Sabrina quiso ser actriz pero termina estudiando arte e investigando sobre la historia del teatro judío en la Argentina. Mantiene una relación amorosa con su director de tesis, Gabriel y su tarea de investigación es compleja: la mayor parte de los documentos sobre su objeto de estudio se perdieron durante el atentado a la AMIA, en julio de 1994. Un día llega a sus manos una memoria de mediados del siglo XX: su autora es Jana, una mujer joven que se gana la vida trabajando en el área Sepelios de la mutual judía y es también aspirante a actriz. Estas mujeres, sus escenarios y sus destinos -además de la omnipresencia del Dibuk, figura clave del teatro y la mitología judíos- protagonizan la historia de La última actriz, una novela de Tamara Tenenbaum recientemente publicada.
Como un juego de espejos que abarca dos siglos de cultura argentina, la novela cruza homenajes y obsesiones de Tamara como la identidad de las mujeres, el teatro, las relaciones amorosas, el mundo de los actores y el universo académico, y lo hace a través de una estructura que incluye mails, un coro de diferentes voces y un diario íntimo que se salvó del horror.
Tamara Tenenbaum es periodista, narradora, guionista y dramaturga. Nació en 1989 y estudió Filosofía en la UBA. En 2017 publicó su libro de poemas Reconocimiento de terreno, en el que por primera vez escribió sobre su padre, quien murió en el atentado a la AMIA cuando ella tenía apenas 5 años y era la mayor de tres hermanas. A ese poemario le siguió el libro de cuentos Nadie vive tan cerca de nadie y, en 2019, su ensayo El fin del amor. Querer y coger en el siglo XXI, que sorprendió como un gran suceso de crítica y ventas y que se convirtió en serie, con Lali Espósito como protagonista y con Tamara como una de las autoras de los guiones, junto con Erika Halvorsen. En unos meses se estrenará la segunda temporada.
En 2021 se publicó la novela de no ficción Todas nuestras maldiciones se cumplieron, en la que la autora recupera su propia historia como niña nacida y educada por una madre médica, viuda y joven en la comunidad ortodoxa judía del barrio del Once y, también, la vida que nació con su llegada al mundo laico porteño, luego de su ruptura con la religión y la comunidad.
Luego de escribir poesía, ensayo, periodismo y narrativa, llegó la hora del teatro: Tenenbaum es autora de las obras Una casa llena de agua (dirigida por Andrea Garrote) y Las Moiras, esta última primera parte de un díptico que se completará próximamente con El día más largo del mundo, ambas dirigidas por Mariana Chaud.
La charla fue en una librería de Palermo, un mediodía. Había mucho para conversar sobre su novela pero se impuso naturalmente preguntarle también por sus ideas acerca de cuestiones sensibles del presente, en Argentina y en el mundo: la matanza de Hamas del 7 de octubre, la guerra en Gaza, los recortes del gobierno libertario en arte, cultura e investigación y, también, lo imposible que es expresar hoy opiniones por fuera del fanatismo y sobrevivir a la crueldad que impera en el debate público.
— ¿Cuándo comenzaste a pensar en una novela con el teatro en idish como uno de los centros de la historia? Intuyo que debe estar vinculado a tu trabajo como dramaturga en los últimos años.
— Sí, es que todo aparece medio junto. Yo vengo de la filosofía y de la academia y me pasa que, si me pongo a trabajar un tema, en general, necesito sacarle todo lo que tengo para sacarle. Entonces me puse a estudiar este tema por una razón muy azarosa: yo conozco a Paula Ansaldo, investigadora del CONICET, y su tema era el teatro judío. Y una vez, charlando, ella me cuenta que tuvo que hacer un trabajo muy grande de reconstrucción de archivo porque gran parte de ese material se había perdido en la AMIA. Y, bueno, mi papá falleció en la AMIA. Y yo, que no sigo la causa ni nada y todo el mundo sabe que soy una pésima víctima, siempre creo que ya pensé el tema desde todos los ángulos posibles. Pero nunca había pensado en los papeles que se habían perdido, eso me resultó novedoso. Cuando se pierde gente, nadie piensa en los papeles, ¿no? Sin embargo, cuando voló el edificio de la AMIA sí hubo gente que pensó en la memoria y en los papeles y fue a buscarlos entre los escombros, por lo cual hoy hay un muy buen archivo reconstruido por esa gente. A partir de ahí, hablando con ella por una cuestión también política, estética, cultural, me contó que una parte de su tesis tiene que ver con que el teatro judío es una de las formas en que las vanguardias europeas ingresaron al teatro argentino. Un teatro que estaba en ese momento en un lugar muy nacionalista, muy costumbrista, y por distintas vías llegan las vanguardias europeas. Y eso me resultó muy inspirador porque tiene que ver con el judaísmo que me interesa, que es el que lleva y trae. No la idea de un judaísmo de la pureza y de la autenticidad en un sentido estático sino…
— El que se asimila.
— El que se asimila, exactamente. Y que también juega con esa amenaza todo el tiempo: cómo asimilarse sin desaparecer, cómo meterse en una cultura y ser parte de ella. Y me parece que es un tema que está súper vivo hoy, no solo en el judaísmo sino en un mundo en el cual estamos todo el tiempo discutiendo esto que se llama ahora políticas de la identidad. Y que hay una forma muy norteamericana de verlo, que es la forma de la autenticidad. La forma de la preservación, la idea de que una cultura sobrevive cuando se preserva auténtica e intocada. Y el judaísmo siempre tuvo una visión más emputecida de eso.
— Hay una frase de la novela sobre esto que me gusta y habla de “cómo lo judío se deconstruye desde adentro y deja en algún sentido los residuos de esa deconstrucción sembrados en el mainstream, en las culturas occidentales que habita, para luego desaparecer en esas culturas”. Me parece fascinante.
— A mí también. Y sobre todo siendo argentinas, ¿no? Siendo un país que está hecho de eso.
— Hablabas de la gente que en medio del horror de la violencia y los muertos por el atentado pensó en la pérdida de los papeles, de los documentos.
— Desde el minuto cero hubo gente pensando. Me pareció extraordinario. Y tiene que ver con el judaísmo que me interesa y que para mí está en vías de desaparición.
— Pero lo cruzás con otras cosas que creo que te interesan mucho, que son los vínculos, las relaciones entre mujeres y la competencia entre mujeres. Y, también, las relaciones de esas mujeres con los hombres.
— Totalmente. Sí obvio. Bueno, sí, es un libro también sobre el siglo XX, el siglo XXI y la heterosexualidad ¿no? Obviamente se arma un espejo entre una y la otra y un “no somos tan distintas”. Y también sobre la relación de poder entre los hombres y las mujeres, pero una relación de poder que no está puesta en términos de la denuncia, para nada, sino en términos de la seducción. Y, a la vez, sobre todo en el caso de la relación de Sabrina con su director de tesis, él queda medio como un nabo. O sea, no es un tipo que la domina. Y también me pasa que siento que ser judía y ser mujer tienen algo en común.
— Somos el negro del mundo, diría Lennon (risas).
— Un poco sí, pero es muy específico. Ser negro es visible. Las mujeres y los judíos se camuflan en las estructuras que supuestamente los repelen. Como judío, uno puede camuflarse de una manera que los negros no pueden, que los pobres no pueden. Y lo mismo siendo mujer, o sea, no te camuflás pero algo que sí sucede es que no existe colectivo que haya querido dejar de convivir con las mujeres. Sí, es cierto, los que las oprimen las quieren en un determinado lugar, pero están ahí igual. Entonces, circulás entre tus opresores. Esto no es algo que pasa con todas las minorías, eso pasa con los judíos y con las mujeres. Entonces, hay algo que se arma ahí porque, efectivamente, las relaciones que ellas tienen con los hombres son ambiguas y las relaciones que estas chicas judías tienen con eso de ser judías, también. O sea, están como en “¿qué quiero, desaparecer o revindicar?” Y a la vez es una discusión que se tiene explícitamente todo el tiempo. O sea, Jana la tiene todo el tiempo con su amiga, que se cambia el nombre. Hay una relación ahí con el camuflaje que me interesaba y entonces siento que las dos, a su manera, son espías, tanto en el mundo judío como en el mundo de los hombres.
— ¿La última actriz empezó en tu cabeza ya como novela?
— Sí, empezó como ficción. Cuando empecé a aprender sobre el teatro judío lo primero que hice fue escribir teatro. Primero vino Las Moiras y ahora voy a hacer otra, que no es el mismo universo, son judíos varones en los 80. O sea, como yo me crié en un judaísmo muy religioso, en donde todas las cosas son de mujeres o de varones, entonces está la obra de las mujeres y la obra de los varones, que la empecé a escribir hace tres años y están en la época de Malvinas, está todo el quilombo de la guerra, y yo no me imaginaba que iba a estallar la guerra.
— Entiendo que hablás de la guerra en Medio Oriente, ¿cómo estás viviendo eso?
— Mirá, a mí me cuesta muchísimo el tema porque siento que la discusión está imposible. No puedo hablar con nadie porque me cuesta muchísimo hablar tanto con gente que niega la ocupación como con gente que no entiende la gravedad de lo que ocurrió el 7 de octubre. No me da para llorar antisemitismo cuando mataron a 30.000 personas. No puedo, me da pudor. Y por eso me gustó tanto el discurso en los Oscar de Jonathan Glazer (el británico director de la película Zona de interés), porque me pareció muy inteligente que el tipo dijera “estamos ante una deshumanización total” porque yo, que me relaciono más con gente judía que con gente palestina, lo que escucho todo el tiempo a mi alrededor es que las vidas palestinas civiles no les importan. No lo van a decir en voz alta, pero no les importan. Las únicas bajas civiles que importan son las judías.
— Te voy a hacer de abogado del diablo y te voy a decir algo horrible, que es lo siguiente: pero a tu papá lo mataron terroristas islámicos.
— Eso lo tengo clarísimo. O sea, tengo perfectamente claro que lo que sucedió el 7 de octubre es un acto de terrorismo y que lo que hizo Judith Butler al decir que fue un acto de resistencia armada -sabiendo cómo la palabra resistencia tiene una valoración positiva en nuestros ambientes progresistas- es bastante canalla. Dicho esto, la sensación es que no se puede hablar con nadie y para mí lo que está pasando con esta discusión es lo que pasa con todos los temas: si no sos un fanático, te quedás solo. Porque si sos un fanático te defienden los que siguen eso y te odian los que siguen lo otro. Si no sos un fanático, no te defiende nadie.
— La pregunta es desde cuándo uno no puede estar en contra de más de una cosa a la vez.
— Totalmente. Yo nunca negué ni negaría la gravedad del 7 de octubre, que fue un acto gravísimo de terrorismo, pero eso no te da derecho a borrar un pueblo de la faz de la tierra. Y me preocupa y me angustia mucho la situación porque, obviamente, te vienen a contar las costillas del buen judío. Me causa mucha gracia todo eso porque yo me crié en la tradición ortodoxa, entonces me viene a contar las costillas gente que no tiene idea de lo que es vivir en una comunidad judía cerrada y todo. Y lo hace, además, gente a la que yo siempre defendí. Porque cuando yo era chica, a mí me decían que los judíos reformistas (N. de la R. se refiere a los judíos no ortodoxos) no eran judíos, eh. Y, entonces, tengo muy en la piel esa acusación. Yo igual no ando diciendo quién es el buen judío y el mal judío. Me parece una forma de hablar bastante fea. Ni siquiera con gente que está en una posición sobre el conflicto que para mí es antihumanista y, en ese sentido, antijudía.
— ¿Y qué te pasa con la izquierda antijudía de hoy, desde la que hablan también muchos judíos?
— Y, no sé. Creo que también es muy distinta la situación en Argentina que en otros países. Yo siento que en Estados Unidos la cosa está más rara. Porque ahí la gente vive en esas universidades burbuja, donde no tienen idea de cómo funciona el mundo. Entonces ahí creo que la cosa de la izquierda antijudía está mucho más fuerte que en Argentina, que es un lugar bastante privilegiado en ese sentido. Prefiero pensar en la gente y en su posición; después, que seas judío y la defiendas o no seas judío y la defiendas prefiero no meter eso porque no me gusta que me digan a mí “vos, como judía, deberías pensar tal cosa”. Podés estar en contra del Estado, de la creación del Estado, de todo podés estar en contra siendo judío. Y entiendo a la vez que el apellido siempre te da una especie de inmunidad y que hay gente que la usa, obvio, para que nadie te pueda decir antisemita. Pero a mí no me gusta acusar de antisemita a nadie, ni al que es judío ni al que no lo es.
— ¿Pero percibís ese matiz? Me refiero a la diferencia entre quienes cuestionan al gobierno israelí y quienes atacan a los judíos por judíos.
— Yo lo recontra percibo el matiz, por supuesto. Por eso no me gusta que todas las acusaciones por antisionismo se conviertan en acusaciones de antisemitismo. O sea, no me gusta la idea de decirle a toda persona que está en contra de las acciones del Estado de Israel que usar la palabra ocupación es ser antisemita. Eso me parece gravísimo. Es como en el caso de Glazer, como si el tipo hubiera hecho una declaración antisemita, que no hizo, pero que, además, tuvo efectivamente la delicadeza de mencionar el 7 de octubre.
— Es cierto que hubo algo en la enunciación que no estuvo bien pensado y que habilitó los malentendidos y las críticas.
— Obvio, hubo algo en el enunciado y a la vez es como decís, uno los matices los entiende. El que quiere entender te entiende y el que te quiere entender mal te entiende mal.
— Por otra parte, sería bastante insólito que Glazer utilizara la noche de los Oscar para decir “renuncio a mi condición de judío”, casi un delirio.
— No. Además fue muy respetuoso. Al tipo le temblaban las manos, se daba cuenta de lo que estaba haciendo. Fue el único que esa noche mencionó la causa, o sea, se tiró frente a las balas y efectivamente lo agarraron ¿no? A mí me pareció muy conmovedor porque para mí es muy difícil. Justamente ser judío y hablar de esto es exponerte al fuego cruzado. O sea, es exponerse más que una persona no judía. Por eso, parte de lo que me interesa es rescatar un judaísmo humanista que no es el judaísmo que estoy viendo a mucha gente defender: étnico, prácticamente racial, cerrado, belicista, violento.
— Volvemos a La última actriz. ¿Qué te gustó de escribir sobre mujeres como Sabrina y como Jana? ¿Qué cosas tenías de antes o habías guardado? Mejor dicho: ¿sos de esa clase de escritores que, de pronto, aparecen escenas o frases que le interesan y las guarda porque dice: esto lo voy a usar alguna vez?
— Bueno, en la novela hay varios chistes de mis amigas que después de leerla me dicen “esto me suena, esto me suena”. Cosas chiquititas, eh, pero pienso en una, cuando en un momento el director de tesis le dice a ella sobre su trabajo: “mirá que no te sobra nada, eh”. Es un momento re humillante. Bueno, eso se lo dijo un novio a una amiga mía. Mil cosas así. Sí, yo guardo muchas cosas y esto lo vengo guardando hace bastante, desde que empecé a trabajar en teatro y en guion, desde que me empecé a vincular con actrices y me empezaron a parecer seres fascinantes porque, bueno, hay una frase que uso en el libro que dice que “ser actriz es ser mujer al cuadrado”. Como esa cosa de que pienso todo el tiempo que me están mirando y me molesta y me encanta a la vez. Porque esa es la relación con la mirada masculina en la que una, como mujer, se cría: te molesta que te miren pero si no te miran también te molesta. Y las actrices viven eso a la décima potencia. Aparte, pensaba, como escritora es muy distinto. Una está acostumbrada a querer que hablen de tu obra y no tanto de vos. A querer que tu cuerpo no esté en el centro de la escena. Entonces, conocer gente que vive de otra manera ya me fascina. Y, por otro lado, también la cuestión de que como escritor uno puede escribir en privado, los actores solo existen cuando actúan. El actor no puede actuar en privado. Por eso mis dos personajes son actrices frustradas, en realidad.
— Seguro que te lo preguntaron 900 veces pero quiero que me digas qué significa para vos que Lali Espósito sea Tamara en la serie.
— Y… yo ya me acostumbré un poco, la verdad. Pero es completamente bizarro. Sobre todo pienso a veces que cuando sea vieja y lo vea no voy a poder creer esto. O sea, tengo mi juventud ahí puesta. Para mí es espectacular y, a la vez, si yo hubiera vendido los derechos y la hubieran hecho otros, por ahí me parecería rarísimo, pero yo trabajo en eso, escribo esos guiones. Y, como los escribo, ya esa obra está separada de mí.
— En la serie, la figura de la madre de Tamara es una mujer maravillosa y fundamental, como tu mamá para vos, ¿no?
— Toda la gente que me conoce me dice: “es una serie dedicada a tu madre”. Yo digo “sí, por supuesto”. Porque además es obvio que es el mejor personaje y siempre la verdad está del lado de ella. A mí me encanta eso porque yo me acuerdo de mis discusiones con mi mamá de adolescente y digo: “mi mamá siempre tiene razón”. A la vez, ella te diría que no. Como que en el fondo yo a veces me olvido primero de lo joven que es mi mamá, mi mamá es del 64, es una persona muy joven, y lo joven que era cuando me tenía a mí y como que ella me dice “no, yo aprendí un montón de cosas con vos. Yo no entendía nada del mundo y vos me ibas explicando también”.
— Seguramente tuviste algún momento en tu vida en el que te enojaste mucho por lo que había pasado con tu viejo, ¿no?
— Te soy franca, no sé. Yo era muy chiquita.
— Y algo así que te haya agarrado de grande, algo cómo ¿por qué me pasó esto?
— Te digo la verdad: no.
— ¿No?
— No. No, no sé. Pero eso también creo que es de mi mamá porque a ella tampoco nunca la escuché decir eso. No porque no sea terrible, eh. Ella era muy “bueno, se rompió, se sigue, ya está. ¿Qué vas a hacer Tamara? Viste, cuando se rompe algo no se llora. Qué vas a hacer”. En mi casa nunca hubo ningún misticismo, ningún regodeo de ninguna tragedia. A mí no me criaron así la verdad. O sea, mi mamá no me crió con ninguna ira, en lo más mínimo. Y mi mamá era todo el tiempo de decirnos siempre: “tu vida es maravillosa”. Nunca vino a decirme “bueno, tu vida es más difícil porque no tenés papá”. Jamás hubo nada de eso en mi casa. No sé si está bien o está mal, yo hablo de cómo me criaron a mí. La ira no es algo que forme parte de mi relación emocional con el asunto, para nada.
— Dijiste que estás preparando lo que va a ser la próxima obra de teatro, que va en combo con Las Moiras. ¿Cómo se llama?
— El día más largo del mundo. Es una obra de todos varones, sobre judíos en los 80, en la época de Malvinas. Una obra basada un poco en una historia de mi barrio, ¿no? En el cual había una excepción: si vos eras rabino ortodoxo o hacías el curso de rabino, algo así, no ibas a la colimba.
— Uno de los temas del momento en Israel, justo.
— Uno de los temas en muchos niveles. Yo empecé a escribir esta obra mucho antes y, a la vez, cuando empezó la guerra empecé a pensar: che, ¿pero tal chiste va a caer bien? ¿Tal momento va a caer bien? Lo bueno del teatro es que semana a semana uno puede ir midiendo. Y, después, también, uno no hace arte para que la gente no se ofenda.
— Está buena esa frase.
— La verdad es que uno no hace arte para quedar bien con todo el mundo. Para eso está Instagram. Como que yo en un momento empecé a pensar: mirá si efectivamente la obra termina deslizando posiciones sobre la guerra con las que alguna gente va a estar de acuerdo y otra no. Y entonces pensé: “¿qué hago si la mitad de la gente se levanta y se va?”. Yo digo qué hito teatral que la gente se levante de tu obra, imaginate.
— Sos una persona de la cultura, ¿cómo vivís este momento particular, con recortes y cuestionamientos al área? Al mismo tiempo, La última actriz es una novela en la cual la academia y el mundo de la investigación, que hoy están en crisis, están muy presentes.
— Bueno, es que lo que está haciendo el gobierno es un combate directo. Una cosa es un recorte presupuestario y otra es un ensañamiento que va mucho más allá de lo presupuestario y tiene más que ver con lo simbólico, con lo que para La Libertad Avanza significa la cultura, que es el kirchnerismo. Que es eso de “los kukas que viven de la plata de los niños y el hambre del Chaco”, ¿no? Todo se está haciendo con un criterio que tiene más que ver con una violencia simbólica que con un recorte presupuestario. La verdad, no sé cómo termina. Me pasa lo mismo que con la guerra, no entiendo cuál es el tope porque ya no entiendo cuáles son los consensos que están en pie.
— ¿Tenés cuestionamientos hacia lo que fue la política kirchnerista en relación a los consensos?
— Por supuesto. O sea, yo tengo muchísimos amigos que trabajaban en oficinas públicas y siendo “compañeros” con críticas eran muy silenciados. Y yo también, yo me considero una compañera con críticas. Voté siempre al kirchnerismo, probablemente lo siga votando, pero siempre fui una persona crítica y diría que no fueron bien recibidas las críticas en general y que, en parte, por eso estamos acá. Estamos acá también porque hubo un momento en que lo único que se premiaba era la adoración acrítica y también por eso no hay cuadros. Yo no me quise dedicar nunca a la política pero conozco muchísima gente que podría haberlo hecho, que era súper talentosa y que le interesaba muchísimo, pero la gente pilla quiere discutir. La gente inteligente siempre quiere que le den lugar en la mesa no para repetir sino para discutir y eso en algún momento fue más castigado que premiado. Es por eso que no hay cuadros, la gente que podría haber sido cuadro dijo “no, yo me voy a dedicar a otra cosa, qué estoy haciendo acá”. Yo lo vi.
— Hablamos de autocrítica y no puedo no preguntarte por el feminismo y el backlash ultraconservador. ¿También es momento de pensar qué se hizo mal?
— Mira, no sé, la verdad. Es algo que me complica bastante porque pienso que en todos lados hubo muchísimas cosas hechas mal y el backlash que sufren las mujeres es mayor. Entonces es como que, hagamos lo que hagamos, igual nos iba a caer. Como que había mucho resentimiento, y el resentimiento no viene necesariamente de las cosas que se hicieron mal, eso es lo que digo, viene muchas veces de las cosas que se hicieron bien. Yo estoy trabajando hace bastante sobre Un cuarto propio, de Virginia Woolf, lo traduje, y además leo mucho ese libro. Es un libro donde Virginia Woolf habla mucho del resentimiento y para mí ella tiene conciencia de algo y es que siempre hay alguien que pierde. No es verdad que con el feminismo ganamos todos. Nosotras solemos decir eso porque es una especie de frase medio feliz en la cual los hombres también son más felices con el feminismo. Algunos, sí; otros no son más felices. Otros pierden privilegios. Otros se dan cuenta de que ahora tienen que sentarse en la mesa con más gente. Entonces, digo, hay gente que perdió. Y cómo no van a estar resentidos si perdieron.
— Pero creo que es un buen momento también para revisar que la cuestión no pasa solamente porque haya más mujeres en espacios de poder.
— No, por supuesto, la cuestión no es vulvar. No es genital. Y tampoco ni siquiera es de género, ¿no? Igual, para mí, en el fondo siempre es bueno que haya mujeres de derecha. Yo creo que también eso sería un triunfo del feminismo. Yo creo que todo el mundo tiene que tener permiso para ser todo y que eso es parte del progreso, nos guste o no. Lo que pienso es que sí se formó un resentimiento muy grande en una juventud que, en algunos casos, tiene buenas razones para estar resentida. Como soy una persona que vive en internet, entiendo mucho los códigos de estos pibes, a pesar de que no los comparta. Yo me re acuerdo de los libertarios de hace 15 años. Conozco a estos pibes de internet, como ellos dicen: de la calle online. Entonces, entiendo que también hay un clivaje generacional y creo que lo que pasó acá es que se mezclan los resentimientos. A la vez, es el resentimiento de los privilegios perdidos de una juventud que encima no vio ninguno de los beneficios del patriarcado tampoco, porque no llegaron a ser padres de ninguna familia, no llegaron a ser el macho proveedor de nadie, y bueno, sí, es explosivo. La pregunta es qué se hace con esto, Yo de verdad no sé cómo discutir, cómo conversar. Porque yo soy una persona que converso con cualquiera, pero también me doy cuenta de que hay gente que no quiere conversar conmigo.
— ¿Pero conversarías con una persona como Agustín Laje, por ejemplo?
— Recontra. Si quiere conversar conmigo, sí. Pero también la pregunta es para qué sirve eso en un contexto mediático. Yo te digo que conversaría si me siento a comer dos horas con él.
— ¿Por qué lo harías?
— Porque quiero entender. Por una cuestión de curiosidad. Del mismo modo que cuando era chica me metía en situaciones recontra peligrosas de puro curiosa. Ahora, si vos me decís que me citan a hablar por televisión con Agustín Laje, ahí pienso si tiene sentido andar reproduciendo eso porque si no voy a convencer a nadie de nada y lo único que estoy haciendo es darle un lugar a él, no sé si está bueno. Me parece que también ahí hay una lógica de que todavía no sabemos qué hacer. Como cuando hay trolls violentos y nos preguntamos: ¿hay que denunciarlos? ¿Hay que reproducirlos? ¿Qué hay que hacer? Justo estaba leyendo un libro que ojalá lo traduzcan, de una autora que se llama Maggie Nelson. El libro se llama The Art of Cruelty, el arte de la crueldad. Y ella un poco da vuelta el argumento de la banalidad del mal porque habla ahí sobre todo también de Nietzsche y de un montón de filósofos que hablaban de exponer la crueldad como algo importante. Y dice “bueno, esto lo puedo entender en cierta época, pero en una época en la que estamos todo el tiempo rodeados de exposición de la crueldad, ¿hay que seguir exponiendo la crueldad?” Esa es la pregunta.
— No, claro, hay que frenarla.
— Pero ¿cómo la denunciamos sin exponerla? ¿Y cómo hacemos para exponerla sin subirnos al circo en el cual finalmente generamos más crueldad? Me parece que hoy la pregunta es esa, qué vale la reproducir y qué no. Pero, sobre todo, más que eso me intriga cómo lograr tratarnos como sujetos. A mí me encanta charlar, tengo una vocación democrática muy grande, pero me doy cuenta de que no están circulando mucho las ganas de sentarse a charlar con cualquiera. Y entonces ¿qué se hace? ¿Cómo se sale de algo si no se va a poder charlar con nadie?
— Dijiste recién que entendés -aunque no compartas su pensamiento- a gente que piensa tan diferente sobre la gran mayoría de los temas. Creo que a los más grandes nos cuesta mucho más, tenemos una cabeza seteada en el siglo XX y entonces cuesta encontrar respuestas nuevas.
— A mí también igual me cuesta encontrar respuestas nuevas. También yo siento que los entiendo pero que, digamos, llega un punto donde igual me cuesta defender todo. Yo siempre pienso que hay gente que votó a La Libertad Avanza pensando que era lo mejor para este país y no pensando en el odio. Quizás soy ingenua, pero pienso que hay más gente que desea lo bueno y que está en desacuerdo sobre los medios para lograrlo que gente que desea lo malo porque quiere ver el mundo arder. Dicho esto, hay desencuentros muy grandes.
— Te reconocés muy democrática y, por momentos, uno tiene la sensación de que hay gente muy joven para quienes la categoría democracia no aparece como algo prioritario.
— Totalmente.
— ¿Y por qué vos, que sos joven, sí pensás que sigue siendo prioritario sostener el sistema?
— Pienso mucho en la tradición argentina de entender la democracia como una cultura, como una forma de conversar. Y cuando digo que los entiendo a los libertarios, siento que ellos antes de ser gobierno, no digo todos, pero antes nos encontrábamos en las redes y había algo de las reglas de internet de “si chicaneás barato perdiste, acá tenés que discutir”. A mí eso me gustaba de Twitter. Democracia en el sentido de una cultura en la cual la gente distinta pueda convivir y encontrar puntos en común. Hoy parece re ingenuo, pero a mí me emociona quizás porque crecí en una comunidad muy cerrada, donde lo que más me llamaba la atención del afuera era que había gente distinta. Es una estupidez, tal vez, pero en el barrio estábamos vestidos todos iguales y afuera la gente se vestía distinto. Entonces, para mí era como “yo quiero estar en ese lugar, en esas ciudades enormes donde la gente pueda hacer lo que quiera porque no te están mirando todo el tiempo”. En ese sentido, quizás tengo como un ethos más liberal que muchísima gente de mi generación porque sé lo que está en juego cuando eso se pierde. Eso siento muchas veces ahora, que está de moda jugar a ser de derecha. Creo que es muy de hijos de progres, viste, que te criaste en el progresismo y lo das por sentado. Das por sentado que tus papás te dejan estudiar cualquier cosa. Que te dejan casarte a la edad que querés. Das por sentadas un montón de cosas que no son así en la mitad del mundo. Cuando era chica quería trabajar de lo que fuera, si me tenía que escapar de mi casa y vivir de ser bachera lo iba a hacer porque cualquier cosa era mejor que casarse a los 18. Entonces, digo, no doy nada por sentado, todo lo que me toca es un regalo. Pero me parece que parte de la paradoja de las democracias liberales es que la gente se cría sin recordar cómo es que esa democracia está amenazada, ¿no? Las mieles de esa democracia son que nosotros no lo recordemos.
— Es parecido a lo de las vacunas: como funcionan, te olvidás de para qué existen y cómo era sin vacunas.
— Exacto. Así pasa con las democracias y los derechos, cuando funcionan te olvidás para qué son. Y entonces me parece que la gente juega mucho con fuego porque no lo tiene presente. Yo tengo la suerte -o la desgracia- de tenerlo muy presente.