El peso de un corazón es proporcional: 0,45% de lo que pesa un hombre y 0,40% de lo que pesa una mujer. En un adulto común, corriente, normativo, se aproxima a 300 gramos. ¿Y el corazón de un poeta? A Lord Byron le interesaba, sobre todo, la regularidad de su galope, la intensidad del pulso, su musicalidad. “¡Calma, corazón, ten calma! / ¿A qué lates, si no abates / ya ni alegras a otra alma? / ¿A qué lates?”, escribió. La pregunta es a qué velocidad cabalga el corazón de un poeta, de un aristócrata, que creció sin padre y un rengueo permanente, que debutó sexualmente a los nueve, que tuvo una verdadera infinidad de amantes, mujeres, varones, un galante radical, extravagante, que vio nacer hijos, que perdió alguno, que escondió otro, que enterró amigos, que aceleraba cada vez que estaba a punto de caer.
La idea de que George Gordon Byron, sexto barón de Byron y punto titilante en un árbol genealógico lleno de celebridad, escribía envuelto en una inspiración confortable, delicada, sagaz y perfecta es completamente falsa. Su estadía en el páramo de la escritura —desde su inicial Horas ociosas, pasando por las exitosas Peregrinaciones de Childe Harold, o Manfredo, Caín y Cielo y tierra, hasta su última obra, aunque incompleta por su muerte, Don Juan— se producía en “una especie de ataque”. “Si no escribo entonces para vaciar mi mente, me vuelvo loco. Para mí es una tortura de la que debo librarme, pero nunca un placer. Al contrario, pienso que escribir es muy doloroso”, le confesó en una carta a un amigo. Escribía, sobre todo, para calibrar la rauda cabalgata de su corazón.
En Génova, Italia, hacia 1823, admirando el crepúsculo sobre el mar de Liguria, había encontrado algo parecido a la felicidad. Al menos eso creía. Tenía 35 años, una amante de 22 que, como él, pertenecía a la aristocracia —la condesa Teresa Guiccioli, que había dejado a su marido para mudarse con él— y una imaginación literaria que estaba acariciando la cumbre. Como un Batman de la época georgiana, llegó la señal, el pasaje a la acción, la hora de la espada. Seguía con atención lo que ocurría ahí cerca, en Grecia, la lucha por la independencia. Una carta, algunos comentarios de amigos y la decisión de ir a la guerra. Más por aventura que por convicción, Lord Byron consiguió un barco que tenía, casualmente, su misma edad: se llamaba Hércules. Zarpó en julio, pleno verano; quería la gloria.
Uno puede imaginar, desde acá, dos siglos en el futuro, el bamboleo de la sangre. “No fue el poeta objetivo capaz de darnos el poema cíclico de nuestra edad, sino el poeta subjetivo que nos ha dado pedazos de su corazón palpitantes y sangrientos”, escribió Emilio Castelar —historiador y escritor español, presidente de la Primera República— en 1873 en un libro titulado Vida de Lord Byron. No es casualidad que en esa biografía de 125 páginas nombre la palabra corazón 112 veces. Dice, además, que “la vida de Byron termina por el corazón”, “que lo llevaba en la cabeza, y que allí era el péndulo, y la aguja, y la máquina que movía, que señalaba, que sonaba todas las ideas”. También: “Ha exprimido su corazón como una esponja sobre nuestra frente, y nos ha bautizado a todos con su sangre”.
Desde el siglo XV que Grecia estaba bajo el dominio del Imperio Otomano. La hegemonía era constante, y las insurrecciones, rápidamente reprimidas. Pero hacia el siglo XIX los vientos de la historia cambiaron. Un fervor revolucionario recorría Europa, lo que hizo que en 1814 se creara una sociedad secreta llamada Filikí Etería que tenía por objetivo liberar definitivamente a Grecia. El proceso fue lento, sinuoso, titubeante, hasta que en septiembre de 1821 estalló la guerra. A los griegos los lideraba un caudillo serio, osco, bigotudo y analfabeto llamado Theódoros Kolokotrónis. Conmovido por las historias que le habían contado, Lord Byron navegó hasta la isla de Cefalonia, primero, y a Missolonghi, después. El 5 de enero de 1824 pisó la costa definitiva y se unió a la milicia de Alexandros Mavrokordatos.
La Grecia insurrecta no era tan prístina como esperaba. Mientras estuvo ahí, un grupo de souliotes lo hostigó diariamente. Le pedían dinero, alegaban una deuda con el gobierno. “Pueden irse al diablo”, escribió en su diario. Además, su compañero, su cuñado, Pietro Gamba, un hombre que era “cualquier cosa menos afortunado”, hacía que “las cosas salieran mal”. Así lo supo: detrás de toda guerra hay plata e incompetencia. Pero insistió: vendió una estancia que tenía en Inglaterra y recaudó una buena suma para la causa. Se le sumó mucha gente; formó la Brigada Byron. Las diferentes facciones de la resistencia griega se le acercaron. Intentó unirlas, generar una sola; más no pudo. En una vieja carta de 1814 Byron escribió: “De nuevo mi corazón empieza a devorarse a sí mismo”. Volvía a pasar.
Cuando llegó la hora de la verdad, planeó un ataque a la fortaleza de Lepanto desde la desembocadura del golfo de Corinto. Lo hizo junto a Mavrokordatos, que era un occidentalista como él, un políglota, un intelectual, pero un rebelde al fin. No tenía experiencia militar, no había formado parte de un ejército de esa magnitud, pero en sus venas corría la revolución. Justo antes de iniciar la expedición, de que la tropa zarpara a la batalla: malestar, dolores, descompensación, enfermedad. El 15 de febrero de 1824 el poeta revolucionario yace débil en una camilla. Apenas se recupera, vuelve a decaer. Los doctores le practican la sangría: un tratamiento de extracción de sangre, común en ese entonces. Pero su salud empeora, todo lo debilita. El 10 de abril sufre un ataque epiléptico.
Los médicos insisten con la sangría; él se opone. “¡Asesinos! ¡Basta! ¿Qué hacen?” La fiebre sube, el malestar se agudiza, la voz se entrecorta. “¡Asesinos!” En total, le extraen dos litros de sangre, delira, la batalla por la libertad se produce sólo en sus sueños. Entonces, el final: Lord Byron muere en Missolonghi el 19 de abril de 1824, envuelto en sábanas, transpirado y afiebrado, escribiendo en su mente versos indecibles, rabiosos, que ansían la revolución que él no logra, pero sí los griegos, un prudente tiempo después, en 1829, con la Primera República Helénica. Su cuerpo embalsamado fue enviado a Inglaterra, pero no todo, no completo: según varias fuentes, extirparon un fragmento, una parte —aproximadamente, 300 gramos— para que quede en Grecia: su corazón.
(Imágenes: Wikipedia)