Algo nuevo, algo viejo, algo prestado, algo azul

Entre los secretos que de alguna manera guardamos o atesoramos, conviven lo eterno y lo absolutamente inútil: libros subrayados, cds guardados, escritores muertos y una mochila fetiche

Algo nuevo

No parece cierto que yo haya leído este libro. Una vez, hace tiempo. Haberlo leído entero. Voy, lo busco, tiene marcas. Subrayados. La edición celeste con el perro curvo en tapa. Un poco dura ya por la humedad y por haberse quedado ahí quieta. Las frases que maqué con lápiz no me dicen nada ahora. Tiene sentido. Las marqué cuando era otro.

El libro que ahora leo es el mismo, pero es nuevo. Es Los galgos, los galgos, de Sara Gallardo. Vuelvo a leerlo en una edición reciente de editorial Fiordo. Un libro color hueso con un galgo partido en la tapa. Mitad foto, mitad dibujo el galgo.

El libro es bueno todo, hermoso, sublime, sobresaliente. Un clásico. Y yo, como antes, como cuando no era yo, doblo las páginas, subrayo frases. Trato de quedarme algunas cosas.

¿Para qué y para quién subrayamos? Hay una insuficiencia en subrayar, un no poder estar así y nada más. Una incapacidad para el presente. Subrayar es, además de tocar y tener, dejar para después. Confiar en que eso hará falta, alguna vez, más adelante.

Como no sé parar de pensar, pienso. Esta es una época de postergación. Pienso. Esta es una época de guardar y acumular. Pienso. Es la época del después vemos. Aguantamos un secreto en esta época. Pienso. Que ya nos vamos a decir, cuando llegue el momento, más tarde. Queremos ganarle al olvido, pienso, postergando.

"Los galgos, los galgos", de Sara Gallardo (Fiordo)

Hay una parte en el libro que leo y marco. Un diálogo entre Julián, el protagonista, y Diego, un chico del que se hace amigo un rato, en París.

“Me ocurre algo, ¿sabés?”, le dice Diego a Julián. “Nunca dejo de tener algún secreto de alguna clase. Y lo que más me fastidia de esos secretos es que sean para mí tan importantes, cuando serían una tontería para los demás”.

“Siempre los secretos de uno son tonterías para los demás”, le responde Julián. “Uno puede hablar de cualquier cosa, pero de sus secretos… imposible. Para nosotros son lo principal; para los otros, una idiotez”.

Lo que encontré subrayado en el mismo libro viejo por mí mismo joven era importante entonces, era un secreto que guardaba entre las tapas celestes y que no quería olvidar. Ahora, en este Los galgos los galgos nuevo dejo marcado ese diálogo que me habla y me interpela y me obliga al gesto que destaque mi foco y mi interés y los haga, en el futuro, permanecer.

Con todo esto que no decimos, con todo esto que subrayamos y guardamos en archivos y fotos y audios, habrá cosas importantísimas, fundamentales, habrá lo que va a durar siempre, como la novela que leí y que leo; habrá lo absolutamente inútil. Y, alguna vez en el adelante del adelante del adelante, cuando el olvido nos gane, todos nuestros tesoros y secretos darán lo mismo.

Algo viejo

Tengo muchísimos CDs. Varias veces los conté, llevé un registro. Ahora me olvidé la cifra y ya no hago eso. El número de CDs que tengo no importa, no existe.

De un tiempo a esta parte no puedo escucharlos. El último lugar en el que sonaban ya no está. Era mi auto muy viejo. Ahora tengo otro viejo menos viejo, que viene sin aquella ranura necesaria.

¿Por qué conservo los CDs que no escucho?

Puedo mirarlos, puedo sostenerlos en la mano, abrir la caja, sacar sus libritos con letras y fotos y nada. Algunos son solamente tapa, contratapa y papel blanco satinado. Hacen un ruido específico cuando presiono el círculo en el centro del disco, los destrabo, los veo reflejar la luz, plateada y en arcoíris. Es la forma de la música que por estos años toco. Puedo saber que los tengo, saber que siguen estando ahí conmigo. Que, aunque no sirvan para lo que deberían servir, elijo no tirarlos.

¿Por qué no tiro esos discos viejos?

Puedo cantar en mí toda esa música. Leo los nombres y se encienden, se disparan las canciones. También puedo acordarme de cuándo algunos eran un descubrimiento, un tema único del que les hablaba a todos, la cuestión absoluta que ocupaba mi vida. Esa banda, ese cantante, esa letra. Puedo saber, de casi todos, un lugar y un momento, una compañía. De algunos, el valor. Dieciocho pesos. Muchos. Eso valían, un tiempo. Puedo recordar intenciones. Yo buscaba y encontraba y elegía. Un modo de ser libre. Decidir solo.

Los discos callados guardan algo que salvo para ellos y yo es irrelevante. Un secreto.

Algo prestado

Fui escuchando de una en una vidas desgraciadas. Vidas de poetas, escritoras y escritores contadas por Javier Peña, escritor y periodista español, en el podcast Grandes Infelices, de Blackie Books. Fui escuchando de una en una, con ese modo castizo, en ese español puro y extranjero, vidas desgraciadas. Caminaba en el lugar, en una cinta mecánica, iba de un mandado a un trámite manejando, andaba en bicicleta alrededor del parque. La voz del español decía que algunas personas tienen vidas de novela y yo escuchaba esos éxitos y esas penas, esos destinos trágicos, esos desamores, esos exilios, esas tristezas, esos talentos desaforados, que les prestaban condimento a mis tardes más bien sosas.

Una mujer que se llena los bolsillos de piedras y se hunde en el mar, sin resistencia, pese a ser una perfecta nadadora. Un hombre al que lo condenan a muerte por escribir un libro y vive su vida perseguido por la sombra de esa amenaza intangible. La chica genial a la que nada le alcanza y, después de preparar el desayuno a sus hijos, mete la cabeza en el horno. El hombre que soporta debajo de la tierra mil bombas y conoce a unos extraterrestres sin pasado, ni presente, ni futuro.

Kurt Vonnegut

Así resumidas y ofrecidas a la curiosidad, las vidas de Virginia Woolf, Salman Rushdie, Sylvia Plath y Kurt Vonnegut parecen esas introducciones anzuelo que nos tientan la atención en Netflix y el resto de las plataformas. Las vidas contadas y resumidas en sus hechos esenciales para que podamos masticarlas y relamiéndolos decir: esta vida es amarga, esta otra es agria y dulce, esta es una vida picante y exótica.

De lo que me prestó el podcast para ir pasando los días iguales, la verdad es que la infelicidad y la desgracia fueron los primeros sabores que desaparecieron. Fue quedando un resto en el paladar que tardó más en irse: algo que cada vida tenía más propio. Palabras, formas de decir, imágenes, dudas, poesía. Clarice Lispector tirando de una coma para escribir una novela, Fernando Pessoa mirando el mismo puerto desde los ojos de diez hombres inventados, Shirley Jackson encerrada en su casa escribiendo sobre casas que se tragan la vida de la gente. Más que las circunstancias de sus vidas, el recorrido en paralelo de sus obras. Entre esos dos caminos que recorre el podcast, creo, se despliegan (fantasmitas que flotan, sábanas que vuelan) los secretos de esos muertos. Porque la desgracia, la verdad, se parece siempre un poco a la desgracia, pero esos cuentos y novelas y poemas son cada uno un modo, una manera, una vida nueva que nos prestan.

Algo azul

Está, además, la mochila que llevo a todas partes. La mochila azul. Casi nunca es necesario que lleve mi mochila azul a ninguna parte y, sin embargo, la llevo. Puesta. Encima. Siempre. Adentro hay un libro, un cuaderno, una cartuchera. A veces, otras cosas. La computadora, un short, una remera, auriculares.

La mochila azul es una de esas cosas que están además de todo lo otro. Un sostén fundamental de la vida que para que todo ande tiene que ocupar su lugar callado. Cuando salgo sin mi mochila azul estoy pensando todo el tiempo que me olvidé algo, que no estoy completo, que hice alguna cosa mal o que dejé de hacer algo que tenía que hacer. Sin la mochila azul se desbalancea el peso del mundo.

Escribo esto con la mochila azul apoyada en el suelo de un bar. La miro y por capricho me sale decir que ese bollito acurrucado podría ser la corporización de un secreto. Uno de los mejores: esos que ni nosotros sabemos qué quieren decir en su insistencia, su inevitabilidad y su silencio.