Cuando el año pasado la revista Rolling Stone dio a conocer el ranking de los 500 mejores cantantes de la historia se despertaron grandes polémicas por la cantidad de ausencias que hubo, algunas imperdonables, como la de Sarah Vaughan. ¿Cómo era posible haber omitido a una de las más grandes voces de la música popular, a una artista con el don de convertir cualquier canción en magia, a punto tal que logró conquistar a los jazzeros más duros? Su legado va más allá de su increíble talento. En un momento en el que el bebop se había apoderado del jazz y lo había vuelto más elitista, Vaughan logró acercarlo nuevamente al pop con una exquisita fusión de sonidos que llevaba al público a otra dimensión.
De origen humilde, Sarah nació en Newark, Nueva Jersey, el 27 de marzo de 1924. Su padre era carpintero y su madre lavandera, pero ambos tenían pasión por la música. Mientras que él tocaba la guitarra y el piano en su tiempo libre, ella cantaba en la iglesia, la misma en la que su hija dio sus primeros pasos como cantante y pianista. Aprendió a tocar el instrumento a los 7 años, pero su habilidad para cantar fue innata.
La música atravesó toda su infancia y su adolescencia. A los 18 años, se inscribió en la “Noche Amateur” del célebre Teatro Apollo acompañando en el piano a una amiga cantante y obtuvo el segundo puesto. Meses más tarde regresó como solista y cautivó al jurado con su interpretación del standard “Body And Soul”. Con su impresionante voz ganó la competencia y recibió un premio de 10 dólares y una residencia de una semana en el teatro, donde tuvo la oportunidad de abrir el espectáculo de Ella Fitzgerald. Fue el puntapié inicial de una carrera fenomenal.
Durante esas presentaciones fue fichada por el cantante Billy Eckstine, que en aquel entonces era parte de la banda del pianista Earl Hines, fundamental en la formación del swing, a quien convenció de sumarla en un doble rol de segunda voz y piano. Sarah había entrado en las grandes ligas del jazz y cuando Eckstine formó su propio grupo en 1943 no dudó en llevarla con él. De su mano entró por primera vez a un estudio de grabación y bajo la dirección del vocalista registró “I’ll Wait And Pray” acompañada, entre otros, por el trompetista Dizzy Gillespie, el saxofonista Dexter Gordon y el baterista Art Blakey.
Estos músicos, junto con otros grandes como el saxofonista Charlie Parker, el trompetista Miles Davis, los pianistas Bud Powell y Thelonious Monk y el baterista Max Roach, iniciaron en los ‘40 una verdadera revolución en el jazz. Complejizaron sus estructuras, lo despojaron de los elementos que lo hacían una música bailable y lo dotaron de melodías más libres con mucho espacio para la improvisación. El bebop revitalizó al género y puso el foco en el virtuosismo de los instrumentistas, relegando a los cantantes a un segundo plano, las pocas veces que les daban lugar.
Frente a este cambio de paradigma en la forma de concebir al jazz, Ella Fitzgerald descubrió la forma de convertir su voz en un instrumento más y logró destacarse con una forma única de cantar scat. Vaughan, sin embargo, logró cautivar con su timbre y con su capacidad de llevar a buen puerto cualquier canción con total naturalidad, aportando una textura vocal que conquistaba hasta al más aguerrido de los jazzeros, como Gillespie y Parker, con quienes grabó en numerosas ocasiones. Ella podía cambiar las tonalidades y moverse sobre intrincadas progresiones de acordes sin perder una pizca de dulzura y sentimiento. No por nada sus colegas la llamaban “La Divina” y “Sassy” (“atrevida”).
En 1945 inició su carrera solista con residencias en diferentes clubes de jazz de Nueva York y con grabaciones para pequeños sellos. Cosechó sus primeros éxitos con las canciones que hizo para Musicraft, como “Tenderly” y “Nature Boy”. De a poco, el piano fue quedando atrás para poner el foco en el canto. Tal como lo describe la historiadora Elaine Haynes, autora del libro Queen of Bebop: The musical lives of Sarah Vaughan (Ecco, 2017): “El piano, con su tono fijo y su estricta adherencia a los semitonos y tonos completos, simplemente no puede producir los microtonos, los deslizamientos matizados y los dramáticos descensos que pronto se convirtieron en una marca registrada de su estilo vocal”.
Cuando delegó en su marido, el trompetista George Treadwell, el rol de director musical y de manager, su carrera dio un giro. Él apostó a un rotundo cambio de imagen y le consiguió un contrato con la prestigiosa disquera Columbia, que la impulsó a lo más alto de los rankings. Su repertorio también mutó y eso contribuyó a atraer a un público cada vez mayor. Cuanto más crecía su popularidad, más duros eran los críticos de jazz con ella. Como puristas, no podían soportar que Sarah abrazara al pop.
Es probable que durante el período en el que fue el centro de atención su búsqueda haya sido más comercial que artística, pero ella nunca dejó de expandirse musicalmente. Entre 1977 y 1987 grabó una trilogía de álbumes de bossa nova que contó, entre otros, con la colaboración de Antonio Carlos Jobim, Milton Nascimento, Dorival Caymmi y Sérgio Mendes. Brazilian Romance, que cerró la serie, fue de hecho su último disco de estudio.
También hizo varias versiones de The Beatles, siempre aportando su impronta personal y animándose a desarmar sus canciones. En 1977 también hizo un LP dedicado exclusivamente a los Fab Four bajo la producción de Marty Paich -célebre director y arreglador que trabajó con Peggy Lee, Ella Fitzgerald y Ray Charles- y su hijo David, ex tecladista de la banda Toto. Lanzado recién en 1981, Songs Of The Beatles la muestra moviéndose cómodamente entre el funk, el soul, el R&B y otros ritmos contemporáneos. Su relectura en clave bossa de “Something”, a dúo con el cantante carioca Marcos Valle, se adelantó dos décadas al Bossa N’ Beatles de Rita Lee.
Sarah, sin embargo, nunca abandonó el jazz del todo. Tanto en Columbia como en Mercury tuvo la oportunidad de grabar algunos sencillos con un sonido más clásico, como “Mean To Me” y “East Of The Sun”, acompañada por Miles Davis. Con Mercury obtuvo su mayor éxito, Broken Hearted Melody, una especie de doo-wop que llegó a ser Disco de Oro y que dejaba al descubierto la versatilidad de su voz.
En 1958 se divorció de Treadwell y se casó con Clyde Atkins, a quien designó como manager. Uno de los más grandes errores que Vaughan cometió en su vida fue dejar que sus parejas manejaran su carrera y sus finanzas. Treadwell al menos entendía el negocio y de hecho se dedicó a manejar artistas (llegó a tener a The Drifters), pero Atkins no tenía idea de cómo hacerlo. Aún así, consiguió un contrato con Roulette, una discográfica que tenía un vasto catálogo de jazz que le permitió volver a sus raíces. En apenas tres años grabó diez álbumes con grandes ensambles en los que intervinieron en arreglos y dirección músicos de la talla de Count Basie, Quincy Jones y Lalo Schifrin.
A pesar de la fama, Sarah apenas daba entrevistas y en general sus declaraciones eran superficiales y genéricas. Nunca habló de su vida personal, por lo que se desconocen muchos de sus pormenores. Incapaz de tener hijos, con Atkins adoptó a una niña -la actriz Paris Vaughan, conocida por su papel en Buffy La Cazavampiros-, pero el matrimonio duró poco porque él resultó ser un hombre violento que, además, dilapidó su fortuna en el juego.
Regresó a Mercury por unos años, donde intentó encontrar un lugar en la nueva escena musical, sin demasiado éxito. Grabó con un coro danés, revisitó el catálogo de Henry Mancini, probó con clásicos y temas nuevos y hasta revivió el swing. Más allá de la buena calidad que predomina en este material -en especial el LP en vivo Sassy Swings The Tivoli, acompañada por un trío de piano, batería y contrabajo y la producción de Quincy Jones, que tiene un sonido exquisito-, los tiempos habían cambiado y el jazz había perdido terreno. En consecuencia, cuando terminó su contrato, estuvo cuatro años sin grabar.
En 1971, el productor Bob Shad fundó su propio sello, Mainstream Records, y la invitó a sumarse a su plantilla de artistas junto con otras estrellas como Ray Charles, Carmen McRae y Billie Holiday. Su debut fue A Time in My Life, donde probó con una selección de éxitos modernos, como “Imagine” de John Lennon, “If Not For You” de Bob Dylan e “Inner City Blues” de Marvin Gaye. Era clara su intención de recuperar la relevancia que había tenido en los ‘50, pero no funcionó. Le siguió una colaboración con el prestigioso compositor Michel Legrand y una serie de trabajos que no dieron los resultados esperados y que tensaron la relación con Shad, a quien terminó acusando de obstruir su carrera y dañar su imagen. Ambos terminaron enfrentados en los tribunales, entre otros motivos, por la portada de Send In The Clowns, que muestra a un payaso con peinado afro que rompe con la estética sofisticada de la artista.
La última etapa de su carrera la vivió como una leyenda. Su voz no parecía sufrir el paso del tiempo y eso quedó plasmado en el material que grabó para Pablo Records, del célebre empresario del jazz Norman Granz que, como promotor del género, permitió a los artistas mantenerse fieles a su propio sonido. Uno de los primeros trabajos de Vaughan para su sello fue How Long Has This Been Going On?, una selección de standards interpretados con un cuarteto conformado por músicos veteranos. Por fin había encontrado un espacio donde podía ser ella misma. Luego registró un concierto sinfónico donde repasó la obra de George Gershwin -que le valió un Grammy- y dos volúmenes dedicados a la música de Duke Ellington.
Sarah estudiaba sus canciones al detalle para apropiarse de ellas. Como cuenta Claudio Parisi en Grandes del jazz internacional en Argentina (Gourmet Musical, 2029), durante su cuarta visita al país en 1977, trajo una pila de cassettes de música de Brasil que estaba escuchando para la grabación de I Love Brazil, su primera incursión en la bossa nova.
Su último registro en el estudio fue para el multipremiado Back on the Block de Quincy Jones, gran ganador de la edición de los Grammy de 1989. El álbum fusiona rap, jazz y R&B y cuenta con una interminable lista de invitados, que incluye, entre otros, a Ice-T, Dizzy Gillespie, George Benson, Barry White y Miles Davis. Vaughan hizo un pequeño dueto de scat con nada menos que Ella Fitzgerald, quien también hizo aquí la última grabación de su carrera. De pronto, el círculo se cerró. La cantante que dio sus primeros pasos abriendo para la Primera Dama de la Canción, la concluyó cantando con ella en una forma totalmente inesperada. En rigor de verdad, es increíble que sus voces se hayan unido tan tarde en una pista que exuda vanguardia como lo es “Wee B. Dooinit (Acapella Party)”. Solo Quincy Jones, con el talento y la osadía que lo caracterizaba, pudo haber logrado algo así.
En casi cincuenta años, Sarah Vaughan alcanzó un abanico musical amplísimo, pero siempre con un denominador común: su voz, que, como la describió el crítico Gady Giddins, “solo aparece una vez en la vida o, quizás, en muchas vidas”. Basta con escuchar cualquiera de sus grabaciones para entender por qué la omisión de Rolling Stone fue un error inexcusable. Es inconcebible haber ignorado a una artista única, con un rango vocal nunca visto, que -y esto no es una exageración- nadie en un siglo pudo igualar.
[Fotos: Brownie Harris/Corbis via Getty Images; Joseph Schwartz/CORBIS/Corbis via Getty Images; Frans Schellekens/Redferns; David Redfern/Redferns]