Quería conocer Yacuiba, una ciudad que está en Bolivia, y lo primero que hice fue comprarme un pasaje de avión a San Salvador de Jujuy. No era tan caro como un vuelo internacional y creí que ese gesto me liberaría de la aspereza propia del viaje terrestre. No fue así, naturalmente. El hechizo del avión se esfumó apenas salí del aeropuerto en Jujuy y tuve que encarar la Ruta Nacional 34. Ajena a los prestigios calcáreos de la Quebrada de Humahuaca, que no está lejos, la 34 se extiende sobre un paisaje del todo común, sobre una llanura que está en Salta pero podría estar en cualquier otra provincia. Avanzaba rumbo a Bolivia y veía, mientras el país se iba escurriendo, que cada vez había menos autos y menos todo, excepto Gendarmería, que cada vez había más.
Como era domingo, la marcha por tierra fue lenta. Los servicios directos entre San Salvador de Jujuy y Salvador Mazza, que es donde está el puesto fronterizo que separa a Argentina de Bolivia y de Yacuiba, eran escasos o inexistentes. Esa imprevista circunstancia me obligó a enlazar, en micros locales, primero San Salvador con San Pedro, después San Pedro con Pichanal, más tarde Pichanal con Tartagal y, finalmente, Tartagal con Salvador Mazza. Cuando crucé la frontera e hice pie en Yacuiba eran las seis de la tarde.
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Dispuse mis pertenencias en una habitación yacuibeña y salí a caminar a pesar del cansancio. Rápidamente noté que en Bolivia “milanesa” se escribe “milaneza”, que las calles son caóticas pero en las plazas no hay ni un papel tirado en el piso, que no hay supermercados pero sí mercados, que es imposible desayunar según acostumbro porque el hábito es comer empanadas por la mañana y que “acá nomás” se dice “acacito”.
Entre todos esos cambios, que no eran previsibles pero sí esperables, hubo uno que verdaderamente me tomó por sorpresa: iba caminando por ahí cuando me encontré súbitamente con la estatua de Bolívar que preside la plaza principal de Yacuiba.
Yo estaba preparado para cambiar de país, obviamente, pero no tan preparado para cambiar de Libertador. Al menos no tan rápido. Porque encontrar una estatua de Bolívar en una plaza que no queda a más de ocho cuadras de la frontera con Argentina implica abandonar demasiado pronto la impronta sanmartiniana que uno lleva encima. ¿Qué hacía Bolívar ahí, tan al sur del continente, tan lejos de Caracas, lindando con Salta y Jujuy?
Está claro que más al norte, en la zona tórrida de América, el Libertador es Bolívar. Pero uno esperaría que en un país limítrofe con Argentina, y más aún a pocos metros de la frontera, el pasado heroico sea compartido. Sobre todo si uno es argentino y cree que ha liberado buena parte del continente.
Ahí empezó verdaderamente el viaje, porque la égida de Bolívar le dio a Yacuiba los visos de lo exótico, ubicándome en una América diferente en la que se dice “chévere” y hay ron y abundancia de palmeras, aunque en ese paraje había chicha de maíz, no había palmeras y en vez del risueño “chévere” caribeño se oía el castellano de Bolivia, en el que las vocales apenas se pronuncian.
Durante los tres primeros meses de su existencia, entre agosto y noviembre de 1825, Bolivia se llamó República de Bolívar.
La devoción al Libertador venezolano era total: primero había sacado a los españoles de aquel territorio enviando a Antonio José de Sucre, su mano derecha, y después había sido el artífice de que esa región con una cultura e idiosincrasia propias fuese un país independiente, y no un anexo de Perú o de Argentina. Los indígenas del altiplano lo veneraban con emoción casi religiosa. Por eso la primera Asamblea Deliberante del flamante país le hizo llegar al Libertador una medalla de oro adornada con brillantes, en cuyo anverso se representaba el Cerro Rico de Potosí y al Libertador en su cima. En el reverso se leía la siguiente inscripción: “La República de Bolívar agradecida al Héroe cuyo nombre lleva”.
Bolívar conservó la joya hasta el fin de sus días y cuando vio que la muerte se aproximaba escribió en su testamento: “Es mi voluntad que la Medalla que me presentó el Congreso de Bolivia a nombre de aquel pueblo, se le devuelva, en prueba del verdadero afecto que aun en mis últimos momentos conservo a aquella República”. Desde entonces todos los presidentes bolivianos se la colgaron: en los retratos oficiales la medalla aparece siempre, y el resto del tiempo está guardada en las bóvedas del Banco Central de Bolivia.
A tal extremo llegaba el idilio entre el Libertador y el nuevo país que, ante un conflicto de límites con el Imperio del Brasil, Bolívar le escribía a Francisco de Paula Santander, otro prócer americano: “si los brasileros nos buscan más pleitos, me batiré como boliviano, nombre que me pertenece antes de nacer”. Y agregaba: “esta República Boliviana tiene para mí un encanto particular: primero su nombre...”
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En Yacuiba, envuelto en la atmósfera bolivariana, experimenté físicamente (porque no es que sólo las recordé) las tesis de Juan Bautista Alberdi. Alberdi cuestionó las creencias más arraigadas de los argentinos en lo concerniente a la independencia americana, porque quienes allí nacimos solemos creer que somos los herederos de San Martín y por lo tanto los libertadores de buena parte de Sudamérica. Vendríamos a ser tácitamente superiores y explícitamente generosos porque San Martín liberó gran parte del continente. Eso dice nuestra historia oficial, redactada por Bartolomé Mitre, a quien Alberdi consideraba su adversario, y los argentinos estamos innatamente de acuerdo con Mitre.
Pero Alberdi dice una cosa muy distinta a la que dice Mitre: Alberdi afirma que San Martín no es un héroe para toda la América del Sur. Alberdi se pregunta: “¿Qué entiende por América del Sud este miembro de tantas sociedades geográficas?”. Y enumera: “el Brasil, el Paraguay, Montevideo, Bolivia, Venezuela, Nueva Granada, Guatemala, México, la mitad del Perú, la mitad del Ecuador, la mitad de la República Argentina, nada deben a San Martín directamente (…)”.
Y la verdad es que en Yacuiba no había estatua de San Martín: había estatua de Bolívar. Alberdi tenía razón. Hay americanos que no veneran al Libertador argentino.
Pero hay más: Alberdi dice que no sólo no ayudamos tanto a los otros países como solemos creer sino que además recibimos ayuda, porque “fueron Bolívar y Sucre los que en 1825 echaron a los españoles de las provincias argentinas”. Alberdi consideraba a Bolivia como un conjunto de “provincias argentinas” porque toda esa zona, conocida entonces como el Alto Perú, había pertenecido al Virreinato del Río de la Plata. Y decía que el objetivo de la campaña continental de San Martín había sido echar a los españoles de ese territorio. Según Alberdi, San Martín fue a Chile primero y a Perú después para llegar a esas “provincias argentinas” a las que nunca pudo llegar.
Nunca hubo, dice Alberdi, ningún plan para ir a derramar libertad por el resto del continente: “la Junta no decretó ni pudo decretar jamás una campaña al derredor de la América del Sud. Habría sido loco un decreto semejante”. San Martín, entonces, quería llegar al Alto Perú solamente porque ese suelo era un suelo argentino en el que todavía había españoles. Y como San Martín no pudo llegar, ese suelo argentino fue libertado por Bolívar y por eso lleva el nombre del Libertador venezolano, que en una carta escribía, refiriéndose a la posibilidad de ir al Alto Perú: “espero que el Congreso [de la Gran Colombia] decida si me es permitido o no pisar el suelo argentino”.
Alberdi termina diciendo que los porteños armaron la fábula de los ejércitos generosos y desinteresados que derramaban libertad por el continente para ocultar el vergonzoso hecho de que una porción de territorio argentino haya sido liberada por los ejércitos de la Gran Colombia; seguramente fue gracias a esa antigua artimaña que yo no me esperaba encontrar una estatua de Bolívar tan cerca de la frontera.
Lo cierto es que en Yacuiba, en la Rotonda de los Libertadores, a la que fui buscando un poquito de reconocimiento para mi patria, pensando que al fin vería un homenaje equilibrado entre Bolívar y San Martín (me amparaba el plural: era la Rotonda de “los” Libertadores), me encontré con que los homenajeados eran Bolívar y Sucre.
Los bolivianos, evidentemente, habían decidido desoír la gesta argentina y ensalzar las proezas venezolanas.
Lo mismo ocurría con los nombres de las calles: en Yacuiba la avenida San Martín se llamaba simplemente así, “avenida San Martín”, y no “avenida del Libertador San Martín” ni mucho menos “avenida del Libertador”. Sí había una calle que se llamaba “25 de mayo”, pero no era un homenaje a los porteños que en 1810 habían decidido ser libres bajo una gloriosa llovizna: se llamaba así por la gesta libertaria de Chuquisaca, una ciudad que hoy se llama Sucre, que fue el 25 de mayo de 1809. O sea que ni siquiera empezamos, como también solemos creer, el movimiento independentista en la América española.
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Llegó el momento de partir, así que armé la valija y me preparé para dejar Yacuiba. Entregué la llave de la habitación y me fui a dar el último paseo. Casualmente, ese fue el único momento de mi estadía en el que no llovió. Durante los tres días anteriores el clima había estado horrible, pero en ese momento el sol salió y, como dice el refrán, nunca es tarde: me fui a la plaza principal y me recosté en el monumento coronado por la figura de Bolívar. El calor me relajó y pude apreciar las cosas que me circundaban: el reggaetón que salía de un auto estacionado, las montañas verdes que había enfrente, la impronta siempre novedosa del Libertador caribeño.
[Fotos: Municipio Yacuiba; Claudia Morales/Reuters; Corbis via Getty Images; Patricia Pinto/Reuters]