Alan Moore es un hombre extraño. Y no solo porque en 1993, cuando cumplió 40 años, se declaró poseedor del don de alterar la realidad con la fuerza de las palabras, lo cual lo convertiría, al menos entre aquellos dispuestos a creerle, en un auténtico “mago”. La extrañeza de Moore se define por otra cosa. Se trata de algo que es menos evidente que la barba colosal, más particular que sus anillos y más consistente que el reciente bastón de madera con una sugestiva cabeza de serpiente.
Cumplidos ya los 70, el célebre guionista de cómics y escritor todavía vive parcialmente recluido en su Northampton natal, en el centro geográfico de Inglaterra. Y desde ahí reniega aún de lo que la industria editorial y cinematográfica de los superhéroes, interesada siempre en maximizar ganancias antes que en explorar nuevos horizontes creativos, ha hecho con el reconocido y multipremiado fruto de su trabajo.
En consecuencia, más allá de éxitos como Watchmen, V de Vendetta, From Hell, La cosa del pantano, La broma asesina o La Liga de Caballeros Extraordinarios, auténticos hitos del cómic contemporáneo que se leen, se traducen, se reeditan, se admiran, se coleccionan y también se adaptan a películas y series hasta el día de hoy, lo que hace verdaderamente extraño a Moore es una insólita y duradera revuelta moral, estética y política. ¿Contra qué? Contra un sistema que transformó en un mercado aburrido y complaciente al mismo arte del cómic que nació entre las imágenes y las palabras para “hacer gala de un sano escepticismo con respecto a gobernantes, dioses e instituciones”, escribe Moore.
Cuadernos de humo sagrado (o tres ensayos bestiales), el libro que reúne sus ideas sobre el origen y la crisis imaginativa del cómic, la inestable historia de la ciencia ficción o los devenires de la pornografía, es otra prueba de que Moore, aunque en 2022 aseguró haberse retirado “por hartazgo” de sus labores como guionista, tiene bastante que decir. Y a pesar de que se trata de un hombre que desprecia las malogradas adaptaciones al cine y la televisión de sus historias y que execra a los ejecutivos que lo han rapiñado, en estas páginas retrata su obsesión por transformar “el medio del cómic” en algo donde valga la pena “volcar tu corazón, tu mente y a ti mismo en tantas pequeñas viñetas como sea necesario para realizar tus declaraciones”.
La peligrosa mafia complaciente de Superman y Batman
“Buster Brown en las barricadas”, el ensayo inaugural acerca del origen, la evolución y la actual decadencia del cómic, tiene como premisa un detalle de vital importancia para el encono personal de Alan Moore contra la industria editorial: según la historia, fue durante la vigencia de la Ley Seca en los Estados Unidos (ley que prohibió la producción y la venta de alcohol entre 1920 y 1933 en ese país) cuando las mafias que ganaban millones traficando bebidas alcohólicas desde Canadá descubrieron que podían esconder sus cargamentos entre cajas de revistas para el gran público. Por esa razón, la mafia comenzó a invertir en la impresión acelerada de lo que se llamarían “revistas pulp”, unas publicaciones cuyo papel barato y de baja calidad se convertiría en el sello distintivo de un floreciente mercado editorial en el que pronto proliferaron tanto los primeros cómics como las historias de ciencia ficción escritas por autores extraordinarios como H. P. Lovecraft.
Así, lo que empezó como una coartada para engañar a las autoridades aduaneras en la frontera entre los Estados Unidos y Canadá terminó, de la mano de quienes habían sido antes traficantes de alcohol al servicio de la mafia, como el editor Harry Donenfeld, en el origen de sellos editoriales como Detective Comics (conocido como D.C.), la empresa hoy subsidiaria de la multinacional Warner Bros. Discovery y propietaria de superhéroes como Superman, Batman, Flash o la Mujer Maravilla. Por supuesto, insiste Moore, la semilla mafiosa enclavada en la industria del cómic arrastraría consigo varias costumbres. Entre ellas, la de quedarse a veces por la fuerza (pero ya no de matones, sino de tropas de abogados) con el dinero de otros.
Los primeros en sufrir esta codicia en ocasiones insalubre fueron Jerry Siegel y Joe Shuster, dos adolescentes que en 1938, poco antes de ser reclutados para la Segunda Guerra Mundial, crearon nada menos que al más poderoso de los superhéroes del siglo XX: Superman. A pesar de haber definido el concepto general que daría forma al cómic moderno, los viejos hábitos mafiosos de la incipiente industria de los superhéroes despojaron a Siegel y Shuster de sus derechos. Al desconocer a los padres de Superman e impedir que gozaran de sus ganancias, el “medio del cómic” inauguraría una tradición, aún vigente, de agotadoras batallas legales contra sus propios dibujantes y guionistas por cuestiones como la propiedad intelectual o las regalías de sus personajes. Un asunto que, con idas y vueltas, Moore conocería en persona medio siglo más tarde tras el éxito de Watchmen (1986-1987), también publicado por D.C.
La rapiña de los ejecutivos, sin embargo, es solo una parte colorida de otro problema: a los fines de adaptar sus productos a los estándares comerciales, los superhéroes originarios (con reglas, valores y éticas a veces muy distintas a los del buen ciudadano) perdieron en poco tiempo cualquier vestigio de insolencia, rebeldía o cuestionamiento al poder y transmutaron “en unos bastiones de autoridad, cuidadosamente extirpados de cualquier actitud espinosa o inconformista”. ¿Las consecuencias de este paso en falso? Por un lado, la infantilización plena y premeditada del lector, al que los superhéroes solo le repiten que la sociedad marcha siempre como debería hacerlo, y por otro, la insípida aridez de relatos atrapados una y otra vez en la aburrida monotonía de la corrección política, lo cual afecta hoy al alicaído cine de superhéroes de Marvel Studios.
¿Qué es la ciencia ficción cuando todo se parece a la ciencia ficción?
Entre los últimos trabajos como guionista de Alan Moore, uno de los más significativos fue la saga Providence (2015-2017), en la que explora con una brújula personal el universo de símbolos, monstruos y traumas en la literatura de Lovecraft, autor al que ya había sobrevolado unos años antes en Neonomicon (2010). Creador del subgénero de la ciencia ficción llamado “horror cósmico”, las ideas sobre Lovecraft probablemente fueron el elemento germinal de El Cadillac de Frankenstein, el segundo ensayo de Cuadernos de humo sagrado, en el que Moore reconstruye la historia de la ciencia ficción contemporánea a partir de la hipótesis de que este género “representa la vida soñada por los Estados Unidos”.
Analizada a ambos lados del Atlántico, la evolución de la ciencia ficción a lo largo del siglo XX incluye un salto obligatorio al Frankenstein de Mary Shelley (“el descubrimiento del género se debe a esta obra de ficción que admitía a la Ciencia en su seno”). Pero Moore alcanza su punto más alto cuando ata los períodos mundiales de mayor incandescencia militar (comenzando por las bombas atómicas estadounidenses lanzadas sobre Hiroshima y Nagasaki y terminando por el terrorismo global de Osama Bin Laden, “conocido por su afición a la lectura de libros”) con las mutaciones narrativas del género. De esta manera, a través de Ray Bradbury, Robert Heinlein, Philip K. Dick o J. G. Ballard, Moore rastrea las huellas de distintos períodos de optimismo y pesimismo en el futuro de la humanidad.
Uno de los giros del género, sin embargo, llegó a través del cine con la “carnívora franquicia” Star Wars. Estrenada en 1977, la película de George Lucas “sirvió un caldo recalentado de lo que parecía una sopa de ciencia ficción de la vieja escuela compuesta por todo aquello de lo que había oído hablar alguna vez, y al hacerlo se aseguró de que el medio fuese devuelto al nivel simplista y triunfal de las primeras incursiones americanas en el género”. Todo esto, señala Moore, encuadraría de forma perfecta con la administración ultraconservadora del presidente Ronald Reagan, que ocuparía el poder en la Casa Blanca dos años más tarde. “El propio Reagan trataría a la pudorosamente adolescente Star Wars como una fuente sin fin de metáforas e inspiración, casi hasta el punto de que alguien podría sospechar que se hubiese dormido a mitad de la cinta y se hubiese despertado para asumir que ya estaba lo suficientemente informado como para poder gobernar”.
El presente de la ciencia ficción, por otro lado, enfrenta una particularidad distinta: el uso azaroso de los elementos de la ciencia ficción en las más diversas narrativas ha provocado que el género se transforme “en una masa difusa, lo que hace difícil precisar qué material podría ser clasificado como ciencia ficción y cuál no”. En un período de expansión militarista, por lo tanto, el género puede tomar a veces formas de buena conciencia, como en la saga de películas Avatar, de James Cameron, o del más oscuro derrotismo ante la sustentabilidad de la vida humana, como en la novela La carretera, de Cormac McCarthy.
Lo que todavía falta en el mundo es pornografía de alta calidad
Todo empezó con la Venus de Willendorf, un testimonio de “pornografía primordial”, escribe Moore en La venus del cenagal contra los anillos de pene nazis a propósito de la pequeña estatua de más de 30.000 años de antigüedad que representa a una mujer con sus rasgos sexuales primarios exageradamente grandes. Encontrada a orillas del Danubio por un grupo de arqueólogos en 1908, la Venus de Willendorf fue considerada tradicionalmente un símbolo de fertilidad. Pero si rastreásemos la cultura hasta sus orígenes, escribe Moore, “nos encontraríamos con que su instigador fue un obsesivo y obsceno acosador y un masturbador compulsivo parecido al historietista Peter Crumb, o a mí mismo, o a ti, o si somos verdaderamente honestos, a cualquiera de nosotros”.
En tal caso, lo que le importa a Moore al analizar las derivas culturales de la pornografía tal como lo hizo en Lost Girls (1992) es que, de manera parecida a lo que ocurrió con la historia del cómic, “las culturas sexualmente abiertas y progresistas como la antigua Grecia han facilitado a Occidente casi todos los elementos de la civilización, mientras que las culturas sexualmente represoras, como la de Roma en sus últimos días, nos han dado la Edad Media”. La represión, no obstante, marcó la pauta de una serie de transgresiones que no siempre adquirieron los rasgos de una sana desobediencia moral o cultural, sino también política. Esto, recuerda Moore, lo ilustran los dibujos pornográficos popularizados durante la Revolución Francesa como propaganda contra María Antonieta para acusarla (falsamente) de participar en orgías y en relaciones incestuosas o lésbicas.
Extendida a formatos como “los libretos concupiscentes” o las “imágenes eróticas”, a mitad del siglo XIX la forma pornográfica estilizada predominante era la literaria, y su función era desestabilizar, a la vez que la enriquecía con su inevitable extensión de las fantasías y las prácticas, la moral sexual. Fue entonces cuando en Alemania y Austria, por ejemplo, se extremaron las medidas para contrarrestar cualquier principio incontrolado de placer. “Para solucionar el problema de los actos deliberados de masturbación en los niños, alguien ideó un anillo con pinchos afilados situados a lo largo de la parte interna, que podía colocarse cómodamente en el pene flácido y que lo ensartaría si a este se le ocurría excitarse por cualquier motivo”, escribe Moore, añadiendo que esta forma de sádica tortura a la infancia podría haber producido la famosa generación tan bien equilibrada de jóvenes Übermenschen que contó entre sus filas “con el notable desviado sexual Adolf Hitler”.
La pornografía de finales del siglo XX y comienzos del siglo XXI, por su parte, dejó atrás cualquier ínfula espiritual para ser asimilada por el materialismo del mercado, tal como la industria editorial moderna hizo con el cómic. “En culturas que han sido deliberadamente sexualizadas con fines comerciales es probable encontrar a algunos de sus ciudadanos sobreestimulados, buscando desfogar y por lo general recurriendo a cualquier forma de porno que puedan encontrar fácilmente disponible”, escribe Moore.
Un efecto derivado de esta sexualización comercial es que la sociedad actual, por mediación de internet y otros factores, está totalmente saturada del erotismo más básico, de la sexualidad de la clase más rudimentaria: pornografía de recluso “para una población de reclusos que nos arrastramos por el comedor de la cárcel, sin otra opción que no sea la de tragar la bazofia que nos echan”. Como los cómics, el porno está por todas partes, como lo estuvo en la antigua Grecia. Y tal como sucede con buena parte de los cómics, “en ningún sitio es arte”, concluye Moore.