Un golpe de estado musical. Así se podría describir el nuevo álbum de Beyoncé, Cowboy Carter. Sus dos primeros singles, “Texas Hold’Em” y “16 Carriages”, lanzados durante la SuperBowl, encabezaron las listas de ventas y streaming, y el álbum va camino de batir récords.
Cowboy Carter y los códigos visuales que lo rodean indican claramente que el segundo “acto” de la trilogía iniciada en 2022 con Renaissance es una reapropiación de la música country, un género a menudo asociado con la América blanca, conservadora y, a veces, incluso racista, sexista e identitaria.
Las reacciones en torno a este lanzamiento revelan hasta qué punto, en Estados Unidos, los géneros musicales incluyen una dimensión racial. Esto explica que Beyoncé sea la única mujer negra que ha alcanzado el primer puesto del Hot Country 100 de la revista Billboard.
La llegada de estos singles no ha estado exenta de revuelo. Nada más salir a la venta, los internautas se quejaron en X (antigua Twitter) de que las radios especializadas en música country se negaban a reproducirlos, a pesar de las peticiones de los oyentes, y que varias plataformas de streaming, blogs y revistas los habían calificado como “pop”.
Aunque la distribuidora Sony rectificó rápidamente sustituyendo “pop” por “country” como género principal de estos títulos, la vacilación duró lo suficiente como para atraer los malos recuerdos. La primera vez que Beyoncé se aventuró en este género musical, con “Daddy Lessons” en el álbum Lemonade de 2016 (recordemos que creció en Texas, como su padre), el comité de los Grammy se negó a que el tema compitiera en la categoría country. Beyoncé ha confirmado que este rechazo inicial motivó en gran medida el lanzamiento del álbum.
Pero sobre todo resurge el espectro del episodio de “Old-Town Road”.
El precedente de Lil Nas X
A finales de marzo de 2019, este tema de Lil Nas X escaló hasta el número 19 de la lista country de Billboard, antes de ser abruptamente excluido. La revista explicó su decisión en un comunicado, argumentando que la canción no “contenía suficientes elementos de la música country actual” para permanecer en la lista.
La justificación no tenía sentido. Desde los años 2000, el género se ha visto fuertemente influenciado por el rap, hasta el punto de que el country-rap, o “hick hop”, se ha colado en los primeros puestos de las listas y en los repertorios de estrellas como Blake Shelton o Jason Aldean.
Así que no era el rap el que estaba “estorbando” musicalmente. El lanzamiento de una segunda versión de “Old Town Road”, en la que Lil Nas X estaba acompañado por el cantante country (y padre de Miley) Billy Ray Cyrus, entró sin problemas en las listas de radio country, a pesar de ser extremadamente alérgicas a la innovación.
Esto sugiere que los raperos pueden llegar a las listas de country, siempre que estén acompañados por un cantante blanco. El historiador Charles Hughes resumió la situación en Los Angeles Times: “Cuando la gente se queja de que la música country se está volviendo pop, lo que a menudo quieren decir es que es demasiado negra”.
Los orígenes de la música country
Esta afirmación puede parecer exagerada. Sin embargo, refleja los mecanismos que presidieron la creación del country como género musical a principios del siglo XX. Estos son inseparables del establecimiento de la segregación musical entre, por un lado, los “race records” que agrupaban la música “negra” (blues, góspel y jazz, entre otros) y, por otro, lo que se convertiría en la música country, llamada entonces “hillbilly music” o también “old-time tunes” y presentada como blanca.
Es importante comprender que no se trataba del statu quo, sino que fue una construcción orquestada por dos grupos profesionales: los folcloristas y la industria musical.
Los primeros buscaban, en lugares que consideran remotos, el rastro de tradiciones preservadas del mundo moderno. Así lo hicieron el estadounidense John Lomax y el inglés Cecil Sharp, que consideraba que la música de los Apalaches había conservado mejor el genio de la raza anglosajona (léase “blanca”) que la Inglaterra industrial de finales del siglo XIX.
Por su parte, la industria, tras el inesperado éxito del disco Crazy Blues de Mamie Smith en 1920, se lanzó a la conquista del público negro, entonces público rural, hasta entonces desatendido por Tin Pan Alley, el grupo de productores y compositores musicales neoyorquinos que dominaron la música popular estadounidense entre finales del siglo XIX y principios del XX.
En una época en la que los discos se utilizaban principalmente para impulsar las ventas de fonógrafos en tiendas de muebles segregadas, la industria musical creyó que aumentaría sus beneficios diseñando una oferta dirigida racialmente.
Los afroamericanos, gradualmente excluidos de la música country
Esto sólo ocurriría a costa de mucha manipulación. Los folcloristas se los imaginaban como una población protegida de la modernidad y su corrupción, pero lo cierto es que los músicos rurales del Sur, independientemente del color de su piel, tenían un repertorio muy amplio y a menudo tocaban juntos, incluyendo la música que estaba de moda en la época.
No importó. Al igual que los folcloristas, los empleados de las discográficas lo “amañaron” todo, grabando sólo aquello que parecía tradicional y correspondía al origen étnico de los artistas. Cuando la canción no encajaba, pero era demasiado buena para ser rechazada, se disfrazaba la procedencia de los cantantes dándoles seudónimos.
Poco a poco, los diferentes aspectos de la industria –imagen, letras, ensayos– excluyeron a los afroamericanos del mundo de la música country, consolidando una división racial arbitraria, a la que los músicos se amoldaron por necesidad económica. Continuó de diversas formas, más discretamente, después de la Segunda Guerra Mundial.
El lanzamiento de Cowboy Carter se burla de este componente racial del género, reivindicando el derecho a la música country de los artistas afroamericanos y su legitimidad para reclamar una identidad sureña, un movimiento asociado a la “Yeehaw agenda” –una onomatopeya que imita el sonido del burro y que se encuentra en muchas canciones country– de la que se puede encontrar un eco en el resurgimiento de la figura del vaquero negro y en recientes producciones culturales como la película Nope, de Jordan Peele.
Es un poco triste pensar que fue necesario que llegase Beyoncé para abrir el country mainstream a los artistas afrodescendientes, y especialmente a las artistas afrodescendientes, quienes en el último mes han ascendido en las plataformas de streaming, tras décadas de esfuerzo.
Es cierto que las cosas habían empezado a moverse bajo la influencia del movimiento Black Lives Matter, con la creación del Black Banjo Reclamation Project, por ejemplo. También por la concienciación tras el asesinato de George Floyd en 2020 y, ese mismo año, la muerte de Charley Pride, una de las únicas estrellas negras del género.
En 2021, la periodista musical afroamericana y manager Holly G, autoproclamada “disruptora de la música country”, creó el Black Opry, una página web dedicada a dar a conocer la música country negra. El pasado mes de noviembre, el New York Times dedicó un artículo a la nueva generación de artistas negros de folk y country, señal de que el interés iba en aumento.
Acabar con el mito de la música country exclusivamente blanca
Beyoncé también se ha preocupado de rodearse de artistas de renombre en el género, algunos de los cuales llevan años haciendo campaña para acabar con el mito de que la música country es exclusivamente blanca. Robert Randolph toca la guitarra hawaiana en “16 Carriages” y Rhiannon Giddens toca el banjo y la viola en “Texas Hold Em”.
Ganadora de un Premio Pulitzer por la ópera Omar y de la prestigiosa beca Genius Grant de la Fundación MacArthur por su labor de divulgación histórica, Giddens, multiinstrumentista formada como cantante de ópera, se ha convertido en la figura clave del movimiento de reivindicación de la música country negra, y en particular del banjo.
Este instrumento fue creado en el Caribe por africanos esclavizados. Cuando llegó a Estados Unidos, se identificaba claramente como afroamericano y siguió siéndolo hasta mediados del siglo XIX, cuando los minstrels blancos lo utilizaron para caricaturizar a los negros estadounidenses en los espectáculos blackface (en los que los blancos se pintaban la cara para representar a los negros).
Desde entonces el banjo se convirtió en un significante del sur blanco, cargado de una dolorosa historia. La reapropiación del banjo por parte de Giddens es, pues, una especie de exorcismo: ella misma toca en una réplica de un banjo de juglar, la que se escucha al principio de “Texas Hold ‘Em”. Gracias a ella, muchos artistas negros como Kaia Kater, Jake Blount y Amythyst Kiah han vuelto a apostar por este instrumento, a pesar de los estereotipos que se le asocian.
Queda por ver si el efecto Beyoncé tendrá un impacto duradero en la popularidad de los artistas country afrodescendientes, situándolos de una vez por todas en la corriente dominante, y si dará lugar a recompensas musicales en un género cuyos límites están tan marcados.
Fuente: The Conversation