Michi Strausfeld (1945) es una de las principales embajadoras de la literatura hispanoamericana en lengua alemana y una de las expertas más reconocidas del mundo en su campo. Estudió Filología inglesa y románica para luego doctorarse en Literatura latinoamericana, centrándose particularmente en la nueva novela latinoamericana encarnada en la obra de Gabriel García Márquez. Como editora, en los años 70 hizo publicar en su país a autores prácticamente desconocidos allí como Julio Cortázar, Juan Carlos Onetti, Guillermo Cabrera Infante, Juan Rulfo y Mario Vargas Llosa.
En 2021 publicó Mariposas amarillas y los señores dictadores, un libro que desde el título -las mariposas amarillas aluden a la obra de García Márquez- vincula la gran creación literaria latinoamericana con la política de la región. Infobae Cultura publica el capítulo La soledad de la fama: con Gabriel García Márquez en Barcelona.
Mariposas amarillas y los señores dictadores ya se consigue en español como libro electrónico y, en papel, en España y México. En la Argentina se publicará el 1° de mayo. La autora estará en Buenos Aires para la Feria del Libro.
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Barcelona, 1970. Gabriel García Márquez llevaba dos años viviendo en la ciudad, en Carrer dels Caponata, 6, en el barrio de Sarrià. Por mediación de amigos tuvimos un primer encuentro en el restaurante de pescado Amaya en las Ramblas, cerca del puerto —un local favorito del autor—. Yo tenía la peregrina idea de escribir mi tesis doctoral sobre Cien años de soledad, la novela que había aparecido en 1967 y que entretanto había cautivado ya a millones de lectores en toda América Latina. Gabo no sentía la menor estima por los trabajos académicos, muy al contrario, en repetidas ocasiones declaró que el mundo de las universidades y las academias lo aburría. Pero yo fui la primera persona que le expuso ese propósito y, por un lado, aquello pareció halagarle, aunque, por otro, debió de pensar que nunca iba a salir nada de todo aquello.
¿Qué hace una cuando de repente está sentada frente a su ídolo? Durante la comida apenas me atreví a decir alguna frase, Gabo charlaba con los demás, se mostraba reservado y sólo se animaba cuando la conversación abordaba temas políticos: le fascinaba el lento final de la dictadura franquista. Seguramente reunía impresiones para El otoño del patriarca, su nueva novela. Antes de que nos separásemos me hizo un par de preguntas, ya en la calle, y me animó a llamarle cuando regresara de Colombia. Yo quería investigar allí para aprender cuanto fuera posible sobre el país y su historia, conocer diferentes escenarios de su vida y las novelas, la localidad natal de Aracataca, Barranquilla, Cartagena de Indias y el río Magdalena, y ver también las plantaciones de plátano, ya que el Caribe para mí era terra incognita.
Dos años después regresé a Barcelona. Entretanto había leído un par de metros de estanterías con literatura de toda Latinoamérica y había realizado extensas investigaciones y viajes. Sobre todo había estudiado la historia de Colombia de los últimos “cien años”, que en los libros alemanes de historia no existía ni siquiera como una nota a pie de página. América Latina: el continente desconocido. Buscando minuciosamente “realidad”, descubrí que el cacareado “realismo mágico” en la novela se basaba en crudos hechos que sencillamente eran desconocidos entre nosotros. Entendí con gran sorpresa que la obra contiene la historia entera del país, y de forma indirecta la del continente: desde su Descubrimiento y Conquista, pasando por la época colonial, la fundación de la República y el comienzo del imperialismo (las plantaciones de plátano de la United Fruit Company), hasta la actualidad.
Cuando volví a ver a García Márquez, le informé con orgullo de mis hallazgos, pero no me atreví a hacerle preguntas sobre la novela (y eso que tenía unas cuantas), porque era tabú. Él, por su parte, parecía haberse propuesto mejorar mis conocimientos aún limitados sobre la situación del continente y la política de Estados Unidos de tratar a América Latina como su patio trasero. Pero a su magnífica intuición (con la que me asombró a menudo, pues era como si pudiera leerme el pensamiento) no le hacían falta preguntas explícitas. Parecía saber lo que necesitaba para mi trabajo, y hoy creo que sus pormenorizadas indicaciones políticas fueron su personal manera de ayudarme con la tesis: yo simplemente debía entender que la nueva literatura de América Latina, y muy en particular las novelas, no sólo procuraba a los lectores un extraordinario gozo estético, sino que también transmitía un conocimiento necesario que ningún libro de historia podía brindarles. Hasta qué punto le parecía importante este aspecto queda claro en la entrevista en Paris Review, donde dice: “Siempre me ha divertido que el mayor elogio que recibo por mi obra se refiera a la fantasía. En realidad no hay una sola línea en toda mi obra que no esté basada en la realidad. El problema es justamente que la realidad caribeña responde a la fantasía más descabellada”.
Durante los siguientes dos años nos vimos con más frecuencia. En Chile había sido elegido presidente Salvador Allende: de inmediato la CIA pasó a financiar de forma sistemática a todos los opositores a su Gobierno socialista y Henry Kissinger impulsó con determinación el derrocamiento del presidente legalmente electo —algo que entonces apenas sabía nadie y que de manera oficial se desmentía, pero que García Márquez me explicó en detalle—. Al final se produjo el golpe de Estado de Pinochet. Fueron tiempos tempestuosos que radicalizaron a la juventud de América Latina. Ya no gritaban “El pueblo unido jamás será vencido”, sino “El pueblo armado, jamás será aplastado”. Gabo fue cofundador del Tribunal Russell II, que en 1974, 1975 y 1976 se reunió en Roma y se ocupó de Brasil y, sobre todo, de Chile.
A Barcelona llegaron muchos exiliados que hablaban de persecuciones, de torturas y de muertos. Visitaban a Gabo y le facilitaban informaciones precisas. Él, por su parte, recalcaba la necesidad de examinar minuciosamente todas las noticias y de investigar con el máximo cuidado, pues sólo eso garantizaba una versión justa de los hechos y cumplía con el requisito indispensable para hacer denuncias eficaces y tomar decisiones políticas. Reclamaba combatir el control hegemónico de las agencias de prensa por parte de Estados Unidos y potenciar el periodismo en general, que tiene una extraordinaria relevancia y una gran responsabilidad y, además, es el “oficio más bello del mundo”.
Entretanto se intensificaban los disturbios políticos en Argentina y Uruguay, se producían atentados de montoneros y tupamaros, y los militares combatían cada vez más implacablemente a los rebeldes. Todo ello era, sin duda, más importante que cualquier charla sobre el progreso de mi tesis y la difícil búsqueda de un catedrático en Alemania que estuviese dispuesto a aceptar un trabajo así, ya que los estudios latinoamericanos eran todavía una rareza en el ámbito de la Filología románica de entonces. Tras algunos infructuosos intentos de doctorarme en Barcelona, que se malograron en una abstrusa guerra de papel, el colombiano Rafael Gutiérrez Girardot, catedrático en Bonn, se mostró finalmente dispuesto a dirigir mi tesis, aunque no entendía por qué yo estaba tan empeñada en dedicarla a García Márquez: la fama del autor aún no había llegado hasta Alemania y él consideraba mucho más importantes a Jorge Luis Borges o a Eduardo Mallea que a su compatriota de estilo pastelero. La oficina de títulos exigía tres semestres de cursos como requisito para un doctorado, así que tuve que matricularme en Bonn, aunque no pude asistir a una sola clase o seminario, ya que a fin de cuentas vivía con mi hija en Barcelona. Mi tesis estaba prácticamente terminada, pero aún me faltaba culminar su recorrido a través de las instancias universitarias.
Mi recompensa por todo este embrollo burocrático eran los encuentros con García Márquez, cada uno de ellos todo un acontecimiento. El escritor me hablaba de su amor por la música (en esa época escuchaba mucho a Béla Bartók, Bach y Mozart, algo que se deja notar en el estilo de El otoño del patriarca) o de la belleza del “vallenato”, esa popular música colombiana en la que se cantan historias enteras que van difundiéndose de pueblo en pueblo. Y una y otra vez me hablaba de su admiración por Juan Rulfo, de cuyo Pedro Páramo se sabía páginas enteras de memoria. Esta novela había sido la experiencia decisiva para su propia escritura, como repetiría en numerosas entrevistas. Mencionaba también la influencia de William Faulkner, por lo que de inmediato me puse a leer sus obras completas. Por lo general aludía sólo de manera indirecta a las pistas relevantes para mí, ya que su negativa a hablar de literatura, de autores amigos o simplemente de su propio trabajo se mantenía firme. Así que nada de preguntas directas.
A veces conversábamos sobre Alemania. Yo me quejaba siempre de lo difícil que era despertar interés hacia la literatura latinoamericana. Gabo habría podido ser de gran ayuda: ¿por qué se negaba a aceptar todas las invitaciones? Me contó cómo había participado en un seminario del Instituto de Relaciones Internacionales organizado en 1970 por Günter W. Lorenz. Había sido un desastre, cada uno de los autores (que ya eran famosos por entonces) tuvo que presentarse, así que él simplemente puso sus libros sobre la mesa y ya no dijo nada más. Después de eso se había jurado no volver a acudir nunca como autor a Alemania. Y por desgracia se atuvo a ello hasta el final.
De todos modos rechazaba las presentaciones si tenían que ver con la literatura —salvo en muy contadas excepciones, como una temprana charla con Mario Vargas Llosa en 1967 en la Universidad de Lima, que fue grabada y posteriormente publicada—. Y cuanto más crecía su fama, tanto más categórica se volvía su negativa a participar en el mundillo literario. Sin embargo, lo que se mantuvo siempre inalterable fue su enorme compromiso político: combatió con toda su elocuencia a las dictaduras del Cono Sur, se batió incansable por Cuba y después por Nicaragua, se reunía con políticos y tiraba de muchos hilos desde la trastienda. Gracias a su ayuda fueron liberados varios disidentes cubanos. Se implicó con ahínco en un proceso de paz en Colombia, habló con guerrilleros enfrentados entre sí y con representantes del Gobierno. Como periodista tomaba partido abiertamente y fundó con su amigo Enrique Santos Calderón una revista, Alternativa, en la que desde 1974 hasta 1980 publicó de forma regular su columna ‘Macondo’. La selección de sus últimos trabajos periodísticos publicados en la revista Cambio, que editó en 2014 Juan Esteban Constaín, vuelve a ilustrar las múltiples facetas de su personalidad y el compromiso con el que condenaba la violencia en Colombia y acompañaba críticamente la evolución del país.
Cuando un día pude anunciarle que había presentado ya mi tesis doctoral, comentó riéndose: “Espero que te hayas dado cuenta de la E invertida en el título, en la palabra ‘soledad’”. Como yo había trabajado con la primera edición, que muestra un barco varado en la selva, tuve que decirle que no. Sólo la segunda edición, con la portada del artista mexicano Vicente Rojo, muestra en la tipografía de la cubierta la E invertida. Pero por suerte sí había captado la importancia de la soledad en toda la obra, incluso sin ayuda de la cubierta.
La soledad de los personajes, y muy en particular la soledad del poder, la expresa una de las imágenes seguramente más poderosas de la novela: el coronel Aureliano Buendía se sienta solo en un círculo de tiza al que nadie puede acceder, ni siquiera su madre. Se hiela, usa una manta, y eso bajo el calor del trópico. Pero el poder es frío, endurece a las personas y las aísla, y resulta insalvable. En su discurso de aceptación del Premio Nobel, García Márquez volvió sobre el tema y habló de la soledad de América Latina —era su tema recurrente—. ¿Estaba condenado el continente a otros cien años de soledad?
En 1975 apareció la novela El otoño del patriarca —y yo acababa de doctorarme—. Finalizó el tiempo de Gabo en Barcelona, la familia se volvía a México. Me regaló un primer ejemplar con las palabras: “Ahora que has terminado, puedes ocuparte de esta novela, que es más importante, más difícil y más bella que Cien años de soledad”.
Pero entretanto yo había cambiado mi idea de obtener un puesto académico por el fascinante trabajo editorial, lo que también le gustó más a Gabo. Claro que desde entonces, al igual que millones de lectores, esperaba impaciente a cada nuevo libro suyo.
Luego ya sólo nos vimos esporádicamente, por ejemplo, en 1981 en México, donde Octavio Paz había organizado un congreso al que también estaba invitado Günter Grass. Ambos autores me habían hablado de su admiración recíproca y querían conocerse, así que les organicé un encuentro en el hotel Camino Real. Una vez que estuvieron sentados frente a frente —se entendían en inglés, que ambos hablaban a disgusto—, mostraron una sorprendente timidez, pero se notaba que se apreciaban y admiraban. Y, sin embargo, Gabo no quiso aceptar una invitación a Alemania para el año siguiente.
Definitivamente convertido en una estrella, a veces visitaba durante un rato la Feria del Libro de Guadalajara, si Tomás Eloy Martínez, Carlos Fuentes u otros amigos lograban convencerlo. Allí solía mostrarse inaccesible y rigurosamente protegido. Una vez lo encontré por casualidad en la cercana Tlaqueepaque, donde enseñaba a unos amigos las atracciones turísticas de la ciudad colonial. Allí me dijo que se aislaba cada vez más, porque cada vez soportaba menos la creciente atención dedicada a su persona. Seguía siendo un amigo fiable de los viejos compañeros, con los que se reía mucho y cultivaba el entrañable hábito de “mamar gallo” (reírse con imaginación de todo y de todos). Circulan a ese respecto anécdotas gloriosas. En cierto modo me incluyó también entre las personas de confianza, pues me dio su teléfono y me dijo que su secretaria organizaría un encuentro en Ciudad de México. Le había enviado hacía tiempo mi tesis doctoral, pero por supuesto no mereció ningún comentario por parte de él: en primer lugar porque estaba escrita en alemán y en segundo lugar porque hacía mucho que innumerables investigadores de diferentes países se ocupaban de su obra sin que ello aumentara ni lo más mínimo sus simpatías hacia los estudios académicos. Le interesaba más cómo iba mi trabajo en la editorial, a qué autores podía publicar, si seguía interesándome por la política y, por tanto, no había olvidado sus “clases particulares”.
Después ya sólo recibí noticias suyas a través de amigos comunes. En sus raras apariciones públicas, como a mediados de los años ochenta en Madrid con Felipe González —ya sólo se sentaba en un estrado con políticos—, el blindaje se había vuelto total, el círculo de tiza a su alrededor era impenetrable. El escritor mundialmente famoso estaba prisionero en la soledad de la fama.
El “mago de la palabra” falleció el 17 de abril de 2014, un Jueves Santo, en su casa de México. La conmoción fue general en todas partes; todos los medios informaron sobre él, entrevistaron a sus amigos, analizaron la relación entre la literatura y el poder en su vida y obra. Gabo, que escribía para que sus amigos le quisieran, era admirado y venerado en todo el mundo. En su patria se decretó luto nacional, los presidentes de Colombia y de México asistieron codo con codo a las exequias en el Palacio de Bellas Artes en Ciudad de México, y más tarde tuvo lugar también un homenaje nacional en la catedral de Bogotá. La guerrilla de las FARC prometió solemnemente proseguir las negociaciones de paz con el Gobierno ateniéndose al deseo de Gabo, políticos y literatos nacionales e internacionales le rindieron sus respetos.
Su compromiso político por un periodismo de calidad lo prosigue la Fundación Gabriel García Márquez para el Nuevo Periodismo Iberoamericano (FNPI) que creó en 1994 en Cartagena de Indias. Allí se forman todos los años jóvenes periodistas, aprenden en seminarios la importancia de la investigación rigurosa y de la responsabilidad moral para su oficio, comprenden la relevancia que han adquirido las historias verdaderas, ahora llamadas “crónicas”, en el contexto de los nuevos medios. Él mismo impartió algunos cursos. Después de su muerte se convocó un premio anual que otorga la fundación, y muchos de los “nuevos cronistas de Indias” formados en Cartagena se cuentan entre los mejores y más fascinantes escritores de sus países.
Haberlo conocido, haber recibido de él enseñanzas fundamentales sobre la política latinoamericana, haber podido ser amiga suya: todo ello fue un privilegio por el que estoy más que agradecida. Gabo fue decisivo en mi comprensión del continente y en mi trayectoria.