En “La vergüenza de haber sido y el dólar de ya no ser (testimonio dramático de un sobreviviente 1997-2001)”, Alberto Ajaka cuenta una serie de hechos entre 1997 y 2001, dedicados a la memoria de su padre, Tito, muerto en la pandemia. El protagonista será Tito, será Alberto, las mujeres con las que sale según el momento o los personajes que se cruza por la calle. Narrará una serie de robos, un encontronazo constante con la muerte, con el desamor y con el infortunio de sobrevivir. Acontecimientos raros, todos, con el telón de fondo de la crisis que, año a año, se avecina.
La obra fue escrita especialmente para acompañar la exposición “2001: Memoria del caos, de la atomización a la organización popular”, que se realizó en la Casa Nacional del Bicentenario para evocar los eventos de diciembre de 2001, veinte años después. Allí realizó dos funciones a modo de preestreno, y este año vuelve al Galpón de Guevara.
Bajo el género del unipersonal, el testimonio tensiona el pacto de cualquier obra de teatro: uno tiene que creerle, al Ajaka actual de cincuenta años, contar las peripecias que vivió a los veinte, que van a ser narradas con cierta épica por momentos difícil de creer. La obra, además, no tiene escenografía alguna más allá del cuerpo del actor, director y guionista. Ajaka actúa, dirige y escribe a Ajaka, dejándole el lugar incómodo del juez o testigo del testimonio únicamente al espectador.
— ¿Cómo surge la idea de escribir sobre estos años de tu vida?
— En el 2021 la Casa del Bicentenario me invita a participar de una serie de eventos que hicieron ellos por la conmemoración de la crisis del 2001. Estábamos recién saliendo de la pandemia, y me ofrecen hacer dos funciones en el patio de la Casa. Más o menos era la misma que la que es ahora, aunque tenía más data dura por el contexto. Me quedaba pendiente volver a atacar el unipersonal, así que después de un tiempo desistí de hacer El matadero de Echeverría y volví con esto.
— El formato del unipersonal también es inusual en tu obra.
— Descreo del formato del unipersonal, no es de mis cosas favoritas. Es como jugar al frontón. En general, el teatro occidental tiene una estructura piramidal: hay un protagonista, un antagonista, y una serie de personajes que dicen: “Ahí vienen los indios”, o “La mesa está servida”. Yo busco atacar un poco esto. En el teatro que hacemos puede haber diez, doce actores. Me gusta la escena compleja, habitada, de líneas horizontales. Laburar este tipo de escenas en el teatro independiente demanda una moneda de cambio o algo para trocar, y lo que yo ofrezco es carne de actuación. No me permitiría tener un actor o actriz ensayando dos años en un lugar frío y lúgubre, para que no gane un mango y diga: “La mesa está servida”.
— ¿Y al teatro cómo llegaste?
— Hice una especie de éxodo: después del periplo del Alberto Ajaka que narra la obra, a los veintiocho me anoté en un taller y dejo mis amistades y mi vida, un poco. A los treinta y siete recién dejé la imprenta, para dedicarme a la actuación. Parecía ser la vía regia donde encontrar la mejor versión de mí mismo para expresarme, que es justamente la de enmascararme.
— ¿Y qué te produce volver a hacer esta obra ahora, en un contexto político y social que trae reminiscencias del 2001?
— El problema es el mismo, ¿no? El problema del dólar, el problema cultural. El texto va cambiando. En algún momento hablaba del 99′ y la votación a favor de la continuación de la convertibilidad, momento en el que yo no me dedicaba a actuar, y gané mucha guita. La obra es es muy larga, lo que yo hago ahí un despropósito, yo ya no sé ni cómo cortarlo, entonces me relajo y sigo contando lo que se me ocurre, pero al inicio de todo yo digo que la clase media pedía por un cambio radical: que cambie todo menos el tipo de cambio, y eso me moviliza mucho a mí, digamos. Ese problema cultural digamos que tenemos los argentinos y lo confronto con una especie de héroe que es mi viejo, que no tiene nada de lo que se podría llamar un héroe. Ni siquiera fue mi héroe personal.
— Puede ser un anti-héroe.
— Claro, encontré en él un Quijote. Encontré ahí un punto sólido: “No compro dólares porque soy argentino”, decía. Mi padre es primera generación de argentinos. Le encontré ahí un punto sólido a mi padre, en ese punto era muy sólido, muy consistente.
— El problema del dólar, que mencionabas antes, está muy ligado al problema del dolor, algo que el título de la obra pone en juego haciendo referencia al tango de Gardel.
— Totalmente, totalmente. Y el tema del dolor y la herida, esa grieta también… El encargo de la Casa del Bicentenario me movilizó mucho, era la conmemoración de una fecha trágica. La violencia en aquel momento fue consecuencia del descalabro económico, que es la milonga en la que estamos todos metidos hace no sé cuánto, desde que tengo uso de razón al menos. Es un problema que no estaba resuelto en aquel momento, y que no está resuelto ahora. Hay momentos que pasamos con cierta calma en relación a esa ecuación o ese binomio que es el dólar.inflación. Es nuestro talón de Aquiles. Habría que hablar de inflación y de dólar en las villas, en las escuelas, en las esquinas, en los bares, en la sociedad de fomento. Yo no creo que haya otro país donde los economistas tengan semejante relevancia. Cada vez que el poder político ha decidido tomar el toro por las astas hemos encontrado algún tipo de calma. Nosotros somos un país y un pueblo pacífico, es un valor enorme que estamos a punto de perder porque nos quieren prepotear con tanques en la calle, es pos de que una señora haga su dividendo para las futuras elecciones presidenciales.
El problema del dólar para mí es esto: si vos tenés cien mil pesos y yo tengo mil pesos y el lunes se los puede convertir a dólares, vos tendrás cien mil dólares y yo tendré mil dólares, y el banco tendrá ciento un mil pesos. ¿Dónde estaban esos dólares? ¿Quién los tenía? ¿Quién te los cambia? El banco no, evidentemente. Si al inicio, la convertibilidad benefició a quienes más pesos tuvieran: ¿por qué nadie quiere los pesos?
También me pregunto: ¿cuál es el sueño argentino? No es el sueño americano. No es el ascenso social. Es una buena vida, una botella de vino a la hora de comer, queso fresco, cumpleaños de quince para la nena, aunque sea en el club, y la posibilidad de que tus hijos estudien.
— Y, para cerrar: ¿por qué testimonio dramático?
— Hablo mucho de la muerte de mi padre, de la muerte de algún otro Ajaka, del riesgo de muerte que he vivido durante esos años. Me siento un sobreviviente de todo esto. El cambio en mi barrio en los 90′ fue totalmente real, mi barrio se destruyó, el conurbano se destruyó. Empezó a crecer el pasto en la vereda, se dejaron de pintar los frentes. Desaparecieron los talleres. De eso quería hablar de alguna forma en el espectáculo, y decir que, en todo caso, la conmemoración de la tragedia no resolvía nada más.
Además, está el teatro testimonial, el biodrama, pero yo quería algo singular. Testimonio dramático genera una suerte de oxímoron. Uno pretendería que un testimonio no sea dramático si es ante un juez. De ese subtítulo se advierte al público de la fiabilidad del autor para con los hechos. Es mi maniobra: llevar al espectador a desentenderse de la verdad y aceptar el verosímil. Y ahí, el tironeo.
Fotos: Malú Campello
*Funciones: “La vergüenza de haber sido y el dólar de ya no ser (testimonio dramático de un sobreviviente 1997-2001)” se presenta los martes a las 20.30 en el Galpón de Guevara (Guevara 326).