Warhol vivió su vida rodeado de drags, artistas, poetas, fotógrafos, actores o actrices, un grupo extraño del que formó parte Mary Woronov, protagonista de la mítica Chelsea Girls, que muchos años después aún se preguntaba qué sentía el maestro del arte pop por todos ellos. Swimming underground. Mis años en la fábrica Warhol son las memorias publicadas por Woronov (Florida, 1943) a mediados de los noventa que ahora recupera la editorial Reservoir Books en una edición en español. El libro es reflejo de que las historias de la fauna humana que atraía el artista de Pittsburgh siguen despertando interés, ya sea con libros como éste o en formato serie (The Andy Warhol Diaries, de Ryan Murphy para Netflix).
La actriz, que luego se haría conocida por su participación en películas de serie B de Roger Corman (La carrera de la muerte del año 2000) o Paul Bartel (Cannonball), emprende en estas memorias un viaje alucinado fruto del consumo de speed y de anfetaminas, un relato entre surrealista y desvariado que entronca con El almuerzo desnudo de Burroughs, otro superviviente de la experimentación narcótica.
Woronov era una niña bien criada en un ambiente conservador, a la que su madre castigaba si la encontraba fumando hierba, pero que por el contrario consideraba “que las pastillas no eran droga, sino medicamentos para volverse normal” y la animaba a tomarlas, algo no demasiado raro en unos EE.UU en proceso de sustitución del sistema moral.
Mientras estudiaba en la Universidad de Cornell -que no tardó en abandonar- Mary conoció a principios de los sesenta al fotógrafo Gerard Malanga, su pase VIP a The Factory, el espacio zoo creado por Warhol en Nueva York para albergar a sus criaturas. Acompañada de Malanga, la joven Mary pasó una “screen test”, las pruebas de cámara de quince minutos con las que Warhol seleccionaba los rostros de quienes iban a salir en sus películas o que, simplemente, quería tener a su alrededor.
No sólo la eligió para su séquito, sino que la incluyó como bailarina en la troupe que acompañaría a la Velvet Underground de Lou Reed en su gira Exploding Plastic Inevitable por California, una experiencia poco productiva y con críticas que no fueron precisamente buenas (“La Velvet debería volver al sótano y ensayar”). De la banda, a la que Warhol regaló la mítica portada de la banana con fondo blanco, era con Reed con quien mejor se entendía -”quizás porque nunca me entró”, reconoce- mientras que con Nico, la estirada vocalista alemana mantuvo siempre las distancias: “era tan bella que hasta los muebles gemían cuando entraba en una habitación”.
Para la autora, Warhol actuaba como una especie de maestro de ceremonias casi mudo, alguien que se “sentía incómodo con las palabras” en medio de aquella vorágine de figurantes con o sin talento: Ondine, el histriónico intérprete underground del que Mary cayó enamorada; el director experimental Paul Morrisey, la modelo International Velvet, el performer y traficante Rotten Rita... “En cuanto a Andy, me preguntaba si realmente quería a la gente, o sólo (buscaba) sentirse fascinado”, se cuestiona Woronov desde la distancia del tiempo y con la mayoría de los conocidos como “Warhol superstars” descansando en sus tumbas.
El Max’s Kansas City, un oscuro club restaurante de la 213 Park Avenue South, era el epicentro nocturno del grupo, un recinto donde dar rienda suelta a los impulsos sexuales y adicciones en sus exclusivos reservados, mutados en palcos en los que unos y otros se criticaban para granjearse el cariño de Warhol y subir peldaños en la escala jerárquica.
La atracción por el mundo gay y las drags deslenguadas, permitió a Woronov, que había adoptado como protección un papel de chica dura y asexual, introducirse en el mundo más íntimo del artista, un “círculo sumamente reducido” a los que llama “gente topo”.
“Topo, porque era la gente a la que únicamente se veía de noche, con gafas de sol, y una palidez que sin duda era el resultado de años bajo tierra”, rescata la escritora, en unas páginas que se vuelven cada vez más lisérgicas, como el relato aterrador de una fiesta en una mansión donde los invitados vagan en estado de trance, y juguetean -y alguno pierde- con la muerte.
Ese mismo grupo que bautizó a Warhol como “Drella”, combinación de Drácula y Cinderella (Cenicienta), un vampiro naif capaz de proyectar durante horas su film pornográfico Fuck a gente rica, “una pandilla de estirados”, que querían estar junto al artista del momento, quien, por su parte, jugaba con ellos y con su dinero. Como tantos otros, -el pobre Billy Name, casi muerto en los muros plateados de la Factory que él mismo decoró, la modelo Edie Sedgwick, la desquiciada Valerie Solanas que acabó tiroteando a Warhol...-, Woronov salió “dañada” de corretear “por aquellas cloacas aterciopeladas”, con paranoias que desdoblaban su personalidad y la acercaron al acantilado del suicidio.
“Andy era el peor, empalmaba cinco o seis fiestas por noche. Hasta parecía un vampiro pálido, vacío, ávido e insaciable”, rememora la actriz y escritora que rompió la telaraña tras un rifirrafe con la artista Ingrid Berlin, mano derecha de Warhol, y de quien se llegó a bromear que era autora de parte de su obra.
Asustada por el mundo alucinado en el que se había instalado, Woronov dejó Manhattan y se refugió en casa de sus padres en Brooklyn: “al quitarme la alas de anfetamina, tuve que aprender a andar como todo el mundo”, resume la escritora en el epílogo de estas memorias en las que tres décadas después aún no tenía claro si aquellos años Warhol habían sido “un desastre” o un instante “divino”.
Fuente: EFE
[Fotos: Ralph Dominguez/MediaPunch via Getty Images; Getty Images; John M. Heller/Getty Images]