“El Estado soy yo”, le atribuyen decir a Luis XIV, hierático, con la peluca eterna que comenzó a usar para disimular una temprana caída del pelo y que convirtió en moda en el mundo. Luis fue rey de Francia por 72 años: desde 1643, cuando heredó el trono de su padre Luis XIII a la edad de cuatro años, hasta su muerte en 1715. Mientras fue menor de edad su madre, Ana de Austria, fue su regente; en los hechos gobernaba el Cardenal Mazarino, que era tan poderoso que aparecía en los retratos reales. Cuando el cardenal muere, en 1661, Luis decide tomar las riendas del gobierno personalmente: reclama “el poder absoluto”, un hecho inédito en la realeza europea hasta entonces.
En La fabricación de Luis XIV (Editorial Nerea), el historiador inglés Peter Burke no intenta escribir una historia de la Francia absolutista, sino explorar la relación entre el arte y la política, analizando el proceso de ”la construcción de los grandes hombres”, o “la construcción simbólica de la autoridad”. El libro es, entonces, una historia de la comunicación. El autor pretende “mediar entre dos culturas, la del pasado y la del presente”, y nos advierte que no existía entonces el concepto de propaganda (que fue inventado en la Revolución Francesa, inspirado en las estrategias de evangelización de los primeros cristianos), y que, como bien señala Erving Goffman, todos construimos una presentación de nosotros mismos. “Luis era inusual sólo en la asistencia que recibió en esa construcción”.
Era la época del apogeo del culto al rey; las palabras que más se repetían vinculadas a su figura eran gloria, esplendor, magnificencia, y las difíciles de traducir éclat (brillo, rayo, relampagueo) y grandeur. La vida del rey era un ritual que se vivía siempre en presencia de otros. El sentido del espectáculo primaba en la cuidada puesta en escena de sus apariciones, tanto de modo físico como a través de sus retratos. El rey tenía absoluto control de su cuerpo; desde niño había aprendido a no moverse en público, y administraba sus palabras, sus sonrisas y sus miradas con intención. Era la encarnación del Estado (“Todo el Estado estaba en él”, declaró Bossuet), y su existencia física se entrelazaba con las diversas representaciones de su personaen la construcción de efectos concretos en la imaginación colectiva.
En esa construcción participaban artistas de todas las disciplinas. Había esculturas en piedra y bronce, pinturas, textos (poemas, panegíricos, obras de teatro, manuales de historia), ballets, óperas, rituales y espectáculos que glorificaban al rey y cantaban sus alabanzas. No faltaron arquitectos y paisajistas, que construyeron Versalles y replantearon el Louvre. Jean Baptiste Colbert fue el encargado de supervisar el mecenazgo de la corona a las artes, financiando el trabajo que consideraba “útil”, esto es, que “contribuía a la gloria del rey”. Se llamó “Departamento de gloria” a la oficina que administraba el talento local y extranjero que llegó a contar con artistas de la talla de Bernini, Lebrun, Moliére, La Fontaine y el arquitecto Le Vau y el paisajista Le Nôtre.
Este es el origen de la Academia Francesa. Y la siguieron las de danza, de pintura, de arquitectura y de ciencias, entre otras. También, la fábrica de gobelinos (allí se produjo la famosa serie de tapices La historia del rey), y de muebles y objetos, para amoblar las salas del Palacio de Versalles. El rey compraba antigüedades y obras de arte en toda Europa por medio de enviados, que muchas veces generaban incidentes diplomáticos por la insistencia en llevarse a Francia piezas que eran consideradas tesoros nacionales.
El rey también hacía encargos de nuevas pinturas y esculturas, y de monumentos (obeliscos, estatuas ecuestres, arcos de triunfo) que luego eran distribuidos en todo el territorio. Las pinturas, tanto en tiempos de guerra como de paz, eran reproducidas en grabados, monedas y medallas y relatadas en poemas y en libros de historia. Muchas de estas pinturas eran alegorías o enigmas visuales difíciles de descifrar, por lo que Burke sostiene que estaban dirigidas a la nobleza que quería someter, y a la que trasladó a Versalles a participar de la vida ritualizada del monarca. Ponerle los zapatos al rey o servirle la sopa fue una humillación disfrazada de honor para los nobles que, siendo dueños de palaciosy tierras, vivían en palacio ajeno rendidos antesu mirada todopoderosa.
En declive
El reinado de Luis fue muy largo. El tiempo pasó, Colbert murió, el mundo cambió. La salud del rey se debilitó y de a poco dejó de aparecer en público. La segunda parte de su reinado lo encontró entreverado en guerras perdidas, debacles financieras y espectáculos magníficos realizados por artistas de menor valía, que luego de la muerte de su hijo y de su nieto cesaron por completo. La imagen del rey fue administrada hasta el final, con varias pinturas mostrando al monarca en el lecho de muerte, aconsejando a su bisnieto y heredero. Su muerte provocóreacciones irreverentes entre las que se destaca una pintura de Watteau en donde un marchand manda a depósito los retratos del rey que ya nadie comprará.
El siglo del Rey Sol fue también el siglo de una revolución intelectual que involucró a las elites de Francia, Inglaterra, Holanda y el norte de Italia. Galileo, Descartes, Newton y Locke inspiraron a toda una generación a “incrementar la fe en la razón y a lo que podemos llamar relativismo cultural, en otras palabras, la idea de que ciertos arreglos culturales y sociales no derivan de Dios ni son necesarios, sino contingentes. Cambian de un lugar a otro y pueden cambiar de un momento a otro”. Burke lo llama “declinación de la magia”, y Max Weber “desencantamiento del mundo”.
“El problema del rey era que era un gobernante sagrado en un mundo cada vez más secular”, dice Bourke. El modo de legitimación del rey perdía eficacia, su capital simbólico se diluía. Antes de que terminara el siglo la Revolución Francesa barrería con su dinastía y con sus estatuas ecuestres en las plazas de los pueblos. Se inauguraba una nueva era, la de la fe en la ciencia y en la voluntad popular. El lugar que ocupaban las estatuas de Luis lo ocupan hoy los monumentos en homenaje al soldado desconocido.
Estrategias que perduran
Muchas de las estrategias de comunicación del siglo XVII perduran, sin embargo. Tomemos como ejemplo la arquitectura oficial imponente, no sólo patrimonio de Hitler. O los medios gráficos que narran la vida pública y privada de los poderosos con alguna ayuda de los interesados.
Cambiaron las tecnologías pero no los contenidos: la fotografía, el cine y la televisión son nuevos lenguajes con el viejo formato de la puesta en escena, imprescindible tanto para la política como para el mundo del espectáculo y el de las redes sociales. Los retratos cambiaron de soporte, pero son mirados con los mismos ojos, esos que bucean en los atributos que el retratado decide mostrar (y en los que trata de ocultar).
El reciente escándalo de la foto de la Princesa de Gales así lo demuestra. Los candidatos que buscan ser legitimados por el voto popular organizan campañas intentando narrativas seductoras. Las estatuas siguen rodando: los casos de Stalin y Saddam Hussein son sólo dos ejemplos del poder simbólico que siguen portando las imágenes. En palabras de Peter Burke: “El contraste entre los líderes del siglo XVII y los del siglo XX no es entre la retórica y la verdad. Es un contraste entre dos estilos de retórica”.