hamburguesería.
[Fotos: Marea Editorial]