El estreno de Descansar en paz ha llegado en un momento oportuno. La película de Sebastián Borensztein que protagonizan Joaquín Furriel y Griselda Siciliani pasó por las salas de cine antes de aterrizar en Netflix el 27 de marzo pasado y tiene especial resonancia porque está ambientada en una época de la que se está volviendo a hablar mucho en Argentina: la década del 90, que hoy divide aguas en el país. Están quienes la valoran —sobre todo los que simpatizan con el gobierno de Javier Milei— y los que la repudian. Lo indiscutible son los hechos: efectivamente, en esos diez años que gobernó Carlos Menem (entre julio de 1989 y diciembre de 1999) muchas pymes argentinas entraron en crisis. Eso es exactamente lo que le ocurre a la empresa de Sergio Dayán, el atribulado personaje que interpreta en la película Furriel, un hombre acorralado por una deuda imposible de saldar que al mismo tiempo queda involucrado en otro hecho muy emblemático de ese momento del país, el atentado contra la AMIA.
No conviene adelantar mucho más sobre la historia de este largometraje basado en la novela Descansar en paz: ¿nunca soñaste con dejar todo y empezar de nuevo? que Martín Baintrub publicó en 2018 y apoyado en la estructura de un thriller cargado hasta el final de enigmas, sorpresas y tensiones.
La exigencia para Furriel fue alta: porque las emociones palpitan fuerte a lo largo de todo el relato y la evolución de ese padre de familia desesperado que encarna avanza al ritmo de unas cuantas transformaciones psicológicas y físicas que el actor tuvo que ir resolviendo con mucho oficio. Y también porque había y hay expectativas con el rendimiento comercial de una película de Borensztein después del gran éxito de La odisea de los giles (2019).
Furriel está ahora mismo en España, trabajando en el rodaje de otra producción de Netflix, El refugio atómico, una serie creada por Esther Martínez Lobato y Álex Pina, la misma dupla que ideó sucesos de esa plataforma de streaming como Sky Rojo y La casa de papel. Comparte elenco con Carlos Santos, Miren Ibarguren y una actriz argentina que vive hace mucho en Madrid, Natalia Verbeke.
A principios de marzo Descansar en paz fue exhibida en el Festival de Málaga. Furriel estuvo ahí para acompañar a la película y la pasó muy bien. “Fue una experiencia buenísima —asegura—. El público de Málaga es famoso por ser muy cálido, muy cercano, pero me emocionó el aplauso cerrado cuando terminó la proyección. Y me gustó compartir ese momento con el equipo de la película porque no pude estar en Argentina para el estreno en cines porque estoy a full con la serie de Netflix. Sabía que ese de Málaga iba a ser todo el contacto físico y sentimental con la gente que trabajó en Descansar en paz. En esta época de plataformas pasa bastante: estás mucho tiempo laburando creativamente con un grupo de personas, pero el estreno lo ves en tu casa. Es raro… Por lo menos para los que estamos acostumbrados al ritual de ir al cine y después intercambiar ideas en una cena con amigos y colegas sobre lo que acabamos de ver. A mí esas conversaciones me interesan especialmente porque me sirven para crecer como actor. Las opiniones de los demás son muy importantes”.
—¿Cómo la pasás generalmente viendo las películas en las que trabajás?
—Siempre me cuesta la primera vez. Sobre todo porque mi atención está dirigida a analizar las decisiones que se tomaron en la etapa de edición. No puedo correrme de ese lugar. Hay escenas que hiciste y no están en la película, no sabes qué planos van a elegir de los que filmaste… Al final, tu trabajo en la película es el que se decide en la sala de montaje. No es como el teatro, donde vos mismo vas calculando qué velocidad le ponés a cada función.
—Los recursos que usás para un papel en teatro son bastante diferentes a los que tomas en cuenta para uno en el cine, además.
—Sí, completamente. El cine es diferente a todo, también a la televisión. La expresión es toda una dimensión que hay que tener en cuenta. En cine hay que estar siempre cerca de la síntesis de lo que tenés para contar. Si no, caés en la obviedad, en el subrayado. Y ese riesgo es más grande con un personaje como el que me tocó en Descansar en paz, con las emociones a flor de piel casi todo el tiempo. Yo sé que en el cine el vínculo que tejes con el espectador es de mucha intimidad, pero tengo en mi cuerpo el aprendizaje del actor de teatro, del tipo que tiene que conseguir que se perciba un gesto desde el superpullman de la sala Martín Coronado, que debe proyectar la voz… Así que voy controlando, ecualizando la actuación para intentar que esté en el punto justo.
—¿Con qué premisa trabajaron con el director para construir este personaje tan complejo?
—Sebastián Borensztein me había visto en El patrón: radiografía de un crimen (2014) y tenía muy presente ese trabajo, donde fue necesario poner mucho el cuerpo. Y el de Descansar en paz también era un laburo de composición. Entonces le pareció que yo podía encajar bien. Trabajamos alrededor de una pregunta: ¿Cómo es un muerto vivo? Este tipo está en un lugar, lo habita, pero al mismo tiempo tiene algo etéreo, algo difícil de descifrar. Sabíamos que iba a ser difícil acompañar el viaje de un depresivo, de alguien totalmente abatido, entonces buscamos maneras de que igual puedas empatizar con el personaje.
Hay un tramo importante de la historia que cuenta Descansar en paz donde el protagonista se forja una nueva vida. Aunque no puede dejar atrás del todo su pasado familiar ni la angustia que le provoca la implosión de una vida que parecía ordenada y en poco tiempo muta radicalmente, encuentra algo de sosiego en una relación amorosa con una mujer cálida y comprensiva que conoce en Paraguay. “La elección de Lali González para ese papel fue muy acertada -opina Furriel-. Ella trae todo el paisaje, el espíritu de su país. Sobre todo el de las mujeres paraguayas, que mantuvieron en pie a un país que a fines del Siglo XIX perdió a casi todos sus hombres en la Guerra de la Triple Alianza. Son mujeres con un encanto muy poderoso y un gran instinto de supervivencia. Esta mujer que interpreta tan bien Lali está llena de vida, de alegría, de ganas. Pero ni eso puede sacar del pozo a mi personaje. Sin embargo, ella no se suma a sus problemas. Asume el misterio, es muy respetuosa de ese enigma con el que este hombre llegó hasta ahí”.
—Antes decías que un trabajo en cine se define en la sala de montaje. ¿Tuviste muchas experiencias con las que no quedaste conforme?
—Si trabajás en cine, tenés que revisar el vínculo con tu ego porque si no lo hacés te la vas a poner siempre. En una película sos apenas una parte de todo el mecanismo narrativo. En Verano maldito, una película que hice con Luis Ortega en 2011, quedó afuera casi toda la historia de mi personaje. Yo leí un guión y lo que quedó en la película fue otra cosa. Pero al día de hoy estoy agradecido de haber trabajado con Luis. Cuando vi la película pensé que tenía sentido que él haya elegido seguir al personaje de Julieta Ortega, que en definitiva estaba en un borde mucho más peligroso que el mío. Y las pocas escenas que quedaron en la película de todas las que hice son las mejores. Pensé también que si hubiera ido a filmar solamente esas escenas quizás no hubiera logrado la comprensión del personaje que logré haciendo todo lo que hice. Fue de mis primeros trabajos en cine y una gran lección para aprender cómo funcionan las cosas en ese lenguaje.
—¿Las condiciones de trabajo en una producción para plataformas de streaming son similares a las del cine?
—Sí, son parecidas. Puede haber un poco más de presión con los tiempos, pero se trabaja como en el cine porque muchas de estas producciones se podrían disfrutar mucho en una pantalla grande. Series en las que estuve, como El jardín de bronce y El reino, están hechas por gente que maneja muy bien todos los códigos de cine como Hernán Goldfrid, Pablo Fendrik y Marcelo Piñeyro, todos muy buenos directores. Y la plataforma produce pero interfiere. Hay libertad para tomar decisiones, para hacer lo que buscás.
Hace poco se reestrenó Nueve reinas (2000) y nos recordó una vez más esa capacidad que tiene el cine para prefigurar contextos. La película de Fabián Bielinsky termina con unos incidentes desatados por unas protestas masivas muy parecidas a las que explotaron con el tristemente célebre “corralito”. Pero se estrenó antes de que eso sucediera en la realidad. Con Descansar en paz pasa algo parecido: hoy otra vez son muchas las pymes locales que viven una incertidumbre parecida a la que amenazó a ese tipo de emprendimientos en los años 90. No fue premeditado. La película de Borensztein estaba terminada antes de que Javier Milei asumiera la presidencia de la Nación. “El cine argentino siempre ha reflejado su época —sostiene Furriel—. Si mirás La tregua (1974), los personajes no hablan de las mismas cosas de las que hablan los de Nueve reinas porque son momentos muy diferentes del país. En ese sentido, el cine es muy valioso para los más jóvenes, que pueden conocer otras épocas de nuestro país a través de las películas”.
—Pero aun así han aparecido en los últimos meses muchos cuestionamientos a la producción de cine nacional. ¿Cómo lo estás viviendo?
—Se cuestiona el aporte del Estado, que es necesario en cualquier industria. Descansar en paz es una película hecha con capitales privados. Y yo trabajé toda mi vida en el ámbito privado, salvo cuando hice teatro en el San Martín, donde justamente no te llenás de dinero. Pero el tema me convoca, claro. A mí no me sorprende tanto lo que estamos viviendo porque venimos postergando la discusión sobre qué hacer con instituciones como el INCAA para que funcionen bien y a nadie se le ocurra la fantasía de precarizar la cultura más de lo que ya está precarizada. Me duele que no se haya logrado un consenso para que el INCAA sea algo de lo que todos estemos orgullosos. Si no tenés esa discusión a tiempo, puede pasar lo que está pasando. Pero también me parece que el INCAA es un lugar muy pequeño en relación con todo lo que ocurre hoy en el país.
—Hay que mejorar el funcionamiento del INCAA, entonces. Pero producir cine tiene sentido. Argentina tiene una larguísima tradición en ese terreno.
—Sí, eso para mí está muy claro. En un país con crisis cada vez más dinámicas, sin consensos para armar una macroeconomía que se esté toqueteando todo el tiempo, hay muchas películas que reflejan todo eso, que te ayudan a entenderlo. Para los que no vivieron los años 90 y tienen la idea de que el neoliberalismo es un buen sistema, por ejemplo, una película como Descansar en paz es muy útil. Entiendo que hoy a casi nadie le interesa leer, pero hay mucha información sobre lo que ese sistema económico provocó en un montón de países del mundo, no sólo en Argentina. El cine funciona muy bien para contarnos como país. En realidad, la cultura en todas sus expresiones es siempre un espacio de identidad. Escuchás cualquier disco de Charly García y te das cuenta de que es una gran síntesis de época, sobre todo los que grabó en los años 80. Y la cultura suele ser también un espacio contestatario en todas partes del mundo. Donde hay libertad, claro…
—Es una época en la que la producción audiovisual está en auge como negocio, además.
—Exacto. Y Argentina tiene muchas posibilidades de armar una industria fuerte. En los festivales internacionales hay muchas películas argentinas, y casi siempre vuelven al país con algún premio. Eso te indica a las claras el lugar que tiene en el mundo lo que hacemos. Tenemos desierto, montaña, nieve, selva, grandes ciudades con diferentes estéticas… Locaciones para contar diferentes historias sobran. Hay un camino para recorrer.
—¿Qué películas argentinas te marcaron especialmente como espectador?
—En mi adolescencia fui con mi familia a ver Tango feroz: la leyenda de Tanguito (1993), de Marcelo Piñeyro. Me acuerdo bien porque fue todo un evento: tomamos el tren en Adrogué, fuimos caminando hasta el cine de la calle Lavalle y entramos a una sala repleta. Era como ir a un recital. La disfrutamos mucho. Otra película que me marcó fue Juan Moreyra (1973), de Leonardo Favio. De chico yo iba mucho al campo de una familia amiga en Cañuelas, y la vida rural siempre me pareció un ámbito fascinante. Las primeras películas de Adolfo Aristarain, también, sobre todo, Tiempo de revancha (1981). La ciénaga (2001), de Lucrecia Martel, porque me pareció que mostraba a esa clase media provincial en decadencia con una sensibilidad extraordinaria. Y me emocioné mucho viendo Argentina, 1985 (2023), de Santiago Mitre, una película muy necesaria que volvió a poner sobre la mesa lo que hemos logrado como sociedad.
—Pero con toda esa historia cinematográfica como aval, igual las objeciones al cine argentino han sido muchas, sobre todo en redes sociales. Y en bastantes casos manifestados con violencia.
—Ese tipo de violencia discursiva empezó con una confusión que se empezó a generar a partir de la discusión por la 125, me parece. Entramos en un territorio de enfrentamiento constante. Pero a mí me gusta más hablar de mi trabajo, no soy un politólogo. No me gustaba ver a colegas hablando en 6, 7, 8 o en TN como si fueran funcionarios, así que no lo voy a hacer yo. Quedamos entrampados en una polarización absurda, la famosa grieta, que fue el caldo de cultivo para este presente en el que se ataca al otro con tanta liviandad.
[Fotos: Netflix]